Algunos directores saben combinar a la perfección los diálogos ingeniosos, los buenos personajes, la violencia, un montaje rompedor y música anacrónica para la época de la película. Pero eso solo les sale bien a ciertos dioses como Quentin Tarantino, Guy Ritchie e incluso Martin Scorsese.
Este penoso batiburrillo de Netflix (un bodrio más para su infinito catálogo) intenta imitar ese estilo, pero como no le sale bien, la película es ridícula, absurda, penosa en el humor, aburrida y totalmente cargada de vergüenza ajena. Es una especie de “buddy movie” (aunque no de pareja de amigos), con un guion que parece escrito bajo la influencia de fuertes dosis de estupefacientes.
Escuchar “reggae” en un Oeste donde todos son negros, las ropas están impolutas y los personajes parecen ducharse todos los días, así como un salón donde una chica que canta fatal es coreada en una especie de estúpido número musical (que dura poco, pero que por sí solo ya estropea toda la película), es todo un hándicap para tragarse las eternas dos horas y cuarto que dura este despropósito.
Respecto a la presencia afroamericana, tendré que aclararlo, que ahora hay que hablar con papel del Estado. No tengo nada en contra de eso, faltaría más. Pero una cosa es que John Singleton haga eso en “Los chicos del barrio”, y otra que nos tengamos que creer que eso podía pasar en el Oeste americano. Es como si en “El último samurái” todos fueran blancos o si en una película de la Guerra Civil española los soldados fueran chinos. ¡No cuela!
En fin, lo siento por las buenas intenciones del director, pero no trago con su extraña fantasía del Oeste, que me recuerda más a la infame “Wild wild west” que a cualquier otra. Insisto, esta fórmula solo le sale bien a unos cuantos elegidos, y el tal Jeymes Samuel desde luego no lo es.