Después del éxito nacional e internacional de Médico de familia, el regreso del pijito Emilio a las pantallas de televisión era cuestión de tiempo.
Supongo que contaría con un gran grupo de adláteres animándolo y así surgió de nuevo con el formato de la familia en chalé, todos gente superguay y anécdotas chupis varias buscando la inocente sonrisa del telespectador.
Y resulta mientras dura la novedad, pero ya en los primeros episodios pronto afloró la impresión que las ideas se repetían y las originales escaseaban. La impresión ligera se volvió ciencia cierta por lo que la serie duró poco.

Emilio abandonó al médico redicho y con alma de samaritano para interpretar a un empleado de concesionario de automóviles, empleo mucho más modesto y más en la línea trágica de la vida del ciudadano españolito, sufrido pero honrado. No es él quien lleva el protagonismo, ni mucho menos, descarga la responsabilidad en los demás, tal vez reservándose los momentos estelares cual Capitán Araña; por eso es importante la figura de su mujer, una mujer muy mona del tipo estandar que usa para sus series, y los niños, verdaderos angelitos del mundo maravilloso y bendecidos con la belleza y la gracia.
El resto de los personajes son el pack para una serie así: su madre, tocada de ala; sus hermanos: el facha, siempre a la caza del negocio fácil, y el colgado, siempre a la caza de un sitio mejor para tocarse los huevos con más comodidad... Y demás mujeres ocasionales. El conjunto válido para cimentar los capítulos con una pasable aceptación.

Ahora bien, el que hacía de compañero suyo en el trabajo, un listo de estos que va de gracioso y que está encantado consigo mismo, que seguro que hacia el papel de su vida real, daban ganas de hacerle una espera a la salida del trabajo. Se le potenció en exceso.

La serie pudo haber funcionado mejor pero se ve que faltan guionistas e ideas para el humor en España.
Por lo menos hasta el día de la fecha.