Media votos
7,0
Votos
2.208
Críticas
1.745
Listas
37
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Mis críticas favoritas
- Contacto
-
Compartir su perfil
Voto de Vivoleyendo:
8
5,4
1.200
Bélico. Drama
Cuando en 1941 la Alemania nazi invadió la Unión Soviética, sus tropas rápidamente sitiaron Leningrado. Los periodistas extranjeros fueron evacuados, pero una de ellos, Kate Davies pierde el avión. Sola en la ciudad, contará con la ayuda de Nina Tsvetnova, una joven idealista. Juntas lucharán no sólo por su supervivencia, sino también por la de otras personas. (FILMAFFINITY)
26 de agosto de 2011
29 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre septiembre de 1941 y enero de 1944, la Ciudad Heroica de Leningrado padeció la peor pesadilla de su historia, desde que Pedro el Grande la fundó con su nombre original, San Petersburgo, en 1703.
Un asedio es una terrible modalidad de genocidio calculado y sistemático, en el que los invasores mantienen un cerco persistente que va estrangulando lentamente a los habitantes encerrados en una población. Los nazis lo practicaron con sádica y despiadada premeditación, porque les aportaba algunas ventajas. Por ejemplo, la de ahorrar las vidas de la mayoría de sus preciosos soldados, las cuales se habrían malgastado tontamente en batallas frontales contra el ejército soviético que defendía la ciudad, y contra los civiles. Era mucho más cómodo situarse en el perímetro y limitarse al bloqueo y a repeler las ofensivas de los debilitados soldados rusos. Además, los nazis contaban con su conocida potencia militar y su buena alimentación. También evitarían contagiarse de las epidemias que no tardarían en aparecer, al mantenerse a prudente distancia. Y expondrían al mundo el alcance de sus tácticas de guerra. El mensaje fue lanzado: No debía haber supervivientes. No se harían prisioneros ni se perdonaría la vida a nadie en el supuesto de que Leningrado se rindiera. Todo rastro de la antigua capital de Rusia debía ser eliminado. Si doblegaban una de las columnas vertebrales del país, el orgullo de aquella nación por su urbe de las Noches Blancas, del Neva y del Hermitage, que había sido levantada con grandes sacrificios para que Rusia tuviese una salida occidental al mar, se asestaría un golpe mortal a la moral nacional. Los nazis habían calculado que, si Leningrado caía, se podría considerar como un paso agigantado hacia la derrota de los comunistas soviéticos.
Dejar morir de hambre, de frío y de desesperación a los petersburgueses era un plan escalofriantemente sencillo que suponía pocas bajas en los efectivos alemanes y un duro castigo al corazón de Rusia.
Pero ni sus mayores previsiones contaron con una tenacidad a prueba de horrores. En los despachos de los altos mandos se barajaban cifras de calorías y raciones alimenticias diarias que las personas necesitan para sobrevivir y se preveía con morboso placer cómo el racionamiento iba a acosar los almacenes de suministros e iba a sumir a la gente en una hambruna espantosa. Se planeaban constantes ataques aéreos sobre el núcleo urbano, para destruir y matar todo lo que se pudiera. Se anticipaba cómo el azote de las privaciones iba a minar las fuerzas de los que eran vistos como tres millones de cucarachas. Y todas estas previsiones se materializaron. Pero el tiempo pasaba y la ciudad no se rendía.
Un asedio es una terrible modalidad de genocidio calculado y sistemático, en el que los invasores mantienen un cerco persistente que va estrangulando lentamente a los habitantes encerrados en una población. Los nazis lo practicaron con sádica y despiadada premeditación, porque les aportaba algunas ventajas. Por ejemplo, la de ahorrar las vidas de la mayoría de sus preciosos soldados, las cuales se habrían malgastado tontamente en batallas frontales contra el ejército soviético que defendía la ciudad, y contra los civiles. Era mucho más cómodo situarse en el perímetro y limitarse al bloqueo y a repeler las ofensivas de los debilitados soldados rusos. Además, los nazis contaban con su conocida potencia militar y su buena alimentación. También evitarían contagiarse de las epidemias que no tardarían en aparecer, al mantenerse a prudente distancia. Y expondrían al mundo el alcance de sus tácticas de guerra. El mensaje fue lanzado: No debía haber supervivientes. No se harían prisioneros ni se perdonaría la vida a nadie en el supuesto de que Leningrado se rindiera. Todo rastro de la antigua capital de Rusia debía ser eliminado. Si doblegaban una de las columnas vertebrales del país, el orgullo de aquella nación por su urbe de las Noches Blancas, del Neva y del Hermitage, que había sido levantada con grandes sacrificios para que Rusia tuviese una salida occidental al mar, se asestaría un golpe mortal a la moral nacional. Los nazis habían calculado que, si Leningrado caía, se podría considerar como un paso agigantado hacia la derrota de los comunistas soviéticos.
Dejar morir de hambre, de frío y de desesperación a los petersburgueses era un plan escalofriantemente sencillo que suponía pocas bajas en los efectivos alemanes y un duro castigo al corazón de Rusia.
Pero ni sus mayores previsiones contaron con una tenacidad a prueba de horrores. En los despachos de los altos mandos se barajaban cifras de calorías y raciones alimenticias diarias que las personas necesitan para sobrevivir y se preveía con morboso placer cómo el racionamiento iba a acosar los almacenes de suministros e iba a sumir a la gente en una hambruna espantosa. Se planeaban constantes ataques aéreos sobre el núcleo urbano, para destruir y matar todo lo que se pudiera. Se anticipaba cómo el azote de las privaciones iba a minar las fuerzas de los que eran vistos como tres millones de cucarachas. Y todas estas previsiones se materializaron. Pero el tiempo pasaba y la ciudad no se rendía.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Todos los días caían bombas, las colas ante las panaderías eran casi la única esperanza de resistencia de mucha gente, los cadáveres poblaban las calles y rebasaban los límites del cementerio en montones que ya ni podían ser enterrados, se cortó la electricidad y el agua, se quemaba en las estufas todo cuanto había disponible para retrasar un poco la amenaza de la congelación cuando el invierno asomó los dientes, el temible invierno septentrional.
No había casi nada que comer.
Las energías se agotaban día tras día.
Los famélicos despojos que antes habían sido seres humanos caminaban cada vez más despacio, cada vez más débiles. Levantarse por la mañana para ir a buscar las exiguas raciones de pan era un esfuerzo supremo.
Los más frenéticos y menos escrupulosos se entregaban a la locura, al canibalismo, al robo y al crimen. Se oían historias de desaparecidos que se presumía eran víctimas de las mafias que vendían carne humana en el mercado negro, y de niños a los que sus mayores, enloquecidos, se comían.
Y la ciudad no se rendía.
Cuando se heló el Ladoga, una ruta de camiones conocida como el controvertido Camino de la Vida intentaba con enormes riesgos llevar algo de comida a los exhaustos ciudadanos, con escaso éxito.
Y la ciudad no se rendía.
Los nazis no se explicaban cómo transcurrían los meses y el triunfo augurado no llegaba. Cómo seguían resistiendo aquellos rebeldes del demonio sin nada que llevarse al estómago, en una ciudad que era una tumba oscura y helada sembrada de cadáveres y ruinas.
Y la ciudad no se rindió.
“Ataque sobre Leningrado” cuenta una historia entre tres millones. La de una periodista inglesa que tiene que quedarse en el centro de la tragedia y se convierte, con la ayuda de una miliciana del ejército, en otra luchadora atacada por la inanición, el frío y el miedo, batallando para ir a buscar el pan, cambiar alguna alhaja por una lata de tushonka (carne en conserva) en el mercado negro, y tratando de sonreír dentro de ese ambiente moribundo para insuflar ánimos a unos niños a los que no se resigna a ver morir ante sus ojos.
Es un drama bélico de crudas escenas en las precarias viviendas típicas y en las irreconocibles calles de la antaño hermosa capital, sepultadas bajo una nieve mortífera, ventiscas, bombardeos, tiroteos, escaramuzas, procesiones de sombras que andan desfallecidas y cuerpos inertes y mutilados en los que ya nadie repara.
No había casi nada que comer.
Las energías se agotaban día tras día.
Los famélicos despojos que antes habían sido seres humanos caminaban cada vez más despacio, cada vez más débiles. Levantarse por la mañana para ir a buscar las exiguas raciones de pan era un esfuerzo supremo.
Los más frenéticos y menos escrupulosos se entregaban a la locura, al canibalismo, al robo y al crimen. Se oían historias de desaparecidos que se presumía eran víctimas de las mafias que vendían carne humana en el mercado negro, y de niños a los que sus mayores, enloquecidos, se comían.
Y la ciudad no se rendía.
Cuando se heló el Ladoga, una ruta de camiones conocida como el controvertido Camino de la Vida intentaba con enormes riesgos llevar algo de comida a los exhaustos ciudadanos, con escaso éxito.
Y la ciudad no se rendía.
Los nazis no se explicaban cómo transcurrían los meses y el triunfo augurado no llegaba. Cómo seguían resistiendo aquellos rebeldes del demonio sin nada que llevarse al estómago, en una ciudad que era una tumba oscura y helada sembrada de cadáveres y ruinas.
Y la ciudad no se rindió.
“Ataque sobre Leningrado” cuenta una historia entre tres millones. La de una periodista inglesa que tiene que quedarse en el centro de la tragedia y se convierte, con la ayuda de una miliciana del ejército, en otra luchadora atacada por la inanición, el frío y el miedo, batallando para ir a buscar el pan, cambiar alguna alhaja por una lata de tushonka (carne en conserva) en el mercado negro, y tratando de sonreír dentro de ese ambiente moribundo para insuflar ánimos a unos niños a los que no se resigna a ver morir ante sus ojos.
Es un drama bélico de crudas escenas en las precarias viviendas típicas y en las irreconocibles calles de la antaño hermosa capital, sepultadas bajo una nieve mortífera, ventiscas, bombardeos, tiroteos, escaramuzas, procesiones de sombras que andan desfallecidas y cuerpos inertes y mutilados en los que ya nadie repara.