Me pilló allá por mis 8-9 añitos y en unas circunstancias pletóricas. Nunca he tenido una época como aquella. Sé que viví el mejor año de mi vida y desde entonces he asumido que ningún otro podría igualarlo.
Y David el Gnomo estuvo allí.
Fue la única temporada en la que mi familia y yo nos trasladamos a un lugar distinto del de siempre. Nueva población, nuevo colegio, nuevos amigos. Lo que me temía como un curso escolar duro, llegó a convertirse en un paraíso que terminó cuando regresamos a nuestro hogar de antes.
No he olvidado jamás aquellas tardes en las que una caterva de chiquillos nos sentábamos delante de la vieja tele del salón colectivo para tragarnos cada capítulo de la serie. Cosa rara: no se oía una mosca entre el chiquillerío. Nuestros ojos se bebían las aventuras de esos personajillos bonachones y amantes de la Naturaleza.
Una tía mía me regaló, libro a libro, la colección de 26 tomos de “David el Gnomo”, que me leí de cabo a rabo muchas veces. Disfruté con sus enseñanzas. Eran un universo muy completo sobre ciencia en general, ecología, botánica, zoología, relaciones sociales, rasgos culturales, leyendas, relatos y múltiples curiosidades que con el tiempo me han ido resultando útiles y provechosas.
La colección completa la conservo en una estantería, con los signos evidentes del uso y de los veintitantos años que ya cuenta, pero ilesa y lista para seguir viva en nuevas manos infantiles, las que tomarán mi relevo.
David fue mucho más grande de lo que marcaba su exigua estatura.