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Voto de Vivoleyendo:
7
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4.190
12 de octubre de 2010
15 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Él fue el único que la había mirado como a un ser humano.
Para los demás, era una rubia explosiva de cascos ligeros, cuyo cuerpo valía cuarenta francos y a la que podían tratar como a una bonita bazofia.
Marie era una puta parisina a la que todos creían tener derecho a insultar, pegar, humillar, despreciar y poseer sin tener en ninguna consideración sus sentimientos, sus opiniones, su dignidad.
Ella estaba a la vuelta de todo. Se había formado un caparazón. Irónica, fría, indiferente. Su mirada azul calculaba, se burlaba, centelleaba de desdén. Procuraba disfrutar de lo poco que pudiera en su condición de mujer perdida, llevada y traída. Resguardaba su corazón, que era lo único que nadie había mancillado todavía.
Marie era el trozo de carne que pasa de mano en mano por los bajos fondos de París, entre gángsters y compañeras de profesión, soportando con altanería la misoginia y el machismo de su ambiente masculino, y el reproche de las damas “decentes”.
Y apareció Georges Manda, un honrado carpintero de expresión franca. Nadie la había hecho sentirse, con un simple cruce de miradas, como una mujer completa. Porque para él Marie nunca fue una prostituta.
Ella se vio a sí misma desde un prisma sorprendente: por primera vez, un hombre no le pegaba, no daba por sentado que ella tenía que aguantar insultos y malas caras. Se comportaba con ella como si la quisiera para novia, y no como en un affaire sexual con demostración de superioridad y prepotencia viril para que la fulana no olvide jamás cuál es su sucio lugar.
Marie se enamoró. Debajo de la corteza de fulana de mundo… Estaba la chica romántica, loca por un chico de los de novela, valiente y recto.
Trató de olvidar que procedía de barrios de putas, chulos y delincuentes con los que se codeaba. Era una mercancía en venta que se permitía soñar.
Jacques Becker describe un París de frivolidad y alcoba, de cafés y bailes, de alterne y crimen, de corrupción y codicia. De frufrú de faldas y plumas, humo de cigarrillos, dualidad erotismo-poder sugerida y culminada en la mano del capo deslizándose por el pecho de una renuente Signoret.
Pocas escenas de expansión amorosa y bucólica, de amistad y lealtad, señalando el peligro de romper con las podridas jerarquías de los arrabales parisienses.
Para los demás, era una rubia explosiva de cascos ligeros, cuyo cuerpo valía cuarenta francos y a la que podían tratar como a una bonita bazofia.
Marie era una puta parisina a la que todos creían tener derecho a insultar, pegar, humillar, despreciar y poseer sin tener en ninguna consideración sus sentimientos, sus opiniones, su dignidad.
Ella estaba a la vuelta de todo. Se había formado un caparazón. Irónica, fría, indiferente. Su mirada azul calculaba, se burlaba, centelleaba de desdén. Procuraba disfrutar de lo poco que pudiera en su condición de mujer perdida, llevada y traída. Resguardaba su corazón, que era lo único que nadie había mancillado todavía.
Marie era el trozo de carne que pasa de mano en mano por los bajos fondos de París, entre gángsters y compañeras de profesión, soportando con altanería la misoginia y el machismo de su ambiente masculino, y el reproche de las damas “decentes”.
Y apareció Georges Manda, un honrado carpintero de expresión franca. Nadie la había hecho sentirse, con un simple cruce de miradas, como una mujer completa. Porque para él Marie nunca fue una prostituta.
Ella se vio a sí misma desde un prisma sorprendente: por primera vez, un hombre no le pegaba, no daba por sentado que ella tenía que aguantar insultos y malas caras. Se comportaba con ella como si la quisiera para novia, y no como en un affaire sexual con demostración de superioridad y prepotencia viril para que la fulana no olvide jamás cuál es su sucio lugar.
Marie se enamoró. Debajo de la corteza de fulana de mundo… Estaba la chica romántica, loca por un chico de los de novela, valiente y recto.
Trató de olvidar que procedía de barrios de putas, chulos y delincuentes con los que se codeaba. Era una mercancía en venta que se permitía soñar.
Jacques Becker describe un París de frivolidad y alcoba, de cafés y bailes, de alterne y crimen, de corrupción y codicia. De frufrú de faldas y plumas, humo de cigarrillos, dualidad erotismo-poder sugerida y culminada en la mano del capo deslizándose por el pecho de una renuente Signoret.
Pocas escenas de expansión amorosa y bucólica, de amistad y lealtad, señalando el peligro de romper con las podridas jerarquías de los arrabales parisienses.