Melodrama al puro estilo clásico de Hollywood, en él tenía que darse cita, aparte de ese romanticismo de la vieja escuela, un destellante glamour del que concede la elegancia, el dinero (por supuesto), las profesiones prestigiosas, los trajes de diseño y el moverse por los lugares más emblemáticos del orbe como el que se va a dar un garbeo al bar de la esquina.
Los protas no son lo que se dice dos desharrapados del West Side. Ella es una diseñadora de modas que busca labrarse un nombre, y él es el propietario de una cadena de almacenes que va abriendo nuevas sedes por aquí y por allá. Hasta ahí podría parecer un cuento de hadas hollywoodiense.
Lo interesante empieza en el momento en que la chica, Rae (ya no tan chica, que la Hayward contaba cuarenta y cuatro primaveras) conoce al chico, Paul (catorce años menor que ella en la vida real), y el flechazo se les tuerce en cuanto se insinúa que él no está libre como los pájaros. Se han enamorado hasta el tuétano, pero comprenden que la situación es demasiado anómala y complicada. Sin embargo, el destino interviene (no pocas veces, imagino que más que las que concede al común de los parroquianos) para reunirlos “fortuitamente”. A medida que vamos entrando en contacto con las circunstancias de Paul, entendemos progresivamente por qué buscaba una vía de escape y cómo la encontró en la que pasó a ser la mujer de su vida.
La valentía de esa relación (en la que la evolución de ella desde su reticencia inicial hasta su total entrega eclipsa a todo lo demás) es la fuerza de esta película que al principio no sugiere nada del otro jueves pero que madura junto con el desarrollo del amor entre Rae y Paul.
Y eso sí, que con mucha pasta cualquiera lo deja todo para irse a París a seguir al maromo. Que de no ser así, si se va más lejos de Móstoles hay que conformarse con un “au revoir mon amour”.