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España España · Madrid
Voto de Servadac:
7
Comedia Harold Lloyd ayuda al abuelo de su novia en el enfrentamiento que éste tiene con una gran compañía de transportes de Nueva York, a causa de su viejo tranvía de mula. (FILMAFFINITY)
14 de septiembre de 2010
48 de 52 usuarios han encontrado esta crítica útil
Chaplin, Keaton… ¿por qué prefiero a Harold Lloyd?

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La sonrisa de Chaplin siempre es agridulce.

Keaton no sonríe: forma con los labios una línea horizontal.

Harold Lloyd, al sonreír, lo inunda todo de alegría.

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Chaplin elabora sermones de gran cine. Quiere cambiar el mundo con su gesto.

Keaton se limita a estar ahí, en el lugar exacto. Se conforma con que el mundo no le cambie el gesto de la cara.

Harold Lloyd encarna la ilusión de un mundo diferente.

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Chaplin es el genio indiscutible. Su virtuosismo es admirable. Nos lleva de la carcajada más sonora al río de las lágrimas. Sentimental, sensible, sensiblero e inmortal. El favorito del cinéfilo canónico.

Keaton es sutil y contenido. Su rostro es un espejo inagotable de matices. Triste, reflexivo, profundo y perdurable. El favorito del cinéfilo purista.

Harold Lloyd es… el espíritu de la felicidad.

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Si Harold pierde el puesto de trabajo, su reacción es disfrutar del día libre con su novia. Ya vendrá el lunes con un nuevo empleo para él.

Las imágenes de Nueva York y las del parque de atracciones son de una belleza extraordinaria. La historia del tranvía de caballos en un mundo de automóviles de gasolina es tierna como un bollo recién hecho. Sabe a repostería no industrial (qué lejos queda el Dunkin’ Donuts Hollywood de nuestros días).

La mala fortuna se ceba con los tortolitos. Los deja sin dinero. Un camión de mudanza los lleva en autostop. Harold y Jane colocan los muebles y aprovechan para jugar a las casitas, con sillón y perro. Harold está sin blanca y en el paro, pero nos hace sentir que todo irá de maravilla. Su voluntad de ser feliz es implacable.

En las películas de Lloyd lo positivo es mucho más que un happy end. La felicidad abarca todo el recorrido, desborda en cada fotograma. Mientras vivimos en cualquiera de sus cintas, nos refugiamos en su edén de golpes y persecuciones –un tipo le da a otro un buen porrazo, lo noquea, lo reanima con agua, lo vuelve a noquear… y así hasta el infinito.

El hombre de las gafas circulares detiene el paso de las horas; nos devuelve al paraíso de la infancia. Por eso adoro a Harold Lloyd.
Servadac
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