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Voto de Servadac:
8
6,4
3.728
Drama. Romance. Intriga
Dos poetas ingleses, Mary Shelley y Lord Byron, se ven obligados a huir de Inglaterra. Durante el viaje, Mary recuerda cómo conoció en casa de su padre adoptivo al joven y apasionado poeta Shelley, cómo lo amó y cómo se fugó con él. También evoca una cita con Byron en Suiza. Pero, sobre todo, rememora una noche de noviembre de 1816 durante la cual, mientras sus amigos contaban historias de terror, ella daba a luz al legendario monstruo ... [+]
21 de enero de 2013
40 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Esta película acontece como un sueño y está, por tanto, sujeta a la interpretación de quien la sueñe.” (Gonzalo Suárez)
La primera secuencia nos presenta a Mary Shelley y su creación (Frankenstein) en un entorno helado, de luz lechosa, como suspendido en el espacio y en el tiempo. Es fácil intuir que, al igual que en la narración de Arthur Gordon Pym, el desierto polar es el final de un largo recorrido. A partir de ahí, en flashback, comienzan los recuerdos del pasado, la historia de Mary y su criatura.
La primera secuencia nos presenta a Mary Shelley y su creación (Frankenstein) en un entorno helado, de luz lechosa, como suspendido en el espacio y en el tiempo. Es fácil intuir que, al igual que en la narración de Arthur Gordon Pym, el desierto polar es el final de un largo recorrido. A partir de ahí, en flashback, comienzan los recuerdos del pasado, la historia de Mary y su criatura.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Cronológicamente, la primera aparición de Frankenstein se produce cuando su rostro se superpone, en el cristal de la ventana, al rostro de su creadora: esa escena es más un parto que un desdoblamiento. Pero la secuencia clave está más adelante, cuando, por vez primera, alguien comparte plano (y encuadre) con la Criatura. Se trata de William, el hijo de Mary y Percy Bysshe Shelley. El chico y la Criatura se sitúan frente al agua, símbolo de muerte. Emociona ver que en ese plano coexisten los dos hijos de la novelista: niño y obra. Y sólo uno ha de sobrevivir. Nadie, salvo William, compartirá en la cinta plano con el monstruo.
Mary comprende que ser madre es dar a luz a un ser perecedero; no desea, por tanto, volver a concebir. Entiende que el amor de pareja tampoco es inmortal, ni alcanza una perfecta comunión. Tal vez exista otro camino: en la obra de arte, el ser humano sí podría trascender. “Contra las leyes de la naturaleza, di la vida a esa criatura aborrecible. No es más que el fruto de mi orgullo y arrogancia.”, le dice Mary a Byron junto al mar. Byron le contesta que si ha sido capaz de anticipar los hechos del futuro, ha de tener el valor para afrontarlos. Un barrido brutal rompe el espacio-tiempo narrativo. Golpea, sin odio ni piedad. Con ese movimiento de la cámara, Gonzalo Suárez muestra lo invisible, la mano ciega que gobierna la ficción.
El hombre es un barquito de papel en manos del destino. Una serpiente de consciencia que busca su rincón de eternidad. Al fin, Mary ha de aceptar que, en el autor, la obra tampoco es perdurable. Igual que residimos, más allá de la muerte, en el recuerdo de aquellos que nos conocieron, la obra existe en el que la recrea.
«Vi al ser a quien yo había arrojado entre los humanos, dotado de la voluntad y de la fuerza necesarias para perpetrar horrendos crímenes (…), como si fuera mi propio vampiro, mi propio espíritu surgido de la tumba y obligado a destruir todo lo que me era querido. », se lee en la novela. ¿Qué artista no ha pensado alguna vez en darlo todo por el arte? Y, sin embargo, la obra se le escapa. Con suerte, ocupará un lugar entre los mitos, tendrá su sitio en la memoria de la especie, será llevada al celuloide.
Mientras navegamos con Mary, Byron, Shelley, Claire y Polidori, desafiamos a la adversidad con los gestos, románticos y hermosos, de la vida: una mirada hacia las nieves, un canto en albanés, el óbolo en el ojo del barquero…
Y el monstruo nos contagia su tristeza: “Mary, no remaremos juntos nunca más.”
[Texto publicado en el boletín inaugural del cineclub macguffin]
Mary comprende que ser madre es dar a luz a un ser perecedero; no desea, por tanto, volver a concebir. Entiende que el amor de pareja tampoco es inmortal, ni alcanza una perfecta comunión. Tal vez exista otro camino: en la obra de arte, el ser humano sí podría trascender. “Contra las leyes de la naturaleza, di la vida a esa criatura aborrecible. No es más que el fruto de mi orgullo y arrogancia.”, le dice Mary a Byron junto al mar. Byron le contesta que si ha sido capaz de anticipar los hechos del futuro, ha de tener el valor para afrontarlos. Un barrido brutal rompe el espacio-tiempo narrativo. Golpea, sin odio ni piedad. Con ese movimiento de la cámara, Gonzalo Suárez muestra lo invisible, la mano ciega que gobierna la ficción.
El hombre es un barquito de papel en manos del destino. Una serpiente de consciencia que busca su rincón de eternidad. Al fin, Mary ha de aceptar que, en el autor, la obra tampoco es perdurable. Igual que residimos, más allá de la muerte, en el recuerdo de aquellos que nos conocieron, la obra existe en el que la recrea.
«Vi al ser a quien yo había arrojado entre los humanos, dotado de la voluntad y de la fuerza necesarias para perpetrar horrendos crímenes (…), como si fuera mi propio vampiro, mi propio espíritu surgido de la tumba y obligado a destruir todo lo que me era querido. », se lee en la novela. ¿Qué artista no ha pensado alguna vez en darlo todo por el arte? Y, sin embargo, la obra se le escapa. Con suerte, ocupará un lugar entre los mitos, tendrá su sitio en la memoria de la especie, será llevada al celuloide.
Mientras navegamos con Mary, Byron, Shelley, Claire y Polidori, desafiamos a la adversidad con los gestos, románticos y hermosos, de la vida: una mirada hacia las nieves, un canto en albanés, el óbolo en el ojo del barquero…
Y el monstruo nos contagia su tristeza: “Mary, no remaremos juntos nunca más.”
[Texto publicado en el boletín inaugural del cineclub macguffin]