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España España · Madrid
Voto de Servadac:
7
Drama Precuela de la trilogía "Heimat", que Edgar Reitz realizó para televisión en 1984, 1993 y 2004, en donde sigue la historia de Alemania en el siglo XX a través de un ficticio pueblo alemán. Ambientada en el 1842, sigue a la familia Simon en Hunsrück, que busca escapar de la pobreza y el hambre empezando una nueva vida en Brasil. Johann es el padre y trabaja como herrero, Margaret la madre, Lena la hija mayor que se ha fugado porque ... [+]
23 de junio de 2014
29 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
Heimat, en alemán, significa patria. Edgar Reitz ideó Schabbach, un pueblo imaginario a través del cual pretende relatar, a su manera, la historia reciente del país. El fruto de este esfuerzo colosal es la muy celebrada (pero casi desconocida en nuestras latitudes) trilogía de Heimat, que animo a degustar capítulo a capítulo. Algo menos de una década después de la tercera entrega, Reitz nos brinda una precuela de la serie.

El título, ‘Die Andere Heimat - Chronik einer Sehnsucht’ (Otra Heimat – crónica de una visión) nos habla de ‘otra’ patria. Podríamos pensar que dicha patria es distinta a la Heimat de la trilogía, ya que en esta ocasión se aborda la Alemania en embrión del siglo XIX, y no del XX. Pero yo intuyo una lectura más profunda del adjetivo “otra”, apoyándome en el título completo de la cinta. Y es que la película es la crónica de una visión. Una visión idealizada y realista, por decirlo de algún modo. Historia íntima y emocional; global, simbólica y, por supuesto, subjetiva. Realismo mágico teutón, si se me permite la etiqueta.

El plano histórico es correcto (privilegios o abusos feudales, hambre, emigración a un Brasil más soñado que cierto, revolución –social e industrial–, razón, trabajo, etnografía), pero yo me quedo con el plano personal: la relación entre los dos protagonistas, Jakob y Jettchen, es maravillosa. La concepción de ambos personajes es pura poesía. La primera vez que se encuentran, ella está desnuda; en la primera cita, ella no puede controlar la diarrea que le ha provocado el exceso de mosto. Él, que carece de habilidades sociales, se expresa mágicamente con el idioma de los indios. Su relación es un soplo de aire fresco en el corsé alemán del siglo XIX. Ellos son la espina dorsal de la película.

Nada más empezar la proyección, se advierte un cuidado exquisito (quizás, excesivo) en la puesta en escena, el atrezo, el vestuario, los encuadres, la fotografía… Desde los movimientos de cámara hasta la coreografía de los habitantes de Schabbach, todo está pensado y bien medido. Me costó, inicialmente, acostumbrarme a la verdad de un artefacto tan planificado. No es fácil combinar la pulcritud de lo simbólico con los charcos de barro de la historia.

Abundan los diálogos escritos con mano dorada de guionista. Diálogos del tipo:

- Si pudieras volar, ¿adónde irías?
- Al pueblo de mi infancia.
- ¡Para eso no hace falta volar!
- A mi edad, sí.

También abundan las grandes frases en cursiva. Frases del tipo: “Las religiones han sido inventadas por el diablo para sembrar entre los hombres la discordia.”

En este pueblo de Edgar Reitz, el símbolo y el mito acechan por doquier. La empresa, de entrada, es admirable. Y, aunque el conjunto sea un tanto irregular, el resultado me ha dejado satisfecho. Béla Tarr, y muy especialmente su monumental Sátántangó, es referencia obligada. Por ambición, propuesta estética, intenciones y tono, pese a que en Tarr el humor queda desterrado mientras que en Reitz no es infrecuente. El director húngaro, en mi opinión, aun yendo más despacio, llega más lejos.

Hay quien señala cierta afinidad con el rodar de Terrence Malick. Yo, sinceramente, no veo más que un parecido leve al retratar algún paisaje natural. La obra de Reitz es de otra especie, me atrevería a decir que es de otro continente. Sus puntos en común no pasan de ser superficiales.

A lo largo de la película, rodada en un impecable blanco y negro, el director ofrece varios fragmentos de color: no fotogramas ni secuencias al completo, sólo objetos especiales: una pared, una moneda, la piedra del abuelo (aunque no soy experto en minerales, quiero pensar que se trata de un ágata de Brasil: ¿qué mejor talismán para el viaje con el que sueña Jakob Simon?), la bandera, las flores diminutas en el prado… El goteo de objetos de color no cesa en todo el recorrido de la cinta. Y es una buena metáfora de ella. Puesto que, más allá del plano histórico, de los conflictos religiosos o sociales, de los estragos de la enfermedad, del hambre y de la emigración, de lo esquemáticos e incluso bufos que resultan varios personajes (como el hijo del Conde o el padre de Jakob), de algunas frases quizás fuera de tiempo y de lugar… más allá, digo, de sus posibles defectos, encuentro en la visión de Reitz, destellos de excelente poesía.

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En un momento determinado, la abuela le dice al joven Jakob que tenga cuidado con sus sueños, no vaya a ser que acaben por cumplirse. La frase me inquietó. No en vano Jakob es un soñador empedernido, lleno de encanto e ilusiones literarias y científicas. ¿Qué puede haber de malo en que se realicen los sueños de alguien como él? ¿Qué pretende transmitirnos el octogenario Edgar Reitz con esa línea de guion? Tal vez, mirando atrás, la historia de Alemania sea la respuesta.



[Texto publicado en cinemaadhoc.info]
Servadac
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