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España España · Tegueste
Voto de Raúl:
9
Drama "Mi amigo Ivan Lapshin" muestra la vida cotidiana en los años treinta de una forma jamás abordada en la URSS, sin heroísmo, sin modelos estereotipados, con toda su miseria y su sordidez. La acción es prácticamente nula. Sucede en una ciudad de provincias y el protagonista es un joven oficial de la policía, la Cheka staliniana, que combate a las bandas de delincuentes que actúan en la región. Se muestran privaciones de la vida cotidiana, ... [+]
4 de enero de 2016
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
'Mi amigo Ivan Lapshin' es la representación revolucionaria del fin de una revolución. Un hombre de la Rusia de hoy evoca un periodo de su infancia, en 1930. Nadie dice esta fecha, pero un susurro trae el rumor del suicidio de un poeta, Maiakovski, ocurrido en ese año crucial para la Unión Soviética, pues en él emergió a la luz una tragedia histórica de proporciones ingentes —que sembró la prematura muerte de Lenin en 1924— gestada en las sombras de la revolución exhausta: el fin de la esperanza bolchevique y el comienzo de la tiranía de Stalin. Alguien dice: “En la oscuridad surgió algo más negro que la noche”.

El hombre recompone su niñez en una comuna —“Juntos éramos capaces de hacer todo”— entre cuyos miembros hay uno —Lapshin, jefe de la policía local— en cuyos rasgos coinciden la energía de un genuino revolucionario y la apatía de un carácter gastado por casi dos décadas —la revolución de octubre de 1917 comenzó en 1914, con el estallido de la Gran Guerra— de tensión sin respiro en el colosal esfuerzo de ennoblecer la vida humana: “¡Limpiaremos el mundo! ¡Haremos jardines! ¡Pasearemos por ellos!”.

Esto cantan Ivan Lapshin y sus compañeros, mientras buscan los rastros de una banda de bestiales asesinos, traficantes de carne humana. Era todavía el tiempo en que los hombres de aquel país soñaban que su tarea era hacer un jardín sobre el solar del viejo desierto y, tan intensa era su dedicación, no se dieron cuenta de que sobre ese solar sembraban otro nuevo desierto.

German representa, en su Ivan Lapshin, esta colosal tragedia histórica con tanta economía de medios; con tan complejísima sencillez; y dando rienda suelta a un entramado formal de tal densidad, que no deja ver el laborioso esfuerzo imaginativo que hay tras de él. Y lo hace tan cerca de las zonas inalcanzables donde reside la perfección, que produce en el espectador la sensación —esa que transmiten raros filmes de la plenitud de cineastas de genio— de que asiste a una ficción tan vigorosa como la propia verdad, al milagro de la identidad entre poesía e historia, signo de equilibrio reservado para los monumentos de la serenidad clásica.

De ahí la radicalidad de Ivan Lapshin, una obra en la que su creador pone en funcionamiento los cálidos mecanismos de la nostalgia, para a través de ellos darnos de bruces con los gélidos mecanismos del horror en estado puro: signos de la muerte de la mayor esperanza generada por este siglo, la esperanza de Octubre, depositados en quienes, creyendo construir un jardín, vaciaron sus vidas en la construcción de un infierno y que, por ello, fueron las primeras víctimas de una estafa tan enorme que aún gravita sobre la vida contemporánea.

Es Ivan Lapshin el dibujo simultáneo de una decena de personas. La cámara aísla en sus encuadres a uno o varios personajes, pero el espectador jamás pierde de vista, gracias a la fuerza identificadora que segrega el poderoso estilo de German, a los que no están en el encuadre, de modo que, incluso sin verles, sabe donde están, qué les mueve, qué les paraliza.

La precisión con que German orienta al espectador en las zonas que quedan fuera del campo de la lente, le permiten definir grupos a través de individuos, estados de ánimo plurales a través de singularidades Todo es armonía en esa pluralidad, incluso cuando, en carne viva, de allá brotan las chispas de algo que se le escapa: miradas a la cámara, dilaciones insólitas en la acción, quiebras íntimas —suicidio frustrado del periodista, pulsión castradora de Lapshin, persecución del asesino Soloviov—, agujeros invisibles que conducen a otra acción oculta bajo la evidente; a otra, e incluso otras películas que discurren bajo el misterio de la que contemplamos.

De ahí la vastedad que abre la angostura de Ivan Lapshin, la capacidad referencial que lleva dentro este hermoso y complejo filme —este cronista lo ha visto seis veces y cada nueva contemplación es la primera—, atravesado por un dolor que es de todos, porque hurga en una herida universal, todavía abierta, de la vida en nuestro tiempo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Raúl
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