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Críticas de yayirobe_1
Críticas 3
Críticas ordenadas por utilidad
8
14 de julio de 2020
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace unas horas me compartieron una cita del pintor y teórico del diseño argentino Tomás Maldonado. Hablaba de la pérdida de la comunicación a causa del sacrificio humano por la producción de objetos. Al final del párrafo se esbozaba una crítica al socialismo soviético, cuya comunicación se parecía más al silencio medieval que a un diálogo nuevo, estético, que combinara arte y vida como lección de las vanguardias históricas. Con lo último exagero, pero ha sido motivo de reflexiones personales durante estos días de Covid y después de ver A russian youth (2019), ópera prima del ucraniano Alexander Zolotukhin.

La película vuelve a la Primera Guerra Mundial. Es protagonizada por un joven llamado Alexei (Vladimir Korolev) quien se alista al ejército y quiere solo matar alemanes, o quizá solo busca un lugar en el mundo, como todo adolescente capaz de los mayores delirios: escribir poesía, emborracharse, consumir drogas, mochilear, ser DJ. En vez de portar un fusil, lleva colgado un acordeón. En una batalla, debido al gas mostaza, pierde la vista. Esta peripecia es acompañada por una orquesta de San Petersburgo que, cien años después de la guerra, ensaya un par de piezas de Sergei Rachmaninoff, las Danzas sinfónicas y el Concierto de piano No. 3.

Alexei, luego de quedar ciego, queda a cargo de un dispositivo de localización acústica. El director de A russian youth cuenta que estos radares se utilizaron con el objetivo de encontrar nuevas formas de luchar contra la aviación. Estos aparatos, durante la Primera Guerra, permitían oír aviones enemigos cuando se acercaban a los campamentos de defensa. Las imágenes, entonces, de la película penetran en la tradición rusa, en personajes característicos de un periodo crítico y se mezclan –a la manera de un collage visual y sonoro– con la interpretación de Rachmaninoff, compuestas en las vísperas de la Primera Guerra. Al final, lo único que espera a Alexei es la muerte.

En la guerra –como hoy sin permisos para salir de casa– hay belleza. Y la hay en el proceso creativo de la película: corrección de color, recuerdos de épocas pasadas, imágenes ruidosas. Pero también, al igual que en cada guerra, hay horror y atrocidades en nuestros días: imágenes de cuerpos sin vida en la calle, muertos de Covid en Rio de Janeiro, goteras de hospitales a causa de la lluvia en una época de sequía, inmigrantes que venden confort e higiene a la salida de supermercados y metros.

Otra lección de las vanguardias históricas es nuestro esnobismo. Nuestra generación, la veinteañera y treintona, ensimismada en las redes sociales, actúa como la DJ Velja (Alina Nasibulina), la protagonista de Crystal Swan (2018). Esta película bielorrusa aborda el sueño americano de los jóvenes de Europa del Este, sus ansias por triunfar en países capitalistas y desarrollados, donde la cultura tiene precio y la juventud se gesta en escenas alternativas. Sin embargo, nacidos en el Tercer Mundo, en un país chico, parecido incluso en costumbres a Bielorrusia, poco y nada podríamos hacer en Chicago, Nueva York, o en las ciudades económicamente triunfadoras de Europa, como Hamburgo o Londres. Allí solo cabemos por nuestra indigencia.

El problema es nuestro delirio. Ante el desempleo y nuestras ansias de triunfo esnob, deseamos, como la hermosa Velja, el visado hacia los centros del mundo. Ella llega a inventar que es la dueña de un taller de costura de un pueblo imposible de pronunciar y escribir. En Chile fantaseamos con nuestras identidades expuestas en las redes sociales y nos olvidamos que el Estado de Sitio es permanente, incluso en las ficciones de la interfaz. Cualquier intento por salir resultará en fracaso.
yayirobe_1
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8
22 de noviembre de 2020
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Si el proyecto poético de Carreño indaga materialmente en desarmadurías, atracos, la jerga y el ritmo del habla, entonces en la experiencia visual y fílmica se desarrolla una exploración documental que digiere una lectura propia del territorio de La Pintana. Junto a Cristóbal Donoso, hicieron el documental Santo Tomás, entre la iglesia y los pacos que narra y sitúa a la población. Como se señala en la sinopsis, esta zona “chorrea ferias, pacos, fuegos, evangélicos, piedras”. Ya en la primera secuencia, en primer plano, vemos a tres niños que se dedican a cuidar autos los días de feria. El sonido es prístino, hay que poner atención a la transcripción literal de diálogos (Juan Carreño, incluso, trancribió los diálogos de El pejesapo) y a la visualidad sobreexpuesta que se propone.

“Mi mamá eh mi papá y mi mamá, él ella ha luchao por nosotroh ahora porque él noh dejó botao de desde de chico y de ahí quedamoh soloh po”, narra uno de los protagonistas, un niño de pelo colorín y vestido con chaleco de polar, en un contrapicado que hace ver la punta de una iglesia evangélica a medio construir. La siguiente escena es un primer plano de su rostro y, al fondo, se distingue la avenida donde se instala la feria, en Santo Tomás con Avenida La Serena. Los niños –relatan– reciben y acumulan monedas por cuidar autos. Esta imagen quizá recuerde al libro Potlatch del poeta argentino Arturo Carrera, por la reflexión metonímica y testimonial que hay en torno al dinero, pero termina siendo más cruda: primero, por la misma índole del registro; segundo, debido a que ya nada es juego, sino límite y cruce de la infancia.

Las subjetividades deambulan a medida que la cámara reitera esa posición. La constancia del paseo y de la caminata hacen del registro una escucha. Los niños, irónicos, con un gesto de rezo, se acercan a una de las esquinas de avenida Santo Tomás, donde concurren evangélicos a profetizar el apocalipsis. El sonido metálico de la voz de la mujer, a través del megáfono, ofrece ritmo de lectura poética; sin embargo, estamos en La Pintana, los labios de la pastora emiten un juicio hiperbólico sobre el mundo:

Quiero decirte que cuando Jesús murió en la cruz, dejó los caminos trazados para la humanidad, uno de salvación y vida eterna y uno de condenación perpetua […] Hay un camino que te conduce a un lugar horrendo y espantoso. Muchos tienen miedo de mencionar ese lugar, un lugar que es de fuego y azufre […] Porque tú no estás preparado, ni tu pequeño ni tu niño, para lo que ha de venir, que vendrá algo tan grande sobre la faz de la tierra, juicio tras juicio. Cuando el Señor levante su iglesia, vendrá un terremoto mundial, un terremoto jamás vivido en la tierra, que será más o menos de grado 50, que partirá la cuarta parte de la tierra.

La inmersión de los evangélicos es una constante futura en la obra de Carreño. En una entrevista, publicada hace poco en The Clinic y hecha por el filósofo Daniel Hopenhayn, Carreño comenta que los enemigos de la población Santo Tomás son, además de los narcos, los evangélicos:

Y lo reafirmo. Sobre todo los evangélicos. Me causa profundo resquemor lo que están haciendo en las poblas. Esto lo venía gritando hace rato, “ojo con los evangélicos, vienen agarrando fuerza, se van a organizar estos culiaos”. Cacha Brasil, ya salió Bolsonaro. Si lo peor de los evangélicos es que van a votar, porque están acostumbrados a levantarse temprano los domingos. Y van a votar por quien diga el pastor.

A esto agrega que “hay más iglesias que botillerías” en su población. Que los haya grabado y hecho material del documental reafirma otro interés de Carreño, poético en todo caso como vimos en Compro Fierro y Oxicorte, pero que vale comentar. El poeta, actualmente, se encuentra en un proyecto de reescritura de la Biblia, sumado a que en su último libro publicado, Paramar, comienza con una cita a Apollinaire “Cristos inferiores de oscuras venganzas¨ y el primer texto es una reescritura del Apocalipsis de San Juan, mezclado –épicamente– con Dragon Ball, tagadás, drones, los veraneos en la zona central. Quienes firman como realizadores no intervienen ni preguntan. Los niños, en la práctica, guían el documental, son operadores de imágenes, se involucran en la materialidad de una obra viva que los hace parte de su transcurso comunicativo, tanto que en una de las secuencias finales ellos irrumpen, toman la cámara. Como un coro, sin inmutarse por la cercanía de la máquina, señalan: “alo, alo, ahora vamoh a ir a grabar a lo carabineroh a preguntarleh qué pasa loh once de septiembre”. Los travellings y paneos son a pulso de pie, las imágenes se tornan escurridizas y el montaje trata de dejar poco espacio para la edición. Cuando llegan a la comisaría, hay una mujer que relata los abusos que sufre por parte de los dirigentes de la feria y, luego, los niños entrevistan al carabinero. La bandada maneja el registro y tiene rostro de infantes, de fierros, de desarmadurías, almacenes enrrejados y sabor a marraqueta con chancho. Los encuadres, además, reflejan dispersión y, cuando se incrustan en la noche, dejan avanzar algo que ya Juan Carreño había expuesto como material en Compro Fierro. Cobra más energía y cuerpo el texto que escribió para ese conjunto, “Poema escrito por más de cien jóvenes la noche del 11 de septiembre del 2005 en avenida Santo Tomás con La Serena, La Pintana”.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
yayirobe_1
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6
14 de julio de 2020
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Hace unas horas me compartieron una cita del pintor y teórico del diseño argentino Tomás Maldonado. Hablaba de la pérdida de la comunicación a causa del sacrificio humano por la producción de objetos. Al final del párrafo se esbozaba una crítica al socialismo soviético, cuya comunicación se parecía más al silencio medieval que a un diálogo nuevo, estético, que combinara arte y vida como lección de las vanguardias históricas. Con lo último exagero, pero ha sido motivo de reflexiones personales durante estos días de Covid y después de ver A russian youth (2019), ópera prima del ucraniano Alexander Zolotukhin.

La película vuelve a la Primera Guerra Mundial. Es protagonizada por un joven llamado Alexei (Vladimir Korolev) quien se alista al ejército y quiere solo matar alemanes, o quizá solo busca un lugar en el mundo, como todo adolescente capaz de los mayores delirios: escribir poesía, emborracharse, consumir drogas, mochilear, ser DJ. En vez de portar un fusil, lleva colgado un acordeón. En una batalla, debido al gas mostaza, pierde la vista. Esta peripecia es acompañada por una orquesta de San Petersburgo que, cien años después de la guerra, ensaya un par de piezas de Sergei Rachmaninoff, las Danzas sinfónicas y el Concierto de piano No. 3.

Alexei, luego de quedar ciego, queda a cargo de un dispositivo de localización acústica. El director de A russian youth cuenta que estos radares se utilizaron con el objetivo de encontrar nuevas formas de luchar contra la aviación. Estos aparatos, durante la Primera Guerra, permitían oír aviones enemigos cuando se acercaban a los campamentos de defensa. Las imágenes, entonces, de la película penetran en la tradición rusa, en personajes característicos de un periodo crítico y se mezclan –a la manera de un collage visual y sonoro– con la interpretación de Rachmaninoff, compuestas en las vísperas de la Primera Guerra. Al final, lo único que espera a Alexei es la muerte.

En la guerra –como hoy sin permisos para salir de casa– hay belleza. Y la hay en el proceso creativo de la película: corrección de color, recuerdos de épocas pasadas, imágenes ruidosas. Pero también, al igual que en cada guerra, hay horror y atrocidades en nuestros días: imágenes de cuerpos sin vida en la calle, muertos de Covid en Rio de Janeiro, goteras de hospitales a causa de la lluvia en una época de sequía, inmigrantes que venden confort e higiene a la salida de supermercados y metros.

Otra lección de las vanguardias históricas es nuestro esnobismo. Nuestra generación, la veinteañera y treintona, ensimismada en las redes sociales, actúa como la DJ Velja (Alina Nasibulina), la protagonista de Crystal Swan (2018). Esta película bielorrusa aborda el sueño americano de los jóvenes de Europa del Este, sus ansias por triunfar en países capitalistas y desarrollados, donde la cultura tiene precio y la juventud se gesta en escenas alternativas. Sin embargo, nacidos en el Tercer Mundo, en un país chico, parecido incluso en costumbres a Bielorrusia, poco y nada podríamos hacer en Chicago, Nueva York, o en las ciudades económicamente triunfadoras de Europa, como Hamburgo o Londres. Allí solo cabemos por nuestra indigencia.

El problema es nuestro delirio. Ante el desempleo y nuestras ansias de triunfo esnob, deseamos, como la hermosa Velja, el visado hacia los centros del mundo. Ella llega a inventar que es la dueña de un taller de costura de un pueblo imposible de pronunciar y escribir. En Chile fantaseamos con nuestras identidades expuestas en las redes sociales y nos olvidamos que el Estado de Sitio es permanente, incluso en las ficciones de la interfaz. Cualquier intento por salir resultará en fracaso.
yayirobe_1
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