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España España · Fuenlabrada
Críticas de PaloDePacotilla
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Críticas 9
Críticas ordenadas por utilidad
7
5 de abril de 2013
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Chile, la alegría ya viene. Al amparo de este jingle publicitario, la oposición de este país ganó el plebiscito que Augusto Pinochet se vio obligado a convocar en 1988 debido a las presiones internacionales para que el pueblo decidiera sobre la continuación de su régimen. En No, último filme del director chileno Pablo Larraín nominado al Óscar a mejor película extranjera, Gael García Bernal interpreta a René Saavedra, personaje ficticio inspirado en Eugenio García, el verdadero creador de la campaña del No que derrocó al dictador (Pinochet perdió con el 55 por ciento de votos en contra) gracias a una campaña basada en transmitir positividad, alegría, en lugar de apelar a los crímenes de la dictadura como razón para el no.

Y es que ese es el debate que plantea No, una discusión manida pero siempre candente sobre si el fin justifica o no los medios. Que el anuncio que había de llamar a la democracia y la liberación se parezca, más que a un ejemplo de participación y responsabilidad ciudadana, a un anuncio de Coca-cola, con modelos que nada tienen que ver con el físico del chileno medio y que representan una serie de imágenes idílicas más cercanas al American dream que a la sociedad real chilena, puede parecernos más o menos legítimo. Lo que está claro es que con esta suerte de apelación a un futuro mejor, en la que los abusos, la miseria o la violencia pasada están incluidos en la letra de la canción pero no puestos en imágenes, el principal objetivo de la campaña se logró: librar del miedo y el temor al pueblo a la hora de votar, aun cuando la propia oposición dudaba de las posibilidades de un referéndum convocado por el poder. Se dice que el éxito se debe a que se dejó de lado el panfleto político y se sustituyó por imágenes más agradables. Debemos pues preguntarnos si lo que hace a esta película tan interesante es el hecho de que suponga un acercamiento a los orígenes del populismo político que afecta a nuestras sociedades actualmente.

Sea como fuere, la decisión del publicista René debería llevarnos a pensar sobre el poder del audiovisual y su fuerza para evocar sensaciones y sentimientos, a veces no deseados, como en el caso de las imágenes de violencia para el anuncio del No, pero otras sí. Es el caso de la película propiamente dicha. En ella, no solo aparecen imágenes de archivo que ayudan a recrear el Chile de finales de los 80, sino que para el rodaje se decidió usar cámaras analógicas de la época para conseguir el formato en el que se grababa entonces. De este modo unas imágenes y otras se mezclan con naturalidad evocando aquel momento como si de un documental se tratase. Este hecho, junto con el formato casi cuadrado de 4:3 y algunas técnicas cercanas al reporterismo como la cámara al hombro, zooms o rostros velados por la luz del sol, contribuyen a que en No los límites entre ficción y realidad histórica se difuminen, eso sí, a favor de un relato ciertamente honesto con lo que ocurrió aquel octubre de 1988.

Paloma González para Crazyminds
PaloDePacotilla
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8
13 de noviembre de 2013
16 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que no os confunda el título, porque estos perros errantes en realidad no van a ningún lado sino que se encuentran suspendidos en el tiempo y alienados en el espacio urbano de Taipei por el que vagabundean. Así es como Tsai MIng - liang nos presenta a la familia desestructurada de este desolador drama y sobrecogedor relato cinematográfico. Si en mi anterior crítica sobre el Festival de Cine Europeo de Sevilla reprochaba a Grand Central no aportar nada nuevo en su estilo Dardenne, Stray dogs, último trabajo del director de cine malayo, es, por el contrario, lo opuesto a todo el cine convencional occidental al que estamos acostumbrados.

No habiendo visto nunca antes nada de Tsai MIng-Liang, no tenía ni idea de a lo que me enfrentaba más allá de un cierto ritmo oriental - lento - que presuponía tomaría la narración. Así, carente de música extradiegética, repleta de largos planos secuencia - denominados así porque no existe ningún corte de montaje, pero no porque ocurran demasiadas cosas dentro del cuadro - y con una estética poco realista en algunas partes como la desarrollada en el hogar de la familia antes de que la madre lo abandonase - la ambientación tan terrorífica de la casa, repleta de grietas en las paredes, es motivo de una de las escenas más trágicas del filme, en la que la madre le explica a su hija por qué los surcos de las paredes son como lágrimas - Stray dogs ha sido presentada por la crítica como el filme más logrado de Ming-liang, así como el que presenta todos los rasgos característicos de su cine.

A este desconcierto provocado en el espectador por los saltos temporales y espaciales sin contextualización alguna hay que añadir la aflicción causada por la demoledora interpretación de Lee Kang-sheen y la tristeza casi delirante que irradia en el papel de padre. A él es a quien vemos desmoronarse moralmente, en una revisión terriblemente emotiva del cantando bajo la lluvia; comer como un autómata de mirada perdida durante el descanso del trabajo o devorar histéricamente una col tras haberla intentado asfixiar, quizá pensando que era su mujer. Y en contraposición al padre, MIng-liang nos ofrece imágenes de esos hijos que deambulan solos por los supermercados o por los desérticos paisajes - que salpican el metraje sin que sepamos situarlos antes o después en la historia, pero dando de algún modo respiro a esta tragedia - entre juegos y risas, incluso dentro de esa terrorífica casa en la que son capaces de conciliar el sueño. De hecho, es probable que las únicas voces que el espectador recuerde al salir de la sala sean las de los pequeños ya que sin lugar a dudas son ellos los únicos retazos de esperanza y de acción que quedan en esta cinta.

Y es que si hay un mensaje que MIng-liang parece querer transmitir es que el retorno del hombre a la naturaleza es la única escapatoria - al menos así parece poder interpretarse de esa pintura bucólica a la que los protagonistas se quedan mirando en la escena final del filme- de ese mundo capitalista que queda tan bien reflejado por esos "hombres anuncio" soportando las envestidas del viento. La autenticidad del filme radica en que, a diferencia de lo que hubiese hecho Malick por ejemplo, Ming-liang sitúa la cámara quieta delante de instantes de desesperación, dando como resultado una mirada dolorosa, exasperantemente detenida que arrincona a los personajes en medio de la ciudad contra el asfalto y el tráfico o les observa dentro de esa casa que se cierne sobre ellos como un fatal destino, antes de dejarlos respirar en esos rincones naturales, casi divinos que tanto gustan al texano. Eso sí, la cámara de Ming-liang se mantiene tan lejana la mayor parte del tiempo que sabemos que los personajes sufren, pero a veces ni siquiera sabremos quiénes son, como ocurre especialmente con los tres personajes femeninos. De hecho, no es baladí que el director haya dicho que las tres mujeres podrían tratarse de un único personaje. En realidad, no es de extrañar, porque ni siquiera sabremos cómo acaba esta historia, aunque bien pensado, tampoco supimos en ningún momento cómo y dónde empezaba. De lo único que podemos estar seguros cuando salimos de la sala es que la crudeza de la historia ha hecho mella en la crudeza fílmica con la que está planteado el filme. Que podamos aguantarlo o no es ya otra cuestión ajena a dicho planteamiento.

Paloma González para Crazyminds.com
PaloDePacotilla
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5
12 de noviembre de 2013
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Grand Central, segunda película de la realizadora francesa Rebecca Zlotowski (Belle epine, 2010) que compitió en la sección "Una cierta mirada" del pasado Festival de Cannes, no es más que eso: un filme con pretensiones de tragedia amorosa y compromiso social con una realidad de rabiosa actualidad como el debate nuclear, que por intentar abarcar los dos terrenos en 94 minutos de metraje se queda a medio camino, convirtiendo la cinta en un despropósito en la que, por cierto, Seydoux se come, sensual y dramáticamente hablando, a Rahim en pantalla.

Y es que la comparación establecida entre los efectos que provocan el amor y la contaminación, si bien se trata de un buen planteamiento que podría haber dado forma al filme, no se resuelve de manera adecuada, entre otras cosas porque no existe química entre Léa Seydoux, ahora mundialmente conocida por su papel en la ganadora de la Palma de Oro La vida de Adele, y Tahar Rahim, de moda en el país vecino tras sus interpretaciones en Un profeta y Perder la razón, más allá de la creada por algunos de los únicos planos más brillantes del filme, como ese en que la cámara enfoca el roce entre los cuerpos de los protagonistas sentados en el asiento trasero del coche. Una puesta en escena coherente con este planteamiento habría creado más lazos visuales entre las pieles, las que se descubren por accidente en la central nuclear ante el peligro de radiación y las que se desnudan por atracción entre el follaje ante las consecuencias de un romance prohibido.

Pero si hay algo que no me convence es que Grand Central es otra de esas películas con un acercamiento tímido a la realidad en que se enmarca. La propia directora ha afirmado que no pretendía pronunciarse en contra o a favor de la energía nuclear. De hecho, las escenas más dramáticas en relación a la Grand Central tienen que ver con los personajes secundarios, esa mujer que se ve obligada a raparse por haber dado positivo en el rastreo radiológico o ese hombre que de espaldas muestra el desgaste que el trabajo en la central provoca en sus empleados. Así, realizadores como Zlotowski terminan dando forma al nuevo modelo de cine institucional francés, similar al que asentaron en España realizadores como Archero Mañas con El Bola, Fernando León con Barrio, Icíar Bollaín con Flores de otro mundo o Benito Zambrano con Solas, que retrataron historias personales con la problemática del mundo como telón de fondo, aunque esta nunca fuese la auténtica protagonista de sus filmes.

El problema es que no basta con plantear temáticas inspiradas en problemas sociales y en naturalizar el decorado de las ficciones, sino que la preocupación por lo real debería convertirse en una auténtica cuestión estilística como ocurría con Un episodio en la vida de un chatarrero, proyectada también en el Festival de Cine Europeo de Sevilla y de la que publicábamos el otro día una crítica tras un encuentro con su director Danis Tanovic. No obstante, al menos está claro que el cine europeo viene viendo con recelo el sustento energético de sus países: no solo aparecen imágenes de centrales nucleares en Grand Central, sino que también las hemos podido ver en Un episodio en la vida de un chatarrero o Circles, afeando el paisaje tras la guerra en Bosnia o Serbia respectivamente, o en The selfish giant - ahí las clásicas chimeneas aparecen hasta en el cartel del filme - , cerniéndose en todas ellas sobre los personajes como el gran debate de nuestro futuro más próximo.

Paloma González para Crazyminds
PaloDePacotilla
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6
27 de febrero de 2013
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
"La duda es útil, mantiene la fe viva". La vida de Pi, lo último del versátil Ang Lee, director de películas como Sentido y Sensibilidad, Tigre y Dragón y ganador del Óscar a mejor director por Brokeback Mountain, gira en torno a esa premisa por la que creer en lo imposible para afrentar las adversidades se convierte en algo más admirable que no hacerlo. La adaptación al cine de la novela de Yann Martel narra la historia de un joven indio llamado Pi, un chico poco corriente preocupado por la búsqueda de Dios que profesa el hinduismo pero también el cristianismo y el Islam. Pi será el único superviviente del naufragio que sufre el barco en el que él y su familia y todos los animales del zoo del que ésta era propietaria, viajaban rumbo a Canadá. Durante 227 días Pi tendrá que sobrevivir en alta mar dentro de un pequeño bote compartido con un tigre de bengala como compañero de abordo. Nadie creerá el relato de Pi cuando este por fin encuentre tierra firme.

Es ahí donde empieza el cuento sobre cómo el hombre se enfrenta a la realidad que le rodea, aquella que no entiende o que le apesadumbra. Lo nuevo de Ang Lee es un relato reconocedor del oscurantismo de las religiones como fantasías explicativas del cosmos pero también de lo necesarias que éstas historias son para el espíritu. Paisajes surrealistas, colores exuberantes y animales insólitos, todos ellos cargados de simbolismo, requieren de una suspensión de la incredulidad que permita acercarse al periplo de Pi y en definitiva, disfrutar de la película. Son esos elementos, tendentes a lo kitsch – si bien se amparan en cierta estética hindú– los que generan esa duda de la que habla el Pi ya adulto y con la que comenzaba esta reseña: lo que vemos podría ser real o fruto de la desbordante imaginación del protagonista pero es esa duda precisamente la que mantiene la atención del espectador alerta, consciente de las necesidades de la fantasía.

Se ha hablado de delirio tecnológico y estético, pero La vida de Pi no hace sino valerse de los nuevos recursos cinematográficos para plasmar una hermosa fábula de superación. Al fin y al cabo, entre sus muchas vertientes, el cine ha sido una herramienta para hacer de las historias más insignificantes un relato de gran impacto, ya sea a través de la puesta en escena, el guión o como en este caso la digitalización. La vida de Pi podría ser así un alegato a favor del cine menos realista recordándonos que hay otras maneras de explicar el mundo, uno en el cual los malos no lo son tanto porque entendemos que no pueden eludir su instinto animal y en el que las víctimas sin rostro humano nos duelen menos. Puede que esta opción sea un tanto ingenua pero tal y como le pregunta el Pi adulto al joven canadiense dispuesto a escribir sobre su vida, “¿qué historia prefieres?”.

Paloma González para Crazyminds
PaloDePacotilla
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5
3 de noviembre de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El director Richard Curtis, creador de las inolvidables Cuatro bodas y un funeral (1994), Notting Hill (1999) y Love Actually (2003), regresa con Una cuestión de tiempo (About time). La historia comienza cuando el joven Tim Lake (Domhnall Gleeson) es informado por su padre (Bill Nighy) de que, al igual que el resto de varones de su familia, puede viajar hacia atrás en el tiempo y cambiar el pasado. Tim decide utilizar su poder para encontrar el amor y ayudar a sus seres queridos, aunque todo se complica cuando conoce a la mujer de sus sueños, Mary (Rachel McAdams). Obsesionado por mejorar todas y cada una de sus acciones, Tim acabará descubriendo el encanto que reside en los errores que cometemos y en los imprevistos del día a día.

Son numerosos en la historia del cine los filmes que han recurrido a un elemento tan propio de la ciencia ficción como los viajes en el tiempo para terminar reflexionando sobre por qué cada día de nuestra vida, incluso el más desafortunado, es único. Si el protagonista de Atrapado en el tiempo (1993) era "obligado" a vivir una y otra vez el mismo Día de la marmota hasta poder apreciarlo, el personaje principal de Una cuestión de tiempo repetirá por voluntad propia algunos de los días de su "cotidiana y ordinaria" vida tan solo para disfrutar de esos pequeños detalles que demuestran que vivir es bello pero que desgraciadamente siempre pasamos por alto. Y debemos ser la especie más cabezona del universo, ya que si no se seguirían haciendo estas películas para recordárnoslo una y otra vez.

Lo último de Curtis nos ofrece un casting acertado – nada mejor que la entrañable pareja que hacen Gleeson y McAdams para encarnar esa emoción frente a la vida que el autor quiso transmitir– pero el guión no aporta nada fresco a esta especie de subgénero que suponen las comedias con tintes de cine fantástico. De hecho, es una lástima que el director haya decidido retirarse de la dirección justo después de realizar esta cinta, ya que a diferencia de las anteriores, a las que no les hacía falta ninguna premisa sobrenatural como desencadenante de la acción, no dejará huella en el imaginario romántico colectivo – y hasta navideño en el caso de Love actually – que tanto tenía que deber a los guiones de Curtis o a alguno de sus actores fetiche como Hugh Grant.

Obviamente, tampoco se le puede exigir una lógica al funcionamiento de los viajes. Uno de los momentos más incómodos del filme es cuando Bill Nighy – que, por cierto, me sigue encajando en cualquier papel menos en el de padre de familia y lector acérrimo de Dickens – explica a su hijo una de las reglas sobre los regresos al pasado, resultando así imposible seguir con nuestra suspensión de la incredulidad que como espectadores hemos activado desde que nos metimos en la sala de cine. La película desde luego acierta más si no entra a detallar la mecánica de esos viajes y se centra en el que según el realizador británico es el objetivo de todas sus cintas: hablar sobre "la gente que se enamora y quiere a sus familias". Por supuesto, lo que se le critica siempre a dicha encomiable tarea es que la historia real de esa gente se ve tan edulcorada en pantalla que esas familias dejan de ser reales. No obstante, podemos pensar que ello no deja de tener valor, en concreto, el de la sonrisa con la que saldrán de la sala y la nueva convicción de que se casarían con un pelirrojo, a pesar de su pigmentación capilar, tan adorable como el de la película. Al fin y al cabo, también a todos nos apetece de vez en cuando una amable película con la que pasar la tarde del domingo.

Paloma González para Crazyminds
PaloDePacotilla
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