Una de las más amargas historias sobre la inutilidad de la vida, las relaciones y el amor. El diálogo de Miller llega a cúspides históricas en el cine. La escena con los caballos (una de las más crueles del cine), pertenece a la antología de la fatalidad, el destino y el fracaso. Es el trío final del celuloide, la desesperanza.

Se trata de una adaptación justa, adecuada, perfecta. Los parlamentos exactos parecen escapar de la novela de Nabokov y dar vida a una narración que surge al minuto exacto, cuando la historia parece emerger sola, sin compañía interior. La cámara lenta, las difuminaciones, los trucos se trazan en los momentos precisos (recuerdo a un Irons que ingresa vestido, en el mismo acto abre la puerta, y sale en pijamas del baño). La historia discurre lenta y precisa, sin dosis de exceso o exhibicionismo. El dolor, para quienes han sentido ese tipo de dolor, es expreso, casi físico, una sensación insoportable que desprende la cinta.

Se trata de una versión, y siempre ha existido una controversia con las versiones: si se hacen muy "libres" los palos van porque se ha transgredido demasiado, si es demasiado "fiel", pues otro tanto. Pues bien: esta cinta es el punto exacto, ni mucho ni poco pero a pedir de boca. El tratamiento del color y la adaptación al tiempo parecen desprendidos paso a paso de las páginas de Nabokov. Otra cuestión, muy particular: muy superior a la inefable versión del "maestro" Kubrick. Ni punto de comparación. Las supuestas "libertades" de Kubrick no lograron más que una versión inusual, nada lograda. Este Adrian Lyne, director que me ha parecido siempre alguien digno de ver y apreciar, ha logrado dar con una de las mejores adaptaciones de obra literaria alguna. Una película fascinante, audaz, dolorosa.

Algo respira bajo la piel de la piel. El ojo escarba, limpia con cuidado la pátina acumulada. El ojo actúa con inocencia e infinita gracia. Tanta, que desde el inicio conocemos el quid de la trama. La gloria bajo la piel, Gloria Swanson, se ha vuelto locura. Este desquicio tan fino, tan dulce, es un vaciado de cera en un museo de sombras. El intruso, como una cámara de cine entrometida, revuelve la insólita paz de las cosas viejas y perfectas. Los fantasmas juegas al bridge. Los fantasmas interpretan el tango. Los fantasmas toman el sol en compañía de Cecil Bount de Mille. El ojo plasma con registro sereno. La pasión histriónica impregna la retina. El ojo es el ojo.

Scorsese vuelve por sus fueros con una concepción del cine que engulle a Brian de Palma (léase Los intocables) y a L.A. Confidential, por ejemplo. Es un seso extremadamente poroso del que hay que tener cuidado porque todo lo asimila.

Nicholson, deplorable como mafioso. El mafioso tiene una característica en el cine que lo identifica: ser despiadado. De este elemento parte su gracia, sus valores, su arrepentimiento, su locura. Y no al revés, como parece desear Nicholson para construir su mafioso. Sus guiños excesivos y su histrionismo desequilibran la cinta.

A fin de cuentas parece que Scorsese vuelve a por el Oscar. ¿Pero por qué tantos errores?

Totalmente americana, en la tradición del mejor cine y literatura americanos. Hasta los huecos en la remera de Morgan Freeman son americanos. O la fuente de soda en que Hilary Swank renuncia al éxito en favor de la amistad y la fidelidad. En lo interior pensaba que el diálogo en las películas americanas había muerto. MDB demuestra lo contrario: de la mano de Hemingway, de Cain, de Salinger, cada parlamento está bañado de indescriptible belleza y lucha. Colores impecables, ambientes curados, una trama de muy buena factura que jamás flaquea, que nunca se prevé. Hilary mueve a cualquier hombre a hacer por ella lo que hace el maestro Eastwood: a enseñarle, colocarle una mano en la cabeza y un beso en la frente. Pero es él, este viejo autor americano, quien nos abofetea con una historia tan hermosa como el dolor. Este apergaminado Clint Eastwood, un fracasado padre en busca de su hija que solo encuentra la bruma de la noche. Enorme.