Aragüés serpentea en el camino voluntarioso de ofrecernos un entretenimiento sin pretensiones. Y lo hace con mucha tenacidad.
Para ello, divide su historia en dos partes claramente diferenciadas: una primera, de corte erótico en el que se toma su tiempo para presentar a un trío cuyos lances sexuales son filmados sin prejuicios. A pesar de la morosidad, consigue conferir cierta entidad a sus vértices.
La segunda parte apuesta sin ambages por el terror, en una amena mezcla de slasher y acción trepidante, y en la que sobresalen las frescas interpretaciones de William Miller e Irene Ferrándiz. Esta última está espléndida en el tramo final del desenlace, que además propone algunas situaciones dramáticas originales y muy eficaces visualmente, telúricas y sacando un buen partido del entorno agrícola.
Es cierto que el guion es muy mejorable (también pecan de ello muchas otras obras del estilo y rodadas con muchísimos más medios). También que la interpretación conjunta resulta pobre. Pero no lo es menos que la atmósfera del filme rezuma entusiasmo por parte de todo el equipo.

Obra desconcertante pero no tanto por lo que parece querer contar (la dificultad de convivir con el Otro Yo), sino por cómo se cuenta: el guion es tramposo porque empieza como thriller y enseguida se instala (más bien se apoltrona) en el drama costumbrista perdiendo fulgor a marchas forzadas en su empeño de ofrecer un retrato contemporáneo muy cercano a lo que ya bordó Jaime de Armiñan en "Mi querida señorita" hace casi cincuenta años. El contexto que recrea (el del mundo del espectáculo de baja estofa) no tiene ninguna credibilidad. Y el tratamiento del personaje central resulta superficial.
Ni la frescura de Ingrid García Jonsson (aquí poco dirigida) ni el esfuerzo de Mona Martínez (entrañable a pesar de la ridiculez de algunas situaciones dramáticas que le toca defender) bastan para otorgar consistencia a esta película rancia aunque muestre buenas intenciones. Mención a parte para unos estupendos María José Alfonso y Fernando Albizu.

Los encuentros fugaces en el cine permiten a sus artífices la recreación de pequeños cosmos cuyas puntas de lanza suelen ser el arco dramático de los protagonistas y la intensidad emocional. A menudo, se concretan en desafíos verbales ("Antes del amanecer", de Richard Linklater), la exhibición impúdica de los cuerpos coincidentes ("En la cama", de Matías Bize, y su innecesario "remake", "Habitación en Roma" de Julio Medem; y, sobre todo, "Théo & Hugo: París 5: 59" de Ducastel y Martineau) y la angustia por el encierro ("Saw" de James Wan). Esta ópera prima de Castro no aprovecha ninguno de los rasgos mencionados: su estilo impersonal dificulta la creación de personajes atractivos, a los que encarnan (es un decir) Barberini y Pujol con muy poca convicción y ninguna química; su narración visual es plana; y los diálogos no pueden fluir porque son impostados y muy manidos. En cuanto a la angustia, se apunta en la segunda parte de la historia, cuando Barberini podría despuntar, pero el realizador tampoco sabe cómo equilibrarla por sus limitaciones en la dirección de actores y lo paupérrimo de la dirección de arte. Aun así, secuencias como la invitación de Barberini a Pujol a visitarle, o el ensayo de Maestro mientras Barberini se recupera de una indisposición podrían haber sido jugosas si Castro hubiera "copiado" a Rohmer o, como mínimo, a Álvaro Fernández Armero...

Cocinar una película que llegue a ser sabrosa pide ingredientes bien condimentados, un tiempo de elaboración y comensales con hambre. El menú que cocina Pablo Hernando es nutritivo pero pide unas papilas gustativas sanas. Con un arranque demoledor (donde reencontramos a Elena Serrano mostrando la "cara C" de la "Ingrid" dual que nos enseñó Eduard Cortés en su filme homónimo), BERSERKER se despliega con un hábil guion (equilibrando de modo notable la tensión sexual entre el protagonista Génisson y su cómplice García Jonsson con una trama trufada de sospechosos-víctimas inquietantes), un ritmo bien medido (a pesar de que decaiga en el desenlace demasiado alargado) y, sobre todo, una atmósfera hipnótica sustentada en la conjunción de surrealismo y relectura irónica del género negro.
Hernando convierte las limitaciones en virtudes: la rigidez interpretativa de Génisson se revela muy adecuada para configurar a un monigote con el que parodiar a la figura del detective taciturno; la escasez de medios le permite apostar por una ambientación cuyo hiperrealismo desprende una amenaza latente exterior constante; y unas situaciones dramáticas muy sugerentes otorgan a las desconcertadas criaturas que pueblan el metraje un aura de vacío perturbador.
Y sí, se puede repetir plato.