Podría parecer algo demasiado exagerado que un documental, a priori, solo sobre dopaje pueda remover por dentro tantas cosas. Pero es que Ícaro es algo más que eso. En la figura de Grigory Rodchenkov recaen todos los ingredientes esenciales para terminar haciendo de este test que se torna en investigación algo épico. Un tipo ruso, barriga prominente, mostacho cuasi hitleriano, de exabruptos constantes y ternura inusitada, de sentido del humor impredecible, de pasado turbio y presente por definir. Ese cocktail de arrolladora personalidad de Grigory nos lleva por derroteros mucho más inhóspitos que el deporte. El arte del engaño, la verdad, la moral, la redención.
Después de ver Ícaro no volverás a ver unas olimpiadas de la misma manera, ni un Tour de Francia, ni un partido de fútbol. Después de ver Ícaro quizás sientas un profundo asco de toda la mentira que es el deporte profesional, de toda la mentira que es la política, de cuan poco importa la verdad.
Después de ver Ícaro sentirás esa especie de extraña empatía que a veces despiertan pintorescos farsantes, ciertos delincuentes entrañables.
Termina y tengo una sensación parecida a la experimentada al final de Los Soprano. Deseo fuertemente que jamás haya una bala para Tony Soprano ni un ataque al corazón para Gregory Rodchenkov.

La escena final embarga hasta la más filestea de las almas. Una vorágine de visceralidad se apodera del metraje. Los sentimientos primarios que arrastra toda la película acaban de colapsar al ritmo de la melodía final, todo se convierte en sencillez, en pureza, una verdadera explosión de sensaciones para el espectador.
Otra joya de la modalidad documental. Otra joya del arte sin artificios.

Dan ganas de acariciarla, sin más. Fluye suave ante tus ojos como espesos ríos de terciopelo azucarado. Te sientas, pulsas play y permaneces, es todo, permaneces sin desear nada, te hundes en el sofá y en los paisajes, en la sonrisa de Namsa y en los verdes prados, en el blanco de la leche más virgen y en el azul del cielo más limpio que jamás puedan ver los hombres. Tu espíritu quiere lanzar por los aires a esos tres pequeños, jugar con ellos al pilla pilla, revolcarse por la hierba. Entras en connivencia con lo natural sin echar de menos nada más que unas tremendas ansias de volar allí y oler la libertad.
Estéticamente perfecta, conmovedora, sin entresijos ni añadiduras, sin retales sobrantes. Una oda a la belleza del cine simple y directo, una oda a la poesía de los sentidos.

Pierde el rumbo, sin duda. No hay timón argumental alguno en este delirio carente de atracción. Pocos o ningun mueble pueden salvarse de esta quema.

En todo momento apreciamos una pretenciosa y constante búsqueda del espectador intranquilo y minimalista al que enganchó con D.Darko (que por otra parte no llega a lograr), la consecución de la afamada etiqueta de película de culto, una forzada y nada lograda apariencia de cómic y pop salvaje y contemporáneo...

Salvar quizás, de ahí mi puntuación, la atmósfera apocalíptica de serie B que unida a una banda sonora inquietante a la par que tétrica generan una sensación de incomodidad difícil de conseguir.

Por lo demás, poco más que contar. Diálogos inanes, interpretaciones no reseñables, demasiados personajes, demasiados y enredados argumentos incoherentes, y sandeces por doquier. Una constatación más, tras la de Domino, de que el Sr.Kelly llamado a ser uno de los grandes renovadores del cine, se queda en una mera promesa...al menos por ahora.

Gran cagada, Sr. Kelly, gran cagada....