Se trata de una serie con inicio lento, cuyo ritmo va adquiriendo mayor dinamismo en el transcurso de los capítulos, de forma exponencial. Muestra las vivencias de personas de todas las edades en la capital de Japón, Tokio, supeditadas a las epidérmicas relaciones virtuales, mucho más inestables que las dadas en la cotidianeidad individual de forma genuina. Las gentes no son ya lo que poseen, o no exclusivamente, sino los seguidores con los que cuentan en sus redes. Se centra en Instagram, aplicación con la que, de la noche a la mañana, se pasa del ostracismo a la fama tras el «mínimo» apoyo otorgado por una gran celebridad, verbigracia. Otra historia es cómo se gestione esa popularidad sobrevenida. La estética es impresionante; no podía ser de otra manera, contando con la capital mundial de las nuevas tecnologías como fondo constante, macroplató insuperable desde el que se avanza una invasión de enajenación colectiva global. El mayor hito con el que se cuenta para el desarrollo de trama y subtramas es la omnipresente Tokyo Tower, imitación de la Torre Eiffel, construida en Minatoku en el año 1958, convirtiéndose en un signo de futuro, sin duda. No debe desdeñase, por otro lado, el relevante trasfondo feminista, mucho más fehaciente en los últimos capítulos, ofreciendo cuadros y escenas de una sensibilidad inesperada para lo que estaba siendo el devenir de la serie. El alegato final de la protagonista es expresado diáfanamente ante una audiencia exógena absolutamente cogida a contrapié. El envoltorio musical coadyuva a la perfección en la efectividad de los diferentes discursos, latentes o patentes, que se van lanzando de manera progresiva e indiscriminada. Como andanadas de bombas eticomorales dirigidas al estómago desprevenido de absolutamente todo el mundo.