Ha habido grandes directores de cine a lo largo de la historia (alguno queda todavía), con estilos totalmente opuestos, más o menos barrocos, más o menos austeros. En cualquier caso, todos ellos ponían su talento y su saber hacer al servicio de la película, de lo que querían contar. En “La Novia”, tengo la impresión de que sucede justo lo contrario: la historia que se cuenta es una mera excusa para que el director (directora en este caso) se exhiba, muestre todo su ingenio visual. Evidentemente, cuando esto pasa, la gran damnificada es la propia película. La emoción, entendida como el ingrediente principal que hace que una película avance, se diluye, y a partir de ahí todo resulta grotesco, vacío, carente de sentido. La historia, la tragedia de Lorca en la que está basada la película, lejos de ayudar, acentúa si cabe todos los defectos de la película. En una comedia, al fin y al cabo, la vergüenza ajena que provoca el film hubiese sido mucho más llevadera. Es complicado rescatar algo de una película cuando falla lo principal. ¿El reparto? Muchos actores españoles deberían aprender a modular la voz para que se entienda con claridad lo que dicen. Me voy a quedar con un clásico: “tiene una bonita fotografía”… En definitiva, “La Novia” es el ejemplo perfecto de lo que yo considero una mala película, pretenciosa y efectista, en la que en la elección del “cómo” no se ha tenido en cuenta el “porqué”. O sí...

Me temo que no puedo explayarme demasiado en mi crítica porque para dar mi opinión sobre la película, no me queda más remedio que contar detalles del argumento. Lo único que puedo decir es que, como todas las películas de M. Night Shyamalan (a excepción quizás de “El Protegido”) no aguanta un segundo visionado. Cuando salí del cine, me sentí estafado y me quedé con las ganas de reclamar el dinero de la entrada. Película tramposa donde las haya.

Naturalmente, en cuestión de gustos todo es muy subjetivo y hay factores que influyen para bien o para mal a la hora de disfrutar o no de una película: estado de ánimo, situación personal, empatía con los personajes, etc… Pero sobre todo, lo que más influye para mí es la sensibilidad que cada uno tiene como espectador. Y no me refiero únicamente a una sensibilidad emocional, sino también audiovisual.
“Brokeback Mountain” es cine en estado puro. De cadencia lenta (sobre todo en su primera parte), Ang Lee se toma su tiempo para captar con una maestría fuera de lo común las pausas de la vida, esos momentos de intimidad. Deja que una mirada, un gesto, nos transporte a la mente del personaje, o una frase aparentemente banal (como cuando Alma le pide tabaco a su marido en un intento patético y desesperado para intentar evitar lo inevitable). Los silencios, también protagonistas, matizan, enriquecen y dan forma a los personajes y a la propia historia. No existe gratuidad en el desarrollo de las secuencias, siempre hay un significado sutilmente escondido, y todo ello va calando en el espectador. Y es que el cine es cine, no es literatura. No necesitamos oir la voz de un narrador que nos explique nada, ni escuchar hermosas frases de boca de los protagonistas expresando sus sentimientos. Nosotros como espectadores somos los que encontramos esas frases ocultas, nos vienen a la mente con una intensidad aplastante. Ang Lee demuestra una vez más que talento y sensibilidad son cualidades que tienen que ir forzosamente cogidas de la mano en un director de cine. El taiwanés “desaparece” de su película, cediendo generosamente el protagonismo a sus actores, sacrificio al que muchos directores de cine son incapaces de someterse.
No puedo dejar de resaltar la precisión del guión, honesto y muy fiel al relato original de Annie Proulx, la calidad de la fotografía, y la preciosa banda sonora, complemento ideal a las poderosas imágenes de la película. De diez también el inspiradísimo reparto, en especial la sobrecogedora interpretación de Heath Ledger (actor a la altura de los más grandes), quien desnuda por completo a un personaje encerrado en sí mismo, introvertido y nada expresivo.
Más allá de simplificaciones banales y etiquetas al uso, “Brokeback Mountain” es una gran historia de amor. Una historia que habla entre otras cosas, de aquello que sacrificamos por temor al rechazo causado por la intolerancia de los demás, de esa mal llamada libertad que creemos gozar, pero también de aquello que perdura, de lo que nadie nos puede quitar, de la vida en definitiva. Recomiendo a todo el mundo la película porque es un milagro cinematográfico, una obra de una belleza abrumadora, me temo que irrepetible.

Primera película que veo de Jacques Rivette. Debo reconocer que era una cita largamente postergada, más que nada por la ingente cantidad de minutos que suelen adornar los films del director francés. No cabe duda de que su notoriedad como cineasta siempre se ha visto perjudicada por este hecho, de ahí que siga siendo probablemente, el director más desconocido de la Nouvelle Vague. Entono el "mea culpa" por la contribución. Quizá por ello y aunque no sea un verdadero sacrificio, expío en cierto modo mi pecado a través de esta crítica. De todos modos, como buen amante del cine francés que soy, era un director que no me podía pasar desapercibido por más tiempo. Eso sí, para mi primer enfrentamiento escogí esta película de 2001 que "tan solo" dura 154 minutos, una de las más livianas. Por eso, y porque me llamó la atención el colorido diseño de su cartel, todo hay que decirlo.
Al grano. La película me atrapó casi inmediatamente, y no sólo porque arranca en un teatro, que también, sino sobre todo por la maravillosa presentación del personaje interpretado por Jeanne Balibar. Primera sorpresa: Rivette, de quien ya sabemos el tiempo que se toma para contar sus películas -aunque no las hayamos visto- no pierde ni un solo segundo en comenzar a dibujar el personaje de Camille, y lo hace de manera brillante. Son siete los personajes que tienen en mayor o menor grado peso en la historia, y todos ellos se perciben auténticos, interesantes, realmente originales, lejos de estereotipos acartonados. Ahí radica para mí la mayor virtud de la película, junto con un guión que mantiene el pulso hasta el final, que no se tambalea, por mucho que a Rivette -según dicen- le guste improvisar. A esto sólo queda añadirle, cuando menos, el oficio que se le presupone a un director con más de una veintena de trabajos a sus espaldas, lo que traducido a minutos... Por cierto, no deja de tener su gracia el hecho de que Rivette cierre su obra con el clásico de la música italiana “Senza fine”, último toque del peculiar sentido del humor que el director francés exhibe a lo largo del film.
El título que he elegido para la crítica es una frase pronunciada por Ugo, el personaje al que da vida Sergio Castellitto, la cual hago extensible a la propia película de Rivette, director al que a partir de ahora prometo abordar con otro ánimo.

Pequeña gran película de Philippe Claudel, director de esa otra joya titulada "Hace mucho que te quiero". Sencilla, sin aspavientos o énfasis innecesarios, la película se percibe honesta, hay alguien ahí detrás que cree en lo que está contando, y eso casi siempre se nota. Por muy lejos que nos queden aquellos años de la infancia y por muy vago que sea su recuerdo, cualquiera puede sentir la nostalgia adherida a las imágenes de esta película. Tampoco hace falta haber vivido una situación familiar ni siquiera remotamente parecida a la del niño protagonista, para empatizar plenamente con él y comprender cómo se siente en cada momento. La verdad que hay en cada fotograma de esta película es lo que la hace finalmente grande. Conmueve, se queda. Una lástima que pase desapercibida.