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El cuento de las comadrejas

Comedia. Intriga. Drama Remake de la película 'Los muchachos de antes no usaban arsénico', cuenta la historia de una bella estrella de la época dorada del cine, un actor en el ocaso de su vida, un escritor cinematográfico frustrado y un viejo director hacen lo imposible por conservar el mundo que han creado en una vieja mansión ante la llegada de dos jóvenes que presentan una amenaza que lo puede poner todo en peligro. (FILMAFFINITY)
El cine de antes usaba arsénico
En una mansión que se cae literalmente a pedazos, y en la que todo tipo de roedores lucha descarnadamente por la supervivencia del día a día, una ex vedette cinematográfica decide quedarse hipnotizada, una vez más, delante de una lona blanca. En ella, se proyectan imágenes de un pasado que, a todas luces, parece infinitamente mejor que el horrendo presente al que está condenada. La “gran pantalla” como figuración, es decir, como imagen revotada en ese espejo mágico en el que todos quisiéramos vernos reflejados.

Aquel que nos miente, y que nos dice que, a pesar de los años de más, seguimos siendo atractivos, sexys... bellos. Que seguimos manteniendo ese magnetismo, irresistible para la cámara, pero también para una audiencia que todavía sigue suspirando por aquel rostro; por aquel talento que es sinónimo de inmortalidad. Ahí quedan las películas de antaño, cápsulas del tiempo tan potentes, que son capaces de deformar el sentimiento nostálgico hasta convertirlo en un brote psicótico más o menos transitorio. Ahí está la gracia... para quien quiera verla, claro.



El caso es que cuando termina la proyección privada, la anciana actriz vuelve a la realidad, es decir, a aquella destartalada casa, en la que además tiene que convivir con una compañía indeseada. Indigna. Está el marido, supuesto amor de su vida, un actor de segunda que lleva postrado en una silla de ruedas desde ya no se sabe cuándo; están sus dos mejores amigos, ambos igualmente retirados del negocio y de la vida pública. Un director y un guionista que conocieron sus mejores momentos en sociedad con esa intérprete que parece ser la única con ganas de aferrarse a los recuerdos de aquella maravillosa época.

Ya sea por amor propio; ya sea por un envejecer muy mal llevado. Ahí está la -fantasmagórica- duda que sobrevuela el nuevo trabajo de Juan José Campanella, a lo largo de las más de dos horas que dura. ‘El cuento de las comadrejas’, octavo largometraje para la gran pantalla del oscarizado director argentino, se estrena con casi sesenta años cumplidos por parte de éste, una edad en la que es legítimo sentirse arrinconado por una industria que, es sabido, siempre anda buscando sangre joven.



Dicho y hecho. De repente, irrumpen en escena Nicolás Francella y Clara Lago. El primero, trae consigo aquella deslumbrante y a la vez escalofriante sonrisa heredada de Guillermo Francela, su padre en la vida real. La segunda, lleva en el negro insondable de sus ojos, la avaricia de una juventud que no mostrará ningún reparo a la hora de arrebatar, de las manos más viejas, todos los bienes, propiedades y otros activos intangibles que tan convencida está de que le pertenecen. Ahí está el conflicto que alimenta esta fábula: un choque generacional en el que el cine se erigirá como juez para nada imparcial.

Y a mucha honra. La película es, al fin y al cabo, el remake de ‘Los muchachos de antes no usaban arsénico’, célebre comedia negra argentina de 1976, firmada por José A. Martínez Suárez. Recuperando su recuerdo, lo que hace Campanella es proponer una especie de matrioska memorística, en la que una cinta nos remite a otra de antaño... y ésta, a tiempos aún más pretéritos. De nuevo, el pasado (esa mansión añeja) se presenta como premio glorioso o como prenda de la humillación; como último refugio o como trampa mortal.



Ponen cara a dicho debate Graciela Borges, Óscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock, un cartel espectacular, ideal para dar vida a un guion que disfruta rizando el rizo; retorciendo lo retorcido. Si la trama propuesta por José A. Martínez Suárez y Augusto Giustozzi, hará ya más de cuarenta años, era una sofisticada construcción de engaños y de planes maquiavélicos magistralmente cocinados, ahora Campanella apuesta por el más-difícil-todavía, tirando de piruetas meta-fílmicas; multiplicando los -perversos- intereses que se ciernen sobre ese edificio de naturaleza y voluntad claramente cinematográficas.

Es todo, en el fondo, una a ratos deliciosa excusa para ponerse divinamente crepuscular. Rehacer para reivindicar. No en vano, esta “Sunset Boulevard” austral se gusta en el uso de recursos narrativos y estéticos ahora denostados por las nuevas corrientes del séptimo arte. Sobre-utilización de la banda sonora, fundidos a negro, efectos especiales artesanales... y como no, esa fe ciega en un guion exageradamente dialogado, pero al que no obstante, no se le traba la lengua en ningún momento. Mérito de un elenco de actores en divertida celebración de la segunda (o tercera) juventud, y de un director que ha sabido entender que está en el punto vital perfecto para explicarnos que el arsénico no está ahí para despertar nuestra compasión, sino la más sincera admiración.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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