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Midsommar

Terror. Intriga. Drama Una pareja estadounidense que no está pasando por su mejor momento acude con unos amigos al Midsommar, un festival de verano que se celebra cada 90 años en una aldea remota de Suecia. Lo que comienza como unas vacaciones de ensueño en un lugar en el que el sol no se pone nunca, poco a poco se convierte en una oscura pesadilla cuando los misteriosos aldeanos les invitan a participar en sus perturbadoras actividades festivas.
Luz solar de medianoche para un corazón roto
Érase una vez, una trama que parecía tratar sobre un escándalo político y energético... pero que en realidad iba sobre el increíble pene menguante de un detective privado. Era ‘La cabeza de la tortuga’, un cortometraje dirigido y escrito por Ari Aster. Érase una vez, un niño que, amparado por la -falsa- intimidad de su dormitorio, decidía masturbarse echando mano de una fotografía... hasta que su padre irrumpía en la habitación, interviniendo en tan incómoda escena con una aportación de sentido común adulto que, a la larga, nos llevaría a una inenarrable historia de amor. Era ‘The Strange Thing About the Johnsons’, otra pieza concebida por Ari Aster.

Ese joven director neoyorquino que eclosionó, hará solo un año, como una de las grandes esperanzas del cine de terror moderno. Lo hizo con ‘Hereditary’, resultado lógico (y desquiciado) de los recursos estilísticos e inquietudes temáticas mostradas en sus anteriores trabajos. Una película que, como aquellas estimulantes y perturbadoras píldoras, parecía que nos mostraba un terreno... pero que a la práctica nos sugería otro. Como sucede, en definitiva, con los mejores cuentos. Aquellos en los que los hechos relatados son en realidad una invocación atmosférica de un desenlace (a lo mejor de una moraleja) que no vimos venir, pero que siempre estuvo ahí.



‘Midsommar’, segundo largometraje de Ari Aster, empieza precisamente dejando claro que sus imágenes esconden algo. Un retablo minuciosamente decorado, se abre y nos descubre unos parajes nevados. Belleza gélida para la apertura; de fondo suenan las primeras notas de la estupenda partitura compuesta por Bobby Krlic: una harpa crea un ambiente de cuento de hadas que rápidamente, y de forma muy brusca, es interrumpido por un sonido que nos devuelve a la cruda civilización. El violento tono de llamada de un teléfono nos transporta a una típica casa suburbial americana. En ella, como ya nos había enseñado anteriormente este director, se fragua el drama: el terror.

Como en ‘Hereditary’, la muerte de un familiar (en el caso de ‘Midsommar’, mucho más traumática) actúa como disparo de salida para una historia que, para más inri, navega en un contexto pre-apocalíptico. Las rupturas de pareja, no es exageración, a veces sientan como esto, o sea, como el fin del mundo. En dicha encrucijada nos sitúa Aster... y la alimenta con sentimientos de culpa entrelazados. Una bomba, vaya. Ella, muy dependiente de él, teme haberse convertido en un ser vampirizante; él, agotado por las penas de ella, cree estar mutando en bestia insensible. Ella (Florence Pugh, ese regalo divino) dice “Lo siento”; él escupe “Se siente”. Y así. La situación, evidentemente, es insostenible...



Pero de alguna manera, se alarga durante casi dos horas y media de metraje, en lo que supone un ritual cuyo fuego destructor (o renovador, según cómo se mire) emana de una combinación aberrante (y por esto, en parte, impresionante) entre la sed sanguinaria de venganza y la necesidad auto-flageladora de confesarse. Un dato muy importante: ‘Midsommar’ nace, según palabras de su propio creador, de una ruptura amorosa cuyo dolor pedía ser purgado de alguna manera u otra. Y voilà: en abrir y cerrar de puertas, los integrantes de esta pareja que en realidad es crónica de una muerte anunciada, hacen las maletas y se dirigen, junto a unos amigos de él, hacia Suecia.

Hacia unas latitudes boreales que alterarán sus ritmos biológicos... y las del propio producto. En la región de Hälsingland, una extraña comunidad se dispone a celebrar el solsticio de verano, y decide acoger con los brazos abiertos, y con sonrisas de oreja a oreja, a esta panda de estadounidenses que llevará su escapada primero con emoción evasiva calenturienta, después con curiosidad etnográfica, y al final con la expresión de horror y asombro de quien acaba de caer en la cuenta de que se ha metido en la boca (o directamente en el estómago) del lobo. La película está planteada, para entendernos, como una especie de cruce entre ‘La cabaña en el bosque’, de Drew Goddard y ‘El hombre de mimbre’, de Robin Hardy.



Folclore y terror van de la mano en una especie de danza terrible; en un rito de iniciación hacia una nueva fase (¿emocional? ¿espiritual?) cuyo desconocimiento previo despierta unas dudas que desembocan en un rechazo que no se puede rechazar. Lo mismo que prepararse para la muerte (o para otra vida) bajo la tutela de una secta que proclama ser tu familia. El extrañamiento, pilar maestro en este monumento que no se sabe si es tótem o pira, es conjurado a partir de los elementos más definitorios del guion, claro está, pero también (y sobretodo) a través de una puesta en escena con la que Ari Aster se consagra como maestro ilusionista. Como genio esteta, pues su amplio repertorio en la presentación y tratamiento de imágenes, no hace sino dotar de una nueva dimensión a un texto que, por consiguiente, impacta siendo interpretado tanto de forma literal como metafórica.

La banda sonora se confunde con la música filmada; las personas hablan pero no se sabe si son escuchadas; los efectos especiales, sabiamente suministrados y administrados, son pura desazón lisérgica; las largas e ininterrumpidas secuencias estiran el tiempo; las tomas distantes alteran el espacio, incidiendo en la sensación de vacío, mientras deforman la naturaleza (y el rol) de cada personaje... Todos los recursos fílmicos moldean una visión única (y ya por esto, preciosa) del género. En el clímax de ‘Midsommar’, los gritos orgásmicos de unos se funden con los alaridos de pánico de otros. El terror, bañado en el sol eterno de medianoche, se descubre como una fuerza luminosa y colorista; como una catarsis para perder el miedo a tener miedo. El mundo al revés... y el drama íntimo como festín comunitario. Es arte manchando la pantalla... y salpicando a todos los que se han congregado delante de ella. Es la sobrecogedora magia -negra- de la proyección cinematográfica, glorioso éxtasis compartido.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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