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El emperador de París

Aventuras Bajo el imperio de Napoleón, François Vidocq, el único hombre que ha conseguido escapar de las más grandes penitenciarías del país, es una leyenda de los bajos fondos parisinos. Dado por muerto tras su última gran evasión, el expresidiario intenta pasar desapercibido tras el disfraz de un simple comerciante. Sin embargo, su pasado lo persigue, y después de ser acusado de un asesinato que no ha cometido, propone un trato al jefe de ... [+]
Esteticismo y violencia
Después de ser unos de los delincuentes más perseguidos de Francia, Eugène-François Vidocq se convirtió en el primer director de la Sûreté Nationale y en uno de los primeros investigadores del país. Un sujeto casi legendario que inspiró a literatos de distinto porte como Victor Hugo (Jean Valjean y Javert, de "Los miserables" se alimentan de las dos caras de Vidocq), Edgar Allan Poe y Balzac. Una figura con una impresionante biografía, creador de modernos métodos de investigación criminal, casi un padre de la ciencia forense y autor de la resolución de innumerables casos delictivos. Es decir, un individuo que es carne de cine y a quien la pantalla aún no ha hecho justicia. El francés Pitof ya había convertido hace ocho años a Vidocq en un desatado Gérard Depardieu en la desnortada "Vidocq. El mito", pura pirotecnia que envolvía al personaje en una especie de cuento de terror gótico dominado por el barroquismo y la desmesura. Y quizá pocos recuerden que, en los años cuarenta, nada menos que Douglas Sirk lo convirtió en protagonista de "Escándalo en París".

Ahora es el turno de Jean-François Richet, un director desconcertante que alterna brillo y mugre con demasiada facilidad. El 'thriller' suele ser su territorio natural, la violencia su alimento dramático y la contundencia visual su arma expresiva. En su filmografía aparecen logros como "Ma 6-T va crack-er", "Blood father" (con un Mel Gibson tremebundo) y, especialmente, "Mesrine", un fabuloso díptico dedicado a una leyenda del gangsterismo francés. Pero también exhibe desastres mayúsculos como "Asalto al distrito 13", donde osaba rehacer a John Carpenter, y "Una semana en Córcega", una desastrosa comedieta que invitaba casi a la abolición del género.



En "El emperador de París", Richet juega a dos barajas y no encuentra cartas ganadoras en ninguna de ellas. Su reconstrucción del Paris de 1805 (que incluye imágenes tan potentes como la del Arco del Triunfo a medio construir, en el inicio del metraje) resulta asombrosa, pero la brillantez visual solo consigue que se preste más atención al envoltorio que al contenido. Envoltorio, además, que maneja la baza referencial mal entendida y convierte los callejones de París en una especie de mezcla de "Mad Max" y "Gangs of New York". Por otro lado, su trama criminal y dramática se reduce a un esqueleto de inspiración clásica al que se incorporan diferentes elementos alimentados por el tópico. Richet quiere fabricar un filme comercial al mismo tiempo que quiere pasar por un autor que deja su mirada en el género. Y entre la abundante violencia, más o menos explícita, más o menos realista, y la poca sustancia narrativa y visual que alimenta a "El emperador de París" no logra ni lo uno ni lo otro.

De hecho, Richet despoja al personaje de su excepcionalidad, de su carácter icónico y singular. El protagonista de "El emperador de París", el hombre que pasó de la amenaza de la guillotina a erigirse en adalid de la justicia, el mito intocable, se llama Vidocq pero podría haberse llamado Paco. Su retrato es el de cualquier hombre de acción, el de cualquier héroe cinematográfico trazado según los esquemas más previsibles. Su posible fascinación nace ocasionalmente del trabajo interpretativo de Vincent Cassel, no de la mirada del director ni del entramado visual del relato.



Solo en muy escasos momentos consigue Richet atrapar la esencia de Vidocq y expresar alguna idea de puesta en escena, como en el modélico instante en que, tras firmar su pacto con la policía ("no ser culpable no significa ser inocente", espeta el comisario a Vidocq), su silueta se desplaza por los callejones de París como una sombra furtiva. Casi resuenan los ecos de Fantomas. Ahí hubiera podido estar la apuesta visual de una película que camina en la indefinición, entre la lujosa reconstrucción de época y el realismo de sus secuencias violentas, entre el retrato mítico y la materialidad del héroe.

Finalmente, tras la pomposa máscara de "El emperador de París" se encuentra una sencilla película policíaca enmarcada en un contexto histórico muy celebrado por el cine y, por tanto, presente en la retina de casi todos los espectadores. Y si algo queda es el trabajo de Vincent Cassel, un actor monumental (aunque se caracterice por escoger demasiados proyectos de baja estofa). Cuesta pensar en esta obra sin su rostro, sin su potencia que ocasionalmente sacude un tanto esta postal acomodaticia que, en el fondo, sigue los preceptos del cine burgués por más que la sangre salpique de vez en cuando sus fotogramas. También es de recibo señalar a un actor descomunal como Fabrice Luchini, el vidrioso Ministro de la policía Joseph Fouché, otro superviviente como Vidocq, que acumuló cargos desde la Revolución Francesa hasta el Consulado y el Imperio. Su breve duelo interpretativo con Cassel permite al espectador abandonar eventualmente su adormecimiento.
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
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