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La tragedia de Peterloo

Drama La historia de la masacre de Peterloo de 1819, durante la cual las autoridades británicas atacaron a los manifestantes de una protesta pacífica en Manchester.
Una clase de historia
La conocida como “masacre de Peterloo” ocurrió el 16 de agosto de 1819, en Manchester. Tras el fin del período napoleónico, la subsiguiente crisis llevó al pueblo británico, envuelto en la hambruna, a lanzarse a la calle para reclamar una reforma de la representación parlamentaria y la extensión del sufragio universal. Las autoridades militares cargaron a caballo contra la multitud, con el resultado de 15 muertos y entre 500 y 700 heridos. La denominación de Peterloo se tomó como recuerdo de la batalla de Waterloo, en la que Napoleón había sido derrotado cuatro años antes, y la atrocidad contribuyó a la aceleración del derecho de sufragio universal, del que por entonces solo gozaba el 2% de la población.

200 años después de la tragedia, Mike Leigh recuerda el drama para trazar una amarga crónica política y, en especial, una elaborada clase de historia. Una de sus motivaciones, reconocida por él mismo, es el hecho de que Peterloo esté fuera de los programas de enseñanza en los colegios británicos. Por ello, ha volcado en su película una intención didáctica más que evidente, en detrimento de una fuerza dramática de la que se desentiende a conciencia. De este modo, “La tragedia de Peterloo” se muestra como una crónica, como un análisis, más que como un drama nacido de un episodio histórico. Leigh exprime un guion que insiste en presentar el desarrollo del filme en torno a dos polos, el de los gobernantes y el del pueblo, desconectados entre sí, filmados en larguísimas conversaciones en las que unos insisten en defender las bondades de mantener el ‘statu quo’ y otros en la necesidad de luchar por la llegada de los cambios (una estructura que sirve a Leigh para mostrar su creencia en el arte de la oratoria como posible motor de la lucha política).



Para reforzar su apuesta, el director huye con especial insistencia, durante todo el extenso metraje, de cualquier preciosismo visual (aunque la recreación de la época sea magnífica, como es habitual en el cine británico), para remarcar de ese modo su intención pedagógica: por sus imágenes desfilan parlamentarios, militares, oradores, revolucionarios, periodistas, jueces, trabajadores… y todos ellos vuelcan sus palabras ante el espectador, encargado de cribarlas y asimilarlas. Y no deja de llamar la atención que entre sus reflexiones sobre el aislamiento británico de la época se atisbe una velada llamada del cineasta a la situación actual de Reino Unido después del Brexit.

Es cierto que Leigh puede caer en un exceso de maniqueísmo: su mirada toma partido, desde luego. Pero siempre se muestra contenida y mantiene en todo momento la serenidad fílmica. En el inicio del metraje, la concesión de una gran suma al duque de Wellington como premio por su labor en el campo de batalla se contrapone con el absoluto abandono del joven corneta que ha servido a sus órdenes y que ha de regresar a su casa andando desde el propio escenario del combate. La idea política y social de Leigh queda clara, pero la expresa no desde la virulencia, sino desde la reflexión expositiva, desde la solemnidad reflexiva.



Cuando muestra la vida de los obreros en las fábricas textiles, sus largas jornadas laborales envueltos en el constante ruido de las lanzaderas de los telares, queda claro que lo hace para concretar una mirada sobre las condiciones de su trabajo, pero, muy lejos de alzar la voz, proporciona en realidad unas imágenes ante las que debe ser el espectador quien elabore su particular reflexión. En la renuncia del autor a la progresión dramática, con el objetivo de convertir cada secuencia en una unidad en sí misma, casi en la semilla de una reflexión particular, se reconoce que el modelo en el que Leigh se apoya no está muy lejos del recordado cine de Roberto Rossellini.

Este drama declamado, esta obra en la que la evidente protesta nace siempre de la palabra, se convierte en una muestra de cómo fundir a la perfección forma y tesis. En “La tragedia de Peterloo”, incluso la secuencia de la manifestación y el ataque militar a los asistentes, que consume cerca de media hora de metraje, está filmada de la manera más elemental posible (con el plano-contraplano como arma esencial), sin atisbo de magnificencia, sin asomo de ostentación fílmica… casi como si fuera una más de las conversaciones que llenan el filme. Mike Leigh muestra, no describe; enseña, no alecciona. Un empeño de lo más loable en tiempos de cine aparatoso y petulante.
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
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