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La importancia de llamarse Oscar Wilde

Drama. Comedia Biopic centrado en los últimos tres años del gran poeta Oscar Wilde (1854–1900). Wilde (Rupert Everett), recluido en un hotel de Francia con sus amigos (Edwin Thomas y Colin Firth), decide atravesar Europa, presa de impulsos contradictorios: ir a ver a su mujer (Emily Watson) o a su amante, Sir Alfred "Bosie" Douglas (Colin Morgan). (FILMAFFINITY)
El dolor del Príncipe Feliz
Los designios de la distribución española tienen estas cosas. El título original de la primera película de Rupert Everett como director tiene una sencilla traducción directa al castellano, “El príncipe feliz”, pero algún iluminado ha debido de opinar que el cuento de Oscar Wilde no es lo suficientemente popular, de modo que la ha titulado “La importancia de llamarse Oscar Wilde”. Casi nada. Y se trata de una cuestión grave, porque el cuento del escritor vertebra buena parte del desarrollo narrativo de esta película (el texto se recita como hilo conductor) con el objetivo de convertir a Wilde en metáfora de un tesoro que es despreciado por la sociedad y que servirá, sin embargo, como el príncipe del cuento, para alimentar los sueños de los más desfavorecidos.

Rubert Everett, que, digámoslo de entrada, muestra una sorprendente solidez tras la cámara, acepta el reto de acercarse a uno de los literatos más populares de la historia. Y, además, se enfunda la piel del autor y escribe el guion de la película. Un ejercicio de autoría que se comprende al ver el filme, tan combativo como airado, en el que la principal intención del director es la de cargar contra el linchamiento social que sufrió el escritor por su condición de homosexual, lo que le valió una condena de dos años de trabajos forzados en 1895, acusado de “grave indecencia”, castigo que quiso ser ejemplarizante y que propició un recrudecimiento de la intolerancia tanto en Gran Bretaña como en otros países de Europa.



“The happy prince” se enmarca en los últimos años de la vida de Oscar Wilde, desacreditado socialmente tras abandonar la prisión y exiliado en París, donde se aloja con un nombre falso. Un hombre atormentado por las pesadillas relacionadas con sus años en la cárcel y solo acogido por un pequeño grupo de amigos fieles.

Everett acierta a no enredarse en una mitificación del personaje, recurso fácil para quien fuese un conocedor de su obra tan solo superficial, pero deja relucir en la película el amor que siente hacia el escritor (“Oscar Wilde ha sido como Jesucristo para los gays", ha declarado). Y resulta más que afilado en su crítica a una sociedad arribista e hipócrita, que hace de la doble moral el motor de su funcionamiento. Además, consigue un milagro al alcance de muy pocos: que el espectador no pueda imaginar a otro Oscar Wilde que no lleve su rostro.

Rupert Everett ha realizado uno de sus sueños cinematográficos. Y todos los amantes de la literatura de Oscar Wilde cubrimos así una pequeña deuda cinematográfica. Es de celebrar el loable arrojo del director por volcarse en los años más oscuros del personaje y escapar de toda luminosidad (la espléndida fotografía de John Conroy abunda en texturas tenebristas y sombrías, como corresponde al retrato de un protagonista volcado en una terrible decadencia). El Wilde feliz ya está retratado en otras películas. Y durante mucho tiempo se ha ocultado el destrozo a que fue sometido por sus contemporáneos. Oscar Wilde, el hedonista por excelencia, vivió sus últimos años acorralado, humillado y desprotegido. Él, que desde sus textos aún llena de amor a tantos lectores…



Es cierto que “The happy prince” cae en muchas secuencias en el pecado de la corrección visual. A pesar de que el diseño de producción resulta notable y recrea la época con la habitual brillantez de las producciones británicas, se echa en falta un poco más de riesgo en la puesta en escena. Everett abusa del recurso constante de los primeros planos, más preocupado por volcar la emoción del relato en la palabra que en la puesta en escena. Pero también es cierto que, con semejante elenco, es una tentación excusable. No sólo Everett se transmuta en Wilde con pasmosa seguridad, sino que intérpretes como Colin Firth (un gran actor que participa en demasiadas trivialidades), Tom Wilkinson, Colin Morgan o Emily Watson aferran al espectador con una garra fuera de norma.

Oscar Wilde es quizá uno de los mayores símbolos artísticos de la lucha contra la intolerancia. Una guerra que perdió, pero que aún sigue viva en los esfuerzos de tantos seres humanos. Wilde es la encarnación de la voluptuosidad que una sociedad hipócrita detestará siempre. La encarnación de la libertad. Hoy, su tumba en el cementerio de Père-Lachaise, en París, permanece llena de besos y de corazones rojos.
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
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