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Lo que arde

Drama Nadie espera a Amador cuando sale de la cárcel tras cumplir condena por haber provocado un incendio. Regresa a su casa, una aldea perdida de las montañas lucenses, donde volverá a convivir, al ritmo sosegado de la naturaleza, con su madre, Benedicta, su perra Luna y sus tres vacas. (FILMAFFINITY)
El bosque incombustible
La actualidad, ya lo sabemos, está demasiado a menudo condicionada por ese impacto que solo puede brindar la tragedia. Y en el misma línea: cuanto más terreno abarque este drama, más interés se atribuirá a la historia de turno. Hablemos de Galicia, por ejemplo, esa región; ese concepto, si se prefiere, que parece condenado a acaparar páginas de periódico y minutos de telediario a base de incendios forestales. Suena simplista y, efectivamente, así es. Es peligroso, vaya, y por esto mismo debemos buscar rutas alternativas para acercarnos a este objeto de estudio.

El cine, desde luego, también debería servir para esto. Lo sabe perfectamente Oliver Laxe, anomalía tan gloriosa dentro de la industria nacional que, de hecho, no puede ni considerarse que pertenezca a esta. Se trata, no en vano, de uno de los principales estandartes del conocido como “otro cine español”, esa hornada de nuevos autores que han hecho fortuna en las mecas mundiales de la autoría, y que evidentemente han logrado florecer sin tener que preocuparse demasiado (o directamente nada) por la proyección de resultados en taquilla que iban a despertar sus respectivas películas.



Así pues, y sin perder la referencia que ahora importa, la huella que de momento ha dejado Oliver Laxe debe encontrarse en el Festival de Cine de Cannes. En unas secciones secundarias engrandecidas por títulos como ‘Todos vós sodes capitáns’ (Premio FIPRESCI en la Quincena de los Realizadores), ‘Mimosas’ (Premio a la Mejor Película de la Semana de la Crítica) y, evidentemente, ‘O que arde’ (Premio del Jurado en Un Certain Regard). Por cierto, ninguna de estas tres películas (y especialmente ninguna de las dos últimas que he mencionado) hubiera chirriado en la primera línea de la Sección Oficial.

Da rabia, sí, pero en el fondo, ya está bien así. Es el destino con el que de momento se ha tenido que conformar (y no es consolación menor) este “otro cine” fiel a sí mismo, incluso a la hora de elegir el lugar donde, si se me permite, va a prender la mecha. Y aunque no lo parezca, sigo hablando de Galicia, esa “otra comunidad” donde luchan, muy ferozmente, dos pulsiones: el mantenerse apartado del resto del mundo y, por supuesto, esa actualidad que todo lo quema. Por aquello de no malgastar la carta de presentación, la primera secuencia de ‘O que arde’ plasma el conflicto en cuestión como solo puede hacerlo el gran cine.



Es negra noche en una arboleda cuya calma y equilibrio (suavemente mecidos por un viento que despierta una serie de sonidos hipnóticos) están a punto de quebrarse. Cuando nuestra alma está a punto de sincronizarse con las energías que emanan del lugar, los troncos empiezan a ejecutar una danza cuyo ritmo y brusquedad contradice esta paz de la que nos estamos empapando. Un extraño juego de luces ahonda en este nuevo desconcierto que, sin previo aviso, nos está poseyendo. Resulta que una horda de bulldozers ha entrado en escena. Y ahí que avanza, sin preocuparse lo más mínimo por los obstáculos que va encontrando a su paso.

Total, que los árboles van pereciendo estruendosamente en combate. Y así se va perdiendo la guerra... hasta que, cuando menos lo esperamos, vuelve a hacerse el silencio: las gigantescas excavadoras parecen haber encontrado el mismísimo corazón del bosque. El paraje desolador (incluso terrorífico) que deja a su paso la industria de la madera, adquiere inesperadamente una pincelada de magia con la aparición un árbol que, a juzgar por su color y formas imposibles, podría estar sacado del imaginario de Hayao Miyazaki. Del horror a esa salvación que solo puede encontrarse en el reino inexpugnable de los sueños. Todo esto sin mediar palabra alguna: Oliver Laxe, como en casa. Y efectivamente.



‘O que arde’ se traduce en hora y media de viaje a esa tierra que ardió y que seguramente volverá arder. El protagonista de la historia es, precisamente, un hombre recién salido de la prisión, donde ha estado cumpliendo condena por un delito de piromanía. Siguiendo sus pasos, la película hace el amago de seguir la pista de las siempre peliagudas temáticas relacionadas con la reinserción o, también por ejemplo, el perdón. Pero no, los objetivos de este singular cineasta se corresponden más con materias que nos acercan a la etnografía. El film responde, al fin y al cabo, a la voluntad de entender mejor un espacio, ejecutando dicha labor con el respeto que este (y sus gentes, y sus tradiciones...) transmite a través de su incomparable disposición de elementos identitarios.

El método científico cede ante una sensibilidad poética cuya cúspide nos presenta un paisaje sobrecogedor visto a través de los ojos de un animal... mientras suena de fondo “Suzanne”, de Leonard Cohen. Y que no cunda el pánico: no hace falta entenderlo, sino más bien sentirlo. El acto fílmico se consuma así como una discreta (pero contundente) celebración de comunión con el entorno. Cine al margen del tiempo para un mundo igualmente atemporal. Se confirma, por si todavía quedaban escépticos, que el cine de Oliver Laxe sigue creciendo, demostrando un dominio absoluto de todos los elementos que hacen que la pantalla arda. Brillante en la escritura austera de personajes (también en su trabajo con actores no-profesionales); apabullante en el retrato y gestión de unos escenarios que vibran, y nos hacen vibrar. Es el calor del fuego regenerador.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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