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Cementerio de animales

Terror El doctor Louis Creed (Clarke) se muda con su mujer Racher (Seimetz) y sus dos hijos pequeños de Boston a un pueblecito de Maine, cerca del nuevo hogar de la familia descubrirá un terreno misterioso escondido entre los árboles. Cuando la tragedia llega, Louis hablará con su nuevo vecino, Jud Crandall (Lithgow), desencadenando una peligrosa reacción en cadena que desatará un mal de horribles consecuencias. (FILMAFFINITY)
Terror de baratillo
¿Es Stephen King el escritor de best sellers con menos suerte en las adaptaciones de sus novelas? Si se atiende a sus obras de terror, la respuesta es sí. Desde que todo comenzase muy bien en 1976 con la adaptación de “Carrie”, firmada por Brian de Palma (dejando aparte “El resplandor”, que poco tiene que ver ni con el relato ni con las intenciones del original de King), la cosa fue degenerando con dislates como “Christine”, “Ojos de fuego”, “La mitad oscura”, “Maleficio”, el remake de “Carrie de 2013, “Cell”… hasta llegar a ese despropósito absoluto titulado “La Torre Oscura”. Todo ello sin contar un buen número de relatos que fueron alargados hasta dar forma a tremebundos largometrajes. Curiosamente, las películas nacidas de las obras de King más alejadas del terror han sido las que mejor han logrado capturar la esencia del escritor: el triple acercamiento de Frank Darabont (“Cadena perpetua”, “La milla verde” y “La niebla”) y las dos películas filmadas por Rob Reiner, “Misery” y “Cuenta conmigo”, esta sí, una obra maestra.

En 1989 llegó al cine “Cementerio de animales”, con el título de “El cementerio viviente”. Un ejemplo cristalino de terror ochentero, con todos los tics visuales y musicales de la época, con una intriga desnaturalizada y pueril y una puesta en escena tan televisiva como fatigosa. Para los lectores habituales de Stephen King, “Cementerio de animales” siempre ha sido una de sus novelas de referencia, un relato insalubre, cruel hasta la extenuación y lleno de dolor y de angustia. Una reflexión sobre el miedo a la muerte y, más aún, sobre la presencia de la muerte en la vida cotidiana, sobre lo irremediable de la extinción. En pocas ocasiones King ha llegado tan lejos a la hora de enfrentar al lector con sus miedos más profundos. De ahí que la adaptación al cine de una historia tan extrema resulte no solo complicada, sino casi inútil.



Esa complicación tampoco la resuelve esta nueva versión del terrorífico drama que vive la familia Creed (que, a diferencia de la novela, se amplía con una hija más) cuando se muda a un pequeño pueblo de Maine cercano a un inmenso bosque que oculta algunos espantos. Esta “Cementerio de animales” no es más que una aceptable película de terror con algunas secuencias que atrapan un aire malsano y otras filmadas con el piloto automático y con evidente falta de pericia. En los primeros minutos de metraje, estremece el momento en que Rachel Creed y su hija Ellie asisten en el bosque a una turbadora procesión de niños ataviados con amenazantes máscaras de animales. Incluso la primera visita de la niña Ellie al umbral del cementerio que oculta la arboleda tiene una mirada inquietante. Sin embargo, el resto del filme es una fotocopia de otros tantos cientos, con molestísimos golpes de música incluidos en cada susto (sí, hay sustos para enumerar…), con constantes melodías que bañan cada imagen y con una mirada del todo neutra en una historia que exige pasión a gritos.

Resulta intolerable el paupérrimo tratamiento dado a Zelda, la terrible hermana enferma y deforme con la que Rachel vivió en su infancia (uno de los personajes más siniestros de la novela), tanto como el retrato del vecino que interpreta John Lithgow, desencadenante del terror para la familia Creed, un verdadero guía hacia la muerte en la novela y aquí un abuelete de lo más timorato. Irritan lo suyo momentos como la aparición de Pascow, el estudiante atropellado que morirá en los brazos del doctor Creed y cuyo espectro lo perseguirá hasta el desenlace, una muestra de cómo se puede rodar una secuencia clave con cánones visuales prehistóricos, con un aberrante torbellino de planos que colapsan la mirada, culminada con un “susto” que podría prever un párvulo. Y asombra la poca desazón que provoca el puro origen del terror que se desata en la película, el cementerio (filmado con más y más música, claro). Por otro lado, se desaprovecha el enfrentamiento ideológico y vital que vive en el interior del matrimonio, con una madre angustiada por el miedo a la muerte y un padre que se enfrenta al más allá desde una rigurosa perspectiva científica.



Solo es en sus últimos veinte minutos cuando “Cementerio de animales” se atreve a desmelenarse un poco y a librarse de corsés narrativos (dando un buen giro al desenlace de la novela, casi ampliando su crueldad); entonces se asiste a un par de buenas secuencias que atrapan el aire dañino que debería haber estado presente en todo el metraje.

La versión de 1989, pese a su éxito de taquilla, fue poco menos que un bofetón para los seguidores de la novela, por su blandenguería y su feísmo visual; esta no pasa de ser una muestra de falta de nervio terrorífico y, siendo benévolos, de aplicada corrección en su conjunto, que se queda muy lejos del paroxismo de crueldad del texto original. Otra oportunidad perdida.
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
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