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Los muertos no mueren

Comedia. Terror En la pequeña localidad de Centerville, los muertos vuelven a la vida y un variopinto grupo de personajes tendrá que hacerles frente. (FILMAFFINITY)
Cosas que hacer en Centerville cuando estás muerto
Avanza penosamente, arrastrando los pies. De su boca solo emergen gruñidos ininteligibles y líquidos viscosos. Putrefactos. Sus brazos se han convertido en poco más que dos extensiones inútiles (y por supuesto, absurdas) de su torso. Su sangre es polvo, y su cerebro, cuyo potencial ha quedado reducido a la mínima expresión, es incapaz de coordinar un cuerpo del que se he adueñado, pero del que nunca será legítimo dueño. Con su destino, pasa igual: ya no le pertenece. El zombie tiene apariencia humana, pero ha perdido todo aquello que le definía como tal.

El gul es una criatura maldita; condenada. No por su terrorífico estatus (en limbo entre la vida y la muerte), sino más bien por la esclavitud que le ha causado la necesidad corporal más básica. Esto es, el hambre. El zombie es, ante todo, un ser insaciable. Su único cometido es el de llevarse al estómago otro trozo de carne fresca, y justo cuando lo consigue, lo único que puede pensar es cuál va a ser la siguiente vianda a la que va a hincar el diente.



Pero por encima de todo esto, el zombie tiene que ser un llamamiento a mirarse al espejo, y a que su imagen nos obligue a agudizar el olfato, y que éste, a la postre, nos confirme que, en efecto, algo huele a podrido en nuestro interior. En ‘Los muertos no mueren’ (título gloriosamente cacofónico en el original ‘The Dead Don’t Die’), Jim Jarmusch cita de forma explícita, y en varias ocasiones, al maestro del subgénero George A. Romero, pero la mención que más da en el clavo no se localiza en ninguna frase o momento concreto, sino más bien en la voluntad “divina” que moldea y guía a tan lamentables creaciones.

En ‘Zombi’, por ejemplo (y ya puestos, en ‘Amanecer de los muertos’, el estupendo remake de Zack Snyder), los monstruos se dirigían instintivamente hacia las grandísimas superficies de los centros comerciales. Hacia esos templos del consumismo que tan eficientemente concentraban los males de la sociedad. Pues bien, en esta ocasión, el Apocalipsis se produce en un lugar aparentemente intrascendente: en Centerville, donde se llevan gorras rojas en defensa de la pureza étnica de América, y donde el concepto “urbanita” se aplica a gente proveniente de Pittsburgh o Cleveland.



En esos Estados Unidos que, nos guste o no, son lo que ahora mismo mandan, Jarmusch pone el foco de atención. Ahí, su cine de los ecos, basado formalmente en las repeticiones de situaciones que adquieren la categoría de adormilado mantra, se ríe de ese concepto tan snob de “terror elevado”, y lo reduce a una comedia alegre en su sencillez sencilla, incluso orgullosa en su simpleza. El amable folk de Sturgill Simpson se combina con una banda sonora marca de la casa (sintetizada y con guitarras eléctricas al borde de la psicodelia), y la música de foso se confunde con la de pantalla.

Cuando menos lo esperamos, ‘Los muertos no mueren’ se descubre como un divertimento mucho más sofisticado de lo que en un principio cabía esperar. De nuevo, las apariencias engañan. El espectacular cartel de actores (la mayoría de ellos, sospechosos habituales en la filmografía de Jarmusch) insinuaba, a priori, los efímeros y por esto intrascendentes placeres del “cine de amiguetes”, pero en realidad, la auto-complaciencia queda en genial amago.



De repente, la cuarta pared se destruye con la normalidad con la que un granjero suelta un comentario racista, o con la que intentamos justificar políticas energéticas sustentadas en prácticas tan demenciales como el fracking. Una vez más: parece que está todo en orden... pero no. Las fugas meta-fílmicas con las que la película escapa de callejones sin salida, y que funden magistralmente los conceptos de “actor” y personaje”, deben interpretarse como una nueva invitación a mirarse al espejo, además de una asunción de culpa, por parte del propio cine, en la creación del monstruo de nuestros tiempos.

Si los vampiros de ‘Sólo los amantes sobreviven’ nos remitían a la decadencia occidental, ahora los zombies nos recuerdan otra gran enfermedad del presente: con la maldita insaciabilidad topamos, de nuevo. Con ese pueril deseo de que un producto sea solo la promesa del siguiente. Y así vamos consumiendo, hasta que nos consumamos a nosotros mismos. “Los muertos no mueren”, dice Jarmusch. Se les ha negado la recompensa del descanso eterno porque sus vicios les persiguen en la otra vida. Es tan triste y, desde luego, tan terrorífico, que lo más natural es reírse.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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