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Nación salvaje

Thriller Salem ya no es el de los juicios por brujería. De hecho, el Salem de los smartphones es mucho peor. El hackeo y la publicación de buena parte de la información íntima de sus ciudadanos hará que la gente de Salem pierda los papeles, desencadenando una ola de violencia que termina arrastrando a cuatro chicas, acusadas de estar detrás de este hurto cibernético y perseguidas como si fuesen brujas de nuestros tiempos. (FILMAFFINITY)
Los ciberjuicios de Salem
Los antecedentes recientes son éstos: ‘Chicas malas’, de Mark Waters y ‘Castigo sangriento’, de Joseph Kahn. Dos películas excelentes en la comprensión de la fauna teenager, así como del ecosistema en el que ésta se mueve. Dos puntos que marcan una línea, y que nos llevan a un tercero. ‘Nación salvaje’, de Sam Levinson, marca la siguiente etapa en la escala evolutiva de tan singular animal. Su segundo trabajo como director tiene, en efecto, una fuerte vocación histórica. Para muestra, su primera secuencia, en la que un pueblo parece haber imitado los rituales de ‘The Purge’, para situarse así en un contexto claramente post-apocalíptico.

Año siete después de Joseph Kahn: en Salem, la quema de brujas se inmortaliza con la inestimable ayuda de los smartphones, cuyas notificaciones suenan a pura gota malaya. Aparatos inteligentes manejados por seres deficientes. A nivel intelectual, pero también desde un punto de vista moral. El apocalipsis se concreta así en un juicio (final) colectivo en el que el -falso- puritanismo de la vieja escuela choca frontalmente contra la desinhibición siempre asociada a las nuevas generaciones. El principal damnificado es el amor, cuya alarmante ausencia solo puede ser suplida, quizás, por los sólidos lazos de la sororidad.



El prólogo de ‘Nación salvaje’ es un portento estilístico en el que ya se descubren las virtudes de un producto cuyas formas van a erigirse en irrefutable testigo de un contenido mucho más potente de lo que en un principio cabía esperar. Como si se tratara de una versión americana de Gaspar Noé (de enfants terribles va a el asunto), el hijo de Barry Levinson parte la pantalla en tres secciones verticales, la colorea con el blanco, azul y rojo de las “barras y estrellas” y nos advierte sobre el carácter altamente ofensivo del contenido que estamos a punto de ver.

Quien avisa no es traidor... y que viva el morbo. Lo que viene a continuación es un buceo (más terrorífico que cómico) en el carácter extremo y explícito de los tiempos de la exposición total. En la era de la vanidad de las redes sociales, se ha perdido cualquier noción de intimidad, y en consecuencia, todo secreto (antesala del escándalo) es susceptible de ser pirateado, filtrado... y por supuesto, viralizado. El impacto de cada revelación lo determinará una masa anónima y tumultuaria, auto-proclamada jueza única de cualquier debate que se preste, o que se cree. A todo esto, queda claro que la comunidad posmilenial ha heredado este mundo, y que cuando intenta darle forma, lo hace con la misma violencia con la que se le han impuesto las reglas de un juego que, ya lo sabemos, se cobra víctimas.



En ‘Nación salvaje’, los enredos y conflictos habituales del coming of age son usados como pretexto para incidir en el espíritu no solo de una generación, sino más bien de un momento que da la sensación de llevarnos a una enajenación mental inevitablemente compartida. El fin de los tiempos, vaya. El veneno del bullying y del public shaming se ha vuelto virtual, pero sus efectos son más reales que nunca. Levinson hace gala de una comprensión cum laude de un espacio que, en este caso, está al margen de limitaciones físicas. Milagros del 4G.

En la que seguramente sea la escena más inspirada del film, se muestra una escalofriante invasión hogareña... filmada siempre desde el exterior. No podemos escondernos; mucho menos refugiarnos: la jungla y sus bestias están en todos los sitios, porque las llevamos dentro. El plano formal incide contundentemente en el espiritual, así, la reflexión luce como una propuesta tan espectacular como entretenida: ¿existe una fórmula mejor para hablar de la juventud? De este modo, la nube referencialista en la que constantemente nos sumerge la película (y que nos lleva del “resplandor” de Kubrick al exploitation nipón de ‘Stray Cat Rock’; de la “Wave of Mutilation” de los Pixies al “We Can’t Stop” de Miley Cyrus), se descubre no como la enésima -y desesperada- búsqueda de lo cool por parte del cine made in Hollywood, sino como la cristalización audiovisual del caos mental con el que crecen los chavales en un presente definido, precisamente, por la saturación de estímulos.



Trey Parker & Matt Stone llevaban razón; Phil Lord & Chris Miller también: las pantallas a través de las cuales observamos, son las mismas a través de las cuales somos observados. En dicho círculo vicioso, no queda claro si se está encapsulando o condicionando (para mal) la naturaleza humana. Sea como fuere, el resultado es tan gracioso como escalofriante. Tanto, que se entiende el impulso nihilista de estallar en una carcajada, mientras el mundo estalla a nuestro alrededor.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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