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Vitalina Varela

Drama Vitalina Varela es una mujer de 55 años procedente de Cabo Verde que llega a Lisboa tres días después de celebrar el funeral de su marido, que tiempo atrás emigró. Ha estado esperando este momento durante más de 25 años. (FILMAFFINITY)
Réquiem en claroscuro
Vitalina Varela, mujer que en realidad tiene algo de entidad extra-corpórea, emprende finalmente ese viaje prometido que la llevará de Cabo Verde a Portugal. Por desgracia, la primera noticia que recibe al poner los pies en Europa es que llega tarde (su marido murió y fue enterrado hará ya tres días); la segunda es que en este nuevo lugar donde pretende echar raíces, no hay nada para ella. Así arranca, previa marcha funeraria, el nuevo trabajo de Pedro Costa, quien (y el cual) se debe completamente a esa fuerza de la naturaleza que da título a la propuesta, que co-escribe el guion y que, por supuesto, pone la cara ante la cámara.

‘Vitalinia Varela’ es, así pues, Vitalina Varela. Y viceversa. Suena redundante, pero así se dibuja, verdaderamente, el círculo -virtuoso- con el que se define la película: no se sabe dónde empieza el personaje y dónde acaba la persona... porque seguramente, ambos conceptos se hayan fundido en la misma verdad. Con esta sospecha (a las pocas escenas convertida en certeza) avanza esta especie de réquiem que a lo mejor está dedicado a un individuo; a lo mejor a un colectivo... pero que seguro que sobrecoge, en parte, por su abrumadora falta de música.



Es, para acabar de concretar la idea, como un panegírico en el que las alabanzas de rigor dedicadas al difunto, han sido remplazadas por un lamento que prefiere cargar la gravedad del discurso en las -funestas- circunstancias que marcaron su existencia, una no-vida condenada a la inexistencia. De esta manera, la poética de Pedro Costa sigue tomando cuerpo a lo largo de más de dos horas en las que las imágenes invocadas se disponen a conciliar reinos aparentemente irreconciliables: África y el Viejo Continente; la vida y la muerte...

Con estos conceptos o pulsiones conviviendo constantemente en pantalla, el cineasta luso consigue que parámetros en principio tan sólidos y objetivos como el espacio y el tiempo se confundan, en una poderosa declaración que confirma (por si las escenas de apertura no habían dejado claras las intenciones) que la acción filmada tiene lugar en un limbo donde el sentimiento de pena, ciertamente aplastante, adquiere la magnitud de esos rasgos identitarios con los que se va a poder reconocer a un pueblo entero. Vitalina Varela (con y sin comillas) es, efectivamente, ese puente maldito que conecta Cabo Verde con Portugal.



Un avión aterriza en el aeropuerto de Lisboa. Antes de que las gigantescas turbinas de sus motores hayan dejado de rugir; antes siquiera de que hayan aparecido las escaleras móviles que conectan a este gigantesco pájaro metálico con la tierra firme, se abre una puerta, y de ella emerge una sombra femenina. A los pocos segundos, ésta desciende para tomar contacto con este país que aún no se sabe si la va a recibir con hostilidad o con gesto afectivo. Por el camino, y por aquello de no luchar contra el misterio, la cámara nos deleita con una serie de planos detalle de sus pies... tras los cuales permanece un rastro acuoso que no se sabe si se debe a sus lágrimas o a su sudor.

O de nuevo, a una mezcla de ambos fluidos. Este arrebato lírico es presentado sin ninguna floritura confirmativa en la banda sonora, en un gesto de realismo mágico anti-formulaico... y gloriosamente fílmico. Pedro Costa confía ciegamente, y que viva la ironía, en el poder de la imagen. Por algo es uno de los cineastas que actualmente más dignifica (y ennoblece, claro) el medio en el que se apoya. Para muestra, ésta su nueva película, que en realidad es un personaje... que en realidad es una persona que se mueve constantemente entre la luz y la(s) sombra(s).



‘Vitalina Varela’ es, por lo que declara la retina, una obra maestra del claroscuro. Un retablo en el que el blanco y el negro se presentan como dos únicas opciones un el abanico cromático que no contempla ninguna otra alternativa. Fontainhas, centro geográfico del universo fílmico de Pedro Costa, se desdobla aquí entre dos naciones que, como tales, se convierten en sendas promesas a punto de desmoronarse. Ese hogar idealizado del que, no obstante, se huyó; esa prosperidad insinuada que al final se concretó en poco más que un indigno (y por esto intolerable) contrato de esclavitud. Es la historia de un hombre y de su mujer, que fueron igualmente engañados; es la tragedia compartida que inevitablemente define a un colectivo entero.

Pedro Costa homenajea así al que, según él, es el mejor activo de su país... y aun así, el que seguramente sea más menospreciado. Lo hace navegando por ese gueto urbano convertido, a través de su filmación (impresionante en la iluminación; en la elección de encuadres), en un laberinto cavernoso privado de la esperanza de la luz... a no ser, claro, que entre en escena el factor humano. Éste se materializa primero en la desesperación de Ventura (actor protagonista de ‘Caballo dinero’, ahora en la piel de un pastor que ha perdido a su rebaño), y después en la portentosa presencia de Vitalina Varela, omnipresente e inagotable combustible artístico que cuando llora, parece que lo haga por sudoroso esfuerzo impuesto. La sombra y la luz se explican pues por lo mismos motivos, porque brotan del mismo cuerpo: el de una humanidad amedrentada por un espacio y por unos tiempos igualmente tenebrosos, pero inquebrantable cuando toma conciencia de esa dignidad que ya nada ni nadie le podrá negar.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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