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Demasiado viejo para morir joven (Miniserie de TV)

Serie de TV. Thriller. Drama Serie de TV (2019). 10 episodios. Una trágica noche, la vida de Martin Jones, un ayudante de sheriff del condado de Los Ángeles, salta por los aires y se ve obligado a entrar en un mundo clandestino y letal de soldados del cártel, asesinos yakuza y justicieros misteriosos. No tardará en verse inmerso en una odisea surrealista de asesinato, misticismo y venganza mientras le acechan sus antiguos pecados. (FILMAFFINITY)
La nebulosa de neón
Hay ocasiones en que la crítica y la crónica cinematográfica deben ser dos partes indisocibales del mismo cuerpo... porque hay ocasiones en que un evento, con todas sus particularidades, consigue captar a la perfección la esencia del objeto que alberga. Para entendernos: contenido y recipiente pueden llegar al pacto de simbiosis, hasta tal punto que a lo mejor no se entiende uno sin el otro. Hablo del Festival de Cannes, el rey de todos los eventos, plaza sin igual donde se presentó en sociedad la serie televisiva “Too Old To Die Young”, de Nicolas Winding Refn.

Lo normal cuando este tipo de lugar se junta con este tipo de producto, es seguir la lógica, o sea, empezar por el principio. En otras palabras, si un certamen cinematográfico cambia la gran pantalla por la pequeña, va a buscar “el piloto”, ese episodio que, como mandan los cánones catódicos, debe servir para comprimir la esencia de la propuesta, así como para captar la atención del espectador. Pues bien, para su desembarco en la Croisette, el venerado cineasta danés eligió el cuarto y el quinto capítulo de la serie de marras. Y tuvo todo el sentido del mundo.

De hecho, podríamos haber visto primero el tercero, y después el segundo, y seguramente habría dado igual. Magnífico. Para mayor placer, la sesión se llevó a cabo en la Soixantième, el que seguramente sea el único espacio de proyección del Palais que no queda bien aislado con respecto al exterior. Al poco rato de ponerse en marcha el proyector, pasó lo que tenía que pasar: se oyó a la lluvia bañar la Costa Azul francesa, y a una horda de fotógrafos gritando los nombres de las estrellas de turno. Esta tempestad acústica fue, en realidad, un acto de justicia divina para con el film.



Porque sí, al salir de la famosa Soixantième, Winding Refn ya había aclarado que aquello, en realidad, era una película. Destinada al consumo hogareño (es decir, ahí donde el ruido y otras mil distracciones rebajan la concentración del espectador), pero película al fin y al cabo. Ahí quedó el órdago a la narrativa serializada. Desde el surrealista programa de mano, desde las memorables declaraciones en rueda de prensa... pero sobre todo desde lo que mostraba aquella gigantesca pantalla.

Cuando quisimos darnos cuenta, nos rodeaba una maraña de luces deliberadamente mal enfocadas. En el interior de un local nocturno, la cámara pareció entrar en un ataque epiléptico. Poco antes, cuando aún no había perdido el oremus, había dado con una imagen y una reflexión tan agudas, que a la fuerza tenían que estar anticipando un cataclismo. En Los Angeles, “ciudad de las estrellas”, la contaminación lumínica impedía ver el firmamento encendido de noche, pero tras una calculada rascada de foco, nos dimos cuenta de que los astros se encontraban realmente abajo, circulando por las infinitas autopistas de dicha mega-urbe.

Las estrellas fueron remplazadas por los faros delanteros y traseros de los coches. Winding Refn renunció con ello a la luz natural del Sol y la Luna. Por su ya tan conocida filia por el neón, pero también para incidir en el carácter aberrantemente artificial del mundo que se ponía a retratar: el de los hombres. En un motel, un apuesto policía participaba en un extraño ritual sexual, en una comisaría, los agentes de la ley se dejaban las cuerdas vocales al grito triunfal de “¡Fascismo!”, en la radio una voz alimentaba el fanatismo nacional y en un hangar del Albuquerque, un empresario se forraba con un negocio de pornografía especializado en violaciones.



Mientras, Nicolas Winding Refn insistía en destrozar el orden lógico. Entramos de lleno en el episodio cuarto porque parecía que nada había empezado; que nada había sucedido antes... y salimos del quinto pensando que ya no se podía contar nada más. Y aun así, ahí quedaron esas terribles ganas de ver, escuchar y, en definitiva, saber más. Misión cumplida: el piloto perfecto se escondía en medio del relato, tal vez porque no existiera un relato al uso; tal vez porque no hubiera ningún arco dramático que levantar.

Al fin y al cabo, las más de dos horas que vimos se podrían explicar a través de una serie situaciones en estático. La acción parecía avanzar a cámara lenta, no por manía autoral, sino más bien para mimetizar las pulsaciones mortecinas a las que se movían unas personas que, en realidad, eran personajes... pero que en realidad, eran tópicos. Y a mucha honra. Winding Refn dio una clase magistral de arquetipos geográficos y temáticos, estirándolos y removiéndolos a su caprichoso antojo; presentándolos como una nebulosa que se contentaba con flotar. Con existir.

Llevó a David Lynch, a Nic Pizzolatto y a Alejandro Jodorowsky al límite, y así, dio la razón al último David Robert Mitchell: en el mundo artificial que habitamos, nos hemos dejado devorar por el artificio. Fue un glorioso paso de gigante en el viaje, sin retorno posible, del autor danés hacia el corazón decadente y agonizante del cine de la alta cosmética. Una híper-estilizada pesadilla de belleza venenosa. Una alucinada y alucinante deriva que dibujó un universo (el nuestro) tan alejado de aquello que antes considerábamos como realidad, que parece que nuestra naturaleza animal se haya dejado tentar por esa promesa ficcionada de hacer realidad nuestros sueños más salvajes.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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