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Annabelle vuelve a casa

Terror Los demonólogos Ed y Lorraine Warren están decididos a evitar que Annabelle cause más estragos, así que llevan a la muñeca poseída a la sala de objetos bajo llave que tienen en su casa. La colocan "a salvo" en una vitrina sagrada bendecida por un sacerdote. Pero una terrorífica noche nada santa, Annabelle despierta a los espíritus malignos de la habitación, que se fijan en nuevos objetivos: la hija de diez años de los Warren, Judy, su ... [+]
El sótano de los 1000 fantasmas
Antecedentes de este expediente: en 2013, James Wan estrenó no una, sino dos películas de terror, una de ellas (la que ahora nos interesa) inspirada en la vida, obra y milagros de Ed y Lorraine Warren, dos celebridades dentro del mundo paranormal, cuyas escalofriantes investigaciones le ofrecieron un material de base de primera. ‘Expediente Warren’ es, no en vano, y siempre en mi opinión, el mejor trabajo (y de largo) en la de momento impresionante filmografía de este director de origen malayo.

Un hito del cine de género que alcanzó dicha consideración no solo por sus excelentes registros taquilleros, sino también (y sobre todo) por la suma elegancia con la que Wan ejecutó un ejercicio de casas encantadas que, al menos sobre el papel, apenas optaba a pasar por compendio de tópicos sobre fantasmas y posesiones. Por esto, y por la impresionante capacidad del realizador para sacarse de la chistera a criaturas cuyo diseño visual parecía concebido en nuestras peores pesadillas (veníamos, no lo olvidemos, de ‘Silencio desde el mal’ y de ‘Insidious’).



Y así empezó lo que posteriormente se conocería como “Warrenverse”: con el plano detalle cortado de una muñeca cuya diabólica sonrisa se adjudicaría un contundente rol secundario en aquella primera función, pero que a la larga se convertiría en una de las imágenes más icónicas de esta tan influyente nebulosa de películas. Para muestra, la que ahora mismo nos ocupa, tercero spin-off dedicado a la temida Annabelle... y dígase ya, uno de los trabajos más logrados de este universo fílmico.

La acción comienza con la misma imagen (y, de hecho, con la misma escena) con la que comenzó James Wan, solo que aquí, cuando la cámara se aleja, no pierde de vista al maldito juguete. El director y guionista Gary Dauberman (pieza fundamental de esta multi-saga, tanto desde la escritura como desde la producción) invoca unos recuerdos que deberían hacer sentir como en casa a cualquier fanático del terror (la visión de Patrick Wilson y Vera Farmiga ya tienen esto), mientras deja claro el carácter “annabelle-céntrico” de una historia que, no obstante, disfruta sobremanera expandiendo su repertorio de chucherías fantasmagóricas.



Así se comporta ‘Annabelle vuelve a casa’, como una -perversa- sesión de juegos en ese hogar que tanto conocemos, y que para mayor gozo, ha quedado desprovisto de la siempre castrante presencia de las figuras autoritarias. Los Warren preparan las maletas y dejan momentáneamente la morada al cargo de su hija, y de la niñera, y de una amiga de ésta última... cuya cabeza está llena de malas ideas. Esto, teniendo en cuenta los horrores contenidos en el sótano de dicha casa, es lo mismo que dejar a una panda de chimpancés vigilando un silo de misiles nucleares.

O para emplear la jerga al uso, es como entrar en el sótano de la catedralicia ‘La cabaña en el bosque’, de Drew Goddard, con ganas de trastearlo todo, es decir, con la clara y descarada voluntad de abrir la caja de Pandora. Es el terror por el terror; es el placer masoquista de ir a buscar un ataque al corazón en una sala de cine. En este sentido, ‘Annabelle vuelve a casa’ es una delicia en forma de museo de los horrores, que al principio inquieta por la sabia construcción atmosférica (en la que, como ya sucedía con el mejor James Wan, sorprende para bien la infra-utilización del jump-scare), y que después divierte por su lúdico tratamiento del género.



Gary Dauberman se mueve constantemente entre la risa y la amenaza de parada cardíaca, o sea, entre los sobresaltos entrañables de las “Pesadillas” de R.L. Stine y los traumas que solo pueden ser procesados por mentes más adultas. Lo hace con un grado de auto-exigencia creativa tal, que inmediatamente nos acostumbra a una excelencia en la que las resoluciones más burdas (éstas, en defensa del producto, se cuentan con los dedos de una sola mano) quedan en evidencia ante el imperante despliegue de recursos.

Una ventana se convierte en un espejo, y éste en una puerta por la que nos abordan los demonios que llevamos dentro; un cuerpo se disuelve en el aire cuando es tocado por el rayo de luz de una linterna; un televisor muestra, en riguroso y anticipado diferido, el -aciago- destino que aguarda a quien ose contemplar su pantalla... Y así. Dauberman se divierte jugando con el espacio, y con unos tiempos en los que el “Dancing in the Moonlight” aún no había sido reclamado por los Toploader. A ratos, luce la inspiración de virtuosos modernos como Ari Aster, y así, se reivindica como un brillante maestro de ceremonias (satánicas); como el mejor relevo que de momento le hemos podido encontrar a James Wan.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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