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Voto de Jordirozsa:
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Terror
Stephanie está sola en casa. No sabe por qué sus padres la han dejado allí, pero parece haberse acostumbrado a la situación, y es consciente de en qué momento debe esconderse para evitar la presencia amenazante que mora en las cercanías. ¿Deberíamos sufrir por ella, o quizá hay algo siniestro ocultándose tras los inocentes ojos de la niña? (FILMAFFINITY)
22 de septiembre de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo con una cierta añoranza, algunos de los ratos en los que, durante mis años mozos (tanto en la infancia como en la adolescencia), la ausencia en algunos ratos de mis padres en casa, me convertía en «dueño» de un espacio en el que experimentaba, exploraba, ponía a prueba mi autonomía, desaparecían temporalmente algunas restricciones y/o prohibiciones, y, por ende, el instinto más transgresor empujaba incluso a cometer alguna trastada (pocas quedaban impunes después). Pareja a esta vivencia de sentirse amo y señor, incluso del propio tiempo, venían los primeros encuentros con la soledad, compañera no siempre agradable. Con lo que uno siempre se buscaba a un amigo o compañero de travesuras con el (o la) que compartir tan memorables instantes.
Por ello no resulta muy difícil sentirse identificado con el personaje de Stephanie, sólidamente interpretado por Shree Crooks, una niña que introduce y acapara buena parte a solas el desarrollo del «script» que Akiva Goldsman encargó a Ben Collins y Luke Piotrowski para su segundo largometraje como director, después de la gélida recepción que tuvo su ópera prima, «Cuento de Invierno» (2014), interpretada por Colin Farrell, y orientada más a un estilo de fantasía romántica, en la deriva del «buenismo» azucarado.
«Stephanie» conserva tintes de inocencia inusitada, por lo menos en el tramo del metraje en el que se nos presenta a la espabilada niña. Se las arregla bien en solitario, en el contexto de su casa, sin sus padres, que no se especifica a dónde han ido, ni dónde están; qué es lo que ha ocurrido, y en unas coordenadas temporales poco claras, que el ritmo narrativo, y el nivel de detalle descriptivo del primer bloque (que incluye introducción y primer gran segmento de desarrollo) acaban de difuminar, de modo que la minuciosa y tranquila cámara de Antonio Riestra, con abundancia de primeros planos y planos de detalle hace focalizar nuestra atención, como si estuviera previsto que el espectador jugase ahí un papel como de «invitado furtivo», en la rutina diaria de la pequeña.
Con toda naturalidad y lógicos gazapos (el exceso de pasta de dientes empleado en su higiene bucal, el bote de mermelada que se le hace añicos cuando intenta asirlo encaramada en una silla, el exceso de horas ante los dibujos animados en la tele… cosas normales en una personita de su edad que tiene que sacarse los tachos), se desenvuelve como si nada en tal situación: sin que le importe demasiado, por lo menos al principio, el estar sin sus progenitores en el hogar.
Empezando ya sólo por el paciente trabajo de habérselas con una actriz «junior», que es el único e indiscutible centro de la acción, y la creación del espacio de «observador subrepticio» en el que se coloca el cinematógrafo (y al público), el realizador merece un reconocimiento, por tal delicada tarea.
Con ello se consigue (sobre todo si, como en el caso de películas similares, no se han leído demasiadas reseñas profundas, ni se conoce de nada la historia), un tan eficiente como sobrecogedor impacto en la resolución, acentuado por este contraste entre el continuo tono minimalista en el que empieza y va desarrollándose, y la cruel, violenta y poco esperada conclusión.
Está bastante claro que la intención de Goldsman no es el de presentarnos, aunque dentro de los parámetros del terror, una épica en «widescreen», de todos los condicionantes contextuales de la historia que gira en torno a la realidad de la niña protagonista, y de sus referentes sociales más cercanos: sus padres, de los que no sabemos ni sus nombres (no figuran en las reseñas de los títulos); nada más conocemos que sus personajes («papá» y «mamá» de Stephanie), están interpretados por Frank Grillo y Anna Torv, dos actores que, a pesar de ostentar un status bastante periférico en la diégesis del relato, desempeñan sus papeles de manera muy digna, por el rol que les da el libreto.
No interesa contarnos tanto el origen, las causas, la evolución y el estado de lo que le sucede a la pequeña estrella de nuestro cuento, como profundizar en el desarrollo personal en su «aquí y ahora», muy acotado y en su descripción prolija en los detalles. Y es en la riqueza visual de estos pormenores, donde se desenvuelve el contenido o significado de lo que se nos quiere explicar, expresado en su simbolismo. De ahí, que se le achaque a Goldsman (y/o a sus guionistas), el que haya elementos no lo «suficientemente explicados», como para que al espectador le quede una imagen clara de la estructura y el contenido argumentales.
Pero es que al novicio director (reconocido por escribir el guion de conocidas películas como «A Beautiful Mind» (2001), «El Código Da Vinci» (2006), «Ángeles y Demonios» (2008), o varias entregas de la saga de «Batman» (alguna de ellas menos lograda), le importa un rábano el que el progreso del personaje de Stephanie sea debido a un virus pandémico, una invasión marciana, una posesión demoníaca o una surrealista mezcolanza de varios de estos elementos (lo que queda a merced de la interpretación de la audiencia, cuyos sectores más exigentes de la cucharada de papilla en la boca, saldrán con que la cinta «es lenta y aburrida», «no da sustos», no se regodea en «gore ni casquería»… etcétera, etcétera y bla, bla bla, los tópicos de siempre). De hecho, está expuesto en varios comentarios que, en el montaje final, fue suprimida una escena introductoria situada en una especie de laboratorio de investigación oculta, como para contextualizar el origen del mal que aqueja a Stephanie. Escena, por otra parte, prescindible por no tener ninguna utilidad; más bien lo contrario, pues «espoilearía» la historia, dando al traste con el proceso de generación de tensión ambiental.
El objetivo narrativo de este largometraje es el de referir de una manera simbólica y expresiva, los mitos, los componentes socioafectivos y aspectos que giran alrededor del del crecimiento del individuo en su dimensión personal y social más próxima, que es la familia:
Por ello no resulta muy difícil sentirse identificado con el personaje de Stephanie, sólidamente interpretado por Shree Crooks, una niña que introduce y acapara buena parte a solas el desarrollo del «script» que Akiva Goldsman encargó a Ben Collins y Luke Piotrowski para su segundo largometraje como director, después de la gélida recepción que tuvo su ópera prima, «Cuento de Invierno» (2014), interpretada por Colin Farrell, y orientada más a un estilo de fantasía romántica, en la deriva del «buenismo» azucarado.
«Stephanie» conserva tintes de inocencia inusitada, por lo menos en el tramo del metraje en el que se nos presenta a la espabilada niña. Se las arregla bien en solitario, en el contexto de su casa, sin sus padres, que no se especifica a dónde han ido, ni dónde están; qué es lo que ha ocurrido, y en unas coordenadas temporales poco claras, que el ritmo narrativo, y el nivel de detalle descriptivo del primer bloque (que incluye introducción y primer gran segmento de desarrollo) acaban de difuminar, de modo que la minuciosa y tranquila cámara de Antonio Riestra, con abundancia de primeros planos y planos de detalle hace focalizar nuestra atención, como si estuviera previsto que el espectador jugase ahí un papel como de «invitado furtivo», en la rutina diaria de la pequeña.
Con toda naturalidad y lógicos gazapos (el exceso de pasta de dientes empleado en su higiene bucal, el bote de mermelada que se le hace añicos cuando intenta asirlo encaramada en una silla, el exceso de horas ante los dibujos animados en la tele… cosas normales en una personita de su edad que tiene que sacarse los tachos), se desenvuelve como si nada en tal situación: sin que le importe demasiado, por lo menos al principio, el estar sin sus progenitores en el hogar.
Empezando ya sólo por el paciente trabajo de habérselas con una actriz «junior», que es el único e indiscutible centro de la acción, y la creación del espacio de «observador subrepticio» en el que se coloca el cinematógrafo (y al público), el realizador merece un reconocimiento, por tal delicada tarea.
Con ello se consigue (sobre todo si, como en el caso de películas similares, no se han leído demasiadas reseñas profundas, ni se conoce de nada la historia), un tan eficiente como sobrecogedor impacto en la resolución, acentuado por este contraste entre el continuo tono minimalista en el que empieza y va desarrollándose, y la cruel, violenta y poco esperada conclusión.
Está bastante claro que la intención de Goldsman no es el de presentarnos, aunque dentro de los parámetros del terror, una épica en «widescreen», de todos los condicionantes contextuales de la historia que gira en torno a la realidad de la niña protagonista, y de sus referentes sociales más cercanos: sus padres, de los que no sabemos ni sus nombres (no figuran en las reseñas de los títulos); nada más conocemos que sus personajes («papá» y «mamá» de Stephanie), están interpretados por Frank Grillo y Anna Torv, dos actores que, a pesar de ostentar un status bastante periférico en la diégesis del relato, desempeñan sus papeles de manera muy digna, por el rol que les da el libreto.
No interesa contarnos tanto el origen, las causas, la evolución y el estado de lo que le sucede a la pequeña estrella de nuestro cuento, como profundizar en el desarrollo personal en su «aquí y ahora», muy acotado y en su descripción prolija en los detalles. Y es en la riqueza visual de estos pormenores, donde se desenvuelve el contenido o significado de lo que se nos quiere explicar, expresado en su simbolismo. De ahí, que se le achaque a Goldsman (y/o a sus guionistas), el que haya elementos no lo «suficientemente explicados», como para que al espectador le quede una imagen clara de la estructura y el contenido argumentales.
Pero es que al novicio director (reconocido por escribir el guion de conocidas películas como «A Beautiful Mind» (2001), «El Código Da Vinci» (2006), «Ángeles y Demonios» (2008), o varias entregas de la saga de «Batman» (alguna de ellas menos lograda), le importa un rábano el que el progreso del personaje de Stephanie sea debido a un virus pandémico, una invasión marciana, una posesión demoníaca o una surrealista mezcolanza de varios de estos elementos (lo que queda a merced de la interpretación de la audiencia, cuyos sectores más exigentes de la cucharada de papilla en la boca, saldrán con que la cinta «es lenta y aburrida», «no da sustos», no se regodea en «gore ni casquería»… etcétera, etcétera y bla, bla bla, los tópicos de siempre). De hecho, está expuesto en varios comentarios que, en el montaje final, fue suprimida una escena introductoria situada en una especie de laboratorio de investigación oculta, como para contextualizar el origen del mal que aqueja a Stephanie. Escena, por otra parte, prescindible por no tener ninguna utilidad; más bien lo contrario, pues «espoilearía» la historia, dando al traste con el proceso de generación de tensión ambiental.
El objetivo narrativo de este largometraje es el de referir de una manera simbólica y expresiva, los mitos, los componentes socioafectivos y aspectos que giran alrededor del del crecimiento del individuo en su dimensión personal y social más próxima, que es la familia:
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
proyección de miedos e inseguridades que nacen en el propio interior (el monstruo que de noche acecha a la chiquilla, cuya presencia es más sugestiva que explícita); la elaboración de fantasías, propias de todo mortal en su infancia y/o adolescencia del tipo «¿sabría arreglármelas sólo(a), sin papá ni mamá?»; vacíos existenciales; delirios de vergüenza y culpa (¿qué otra función podría hacer la presencia del cadáver «semi oculto» de Paul, el hermanito de Stephanie en su cuarto?); fantasías de eliminación o supresión del poder o la influencia de los progenitores (véase el hecatómbico final de la película)… y una larga serie de elementos con los que ir completando esta lista de ingredientes con los que se teje una trama que habla más de modo impresionista que figurativo.
Cabe decir también, que a pesar de que la perspectiva del mundo de los adultos es algo que tiende a lo residual, ya que explícitamente la mayoría de referencias nos sitúan en la óptica de Stephanie, no dejaremos de ponernos también en la piel de sus padres, especialmente en el momento en el que éstos aparecen en escena, lo que no supone ningún alivio ni refugio para la angustia a la que nos vemos sometidos a medida que vamos descubriendo la siniestra versión de la niña. En esto, Goldsman consigue un interesante efecto de relieve: su «storyboard» es como una moneda, de la que podemos ir contemplando ambas caras. Si horrífico es descubrir en lo que la chavala se ha ido convirtiendo (y ya era antes, pues varios «flashback» y otra clase de pistas nos lo revelan), más monstruoso se puede antojar la conversación/debate del padre y la madre, decidiendo que la mejor solución es «despachar» a la pequeña, por mucho que fuesen ellos los que la parieron, puesto que representa un peligro (por lo menos para su supervivencia). Un planteamiento que se pueda hacer cualquiera sobre un engendro que es carne de su carne y sangre de su sangre, ya constituye algo de lo más macabro que nos podamos imaginar.
La decente banda sonora de Nathan Whitehead marca el acento, coloca sin problemas las tildes, en un discreto ejercicio, a toda la prosa de la película. Marcando diferencias con la factura de los efectos especiales, de los que hay un abuso para sobre compensar con un remate que pretende ser lo más impactante posible, de forma postiza y forzada, en contraste con toda la parte del desarrollo.
Dicho desparrame de artificios, en el súbito crescendo de violencia para la bajada de telón, desentona enormemente con la atmósfera creada durante todo el avance de una acción que hasta prácticamente al final se expone de manera sucinta, insinuante, y acaba rompiendo aguas de un modo atolondrado.
Ello desvirtúa el producto, así como algunos boquetes en el conjunto de la trama, que, por otra parte, Goldsman sabe camuflar con arte y oficio, sin que tales gazapos enturbien en demasía el seguimiento del hilo. Pero que manchan y restan calidad a lo que habría podido ser una auténtica obra de orfebrería. Por ejemplo, no queda claro si el cadáver de Paul, el hermano, está ahí en su cama, o se trata de una mera proyección de un sentimiento de culpa de la niña. Si sus padres son conscientes de lo que le sucede a su hija, razón por la que se marcharon de la casa (cosa que queda perfectamente explicada en el último acto), ¿por qué se molestan y se la juegan volviendo, exponiéndose a una fuerza desconocida y letal? ¿Qué sentido tiene que el padre (Grillo) levante un cerco para «evitar que un monstruo» entre en casa, si saben que el peligro no está fuera sino dentro?
Aparte algunas flaquezas por el estilo, «Stephanie» resulta ser un interesante ejercicio de mano de Akiva Goldsman en su faceta como director, en la etapa de madurez de su carrera. Podemos perdonarle estos deslices, que tampoco tendremos base para atribuírselos, a él o a los dictados de producción. Al fin y al cabo, se lo debemos por los éxitos cultivados con guiones en los que nos demostró sobradamente su arte.
Cabe decir también, que a pesar de que la perspectiva del mundo de los adultos es algo que tiende a lo residual, ya que explícitamente la mayoría de referencias nos sitúan en la óptica de Stephanie, no dejaremos de ponernos también en la piel de sus padres, especialmente en el momento en el que éstos aparecen en escena, lo que no supone ningún alivio ni refugio para la angustia a la que nos vemos sometidos a medida que vamos descubriendo la siniestra versión de la niña. En esto, Goldsman consigue un interesante efecto de relieve: su «storyboard» es como una moneda, de la que podemos ir contemplando ambas caras. Si horrífico es descubrir en lo que la chavala se ha ido convirtiendo (y ya era antes, pues varios «flashback» y otra clase de pistas nos lo revelan), más monstruoso se puede antojar la conversación/debate del padre y la madre, decidiendo que la mejor solución es «despachar» a la pequeña, por mucho que fuesen ellos los que la parieron, puesto que representa un peligro (por lo menos para su supervivencia). Un planteamiento que se pueda hacer cualquiera sobre un engendro que es carne de su carne y sangre de su sangre, ya constituye algo de lo más macabro que nos podamos imaginar.
La decente banda sonora de Nathan Whitehead marca el acento, coloca sin problemas las tildes, en un discreto ejercicio, a toda la prosa de la película. Marcando diferencias con la factura de los efectos especiales, de los que hay un abuso para sobre compensar con un remate que pretende ser lo más impactante posible, de forma postiza y forzada, en contraste con toda la parte del desarrollo.
Dicho desparrame de artificios, en el súbito crescendo de violencia para la bajada de telón, desentona enormemente con la atmósfera creada durante todo el avance de una acción que hasta prácticamente al final se expone de manera sucinta, insinuante, y acaba rompiendo aguas de un modo atolondrado.
Ello desvirtúa el producto, así como algunos boquetes en el conjunto de la trama, que, por otra parte, Goldsman sabe camuflar con arte y oficio, sin que tales gazapos enturbien en demasía el seguimiento del hilo. Pero que manchan y restan calidad a lo que habría podido ser una auténtica obra de orfebrería. Por ejemplo, no queda claro si el cadáver de Paul, el hermano, está ahí en su cama, o se trata de una mera proyección de un sentimiento de culpa de la niña. Si sus padres son conscientes de lo que le sucede a su hija, razón por la que se marcharon de la casa (cosa que queda perfectamente explicada en el último acto), ¿por qué se molestan y se la juegan volviendo, exponiéndose a una fuerza desconocida y letal? ¿Qué sentido tiene que el padre (Grillo) levante un cerco para «evitar que un monstruo» entre en casa, si saben que el peligro no está fuera sino dentro?
Aparte algunas flaquezas por el estilo, «Stephanie» resulta ser un interesante ejercicio de mano de Akiva Goldsman en su faceta como director, en la etapa de madurez de su carrera. Podemos perdonarle estos deslices, que tampoco tendremos base para atribuírselos, a él o a los dictados de producción. Al fin y al cabo, se lo debemos por los éxitos cultivados con guiones en los que nos demostró sobradamente su arte.