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Voto de Andrés Vélez Cuervo:
7
Cine negro. Drama. Romance Toda la historia transcurre en menos de un día, y en sólo tres escenarios: un bar del puerto, una pensión y los muelles de la ciudad de Nueva York. Bill Connolly es fogonero en un barco, y tiene una única noche libre en tierra. Mientras camina por los muelles, una muchacha se arroja al agua. Bill la rescata, y poco a poco ambos se sienten atraídos el uno hacia el otro. (FILMAFFINITY)
24 de noviembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué le habrá pasado por la cabeza a Bill Roberts (Georges Brancroft) cuando saltó a salvar a Mae (Betty Compson), esa vagabunda suicida que se aventó al agua de los muelles de Nueva York?
A juzgar por lo que uno como espectador llega a conocer de ese personaje durante The Docks of New York, se podría ser muy ñoñamente positivo y asumir que una responsabilidad heroica se apoderó de su ser, pero también podría pensarse que fue una morbosa curiosidad casi infantil por la aventura y la carne femenina la que lo empujó al agua fría en su única noche libre. Yo quiero imaginar un milisegundo de vacilación entre dejar morir a la desconocida que realmente le importaba un pepino y salvarla porque, desde donde la veía parecía estar sabrosona, que terminó por la apuesta de sacarla del agua en un acto más egoísta que altruista (no es el lugar para divagar sobre si salvar a un suicida es un acto de loable bondad o de absoluta y majadera crueldad, pero por si alguien me lo preguntara, si yo hubiera sido Lázaro, habría usado mi segundo chance para vengarme de Jesús por resucitarme, así que se imaginará usted lo que pienso sobre el asunto de salvar a un pobre suicida). Como sea, ese acto es el que da lugar al relato de esta película, en la que Bill, un fornido y burdo fogonero de barco, tras salvar a Mae de morir ahogada, se la lleva de parranda y termina por casarse con ella al mejor estilo de los amantes locos en Las Vegas (¿vendrá de aquí esa tradición tan cinematográfica?).
Desconozco si von Sternberg era machista o todo lo contrario, pero lo que sí sé, por la evidencia de sus películas, es que le encantaban los personajes masculinos imponentes y cruelmente atractivos. Su protagonista en esta película es un ejemplo perfecto. Brancroft encarna aquí, con todo virtuosismo, a un protomacho que hoy día haría indignar hasta el bufido y el ojo entornado a los correctos ciudadanos de bien (no puedo evitar imaginarme cómo habría rodado una escena explícita de cama el genial von Sternberg con este personaje). De hecho, muy seguramente la historia que The Docks of New York cuenta sería hoy motivo de enconados enojos. Bill, ese bárbaro, que calificaré de itifálico, va por la vida como un colonizador que se abre paso a machete entre la maleza (“Are you goin’ to let me have a good time in my own quiet way, or am I gonna take this place apart?” suelta este bruto en algún momento en que no lo dejan hacer su santa voluntad). Convencido de ser casi que una fuerza de la naturaleza, este marinero sucio vive siempre en línea recta hacia el placer y se convierte en casual salvador de la (no tan) dama en apuros, sacándola de su abismo de miseria autodestructiva con su solo poder masculino, para luego ser, a su vez, transformado por el poder redentor del amor femenino que lleva su luz incluso al lumpen roñoso de esos muelles tristes.
El lector podría atreverse a pensar por mis palabras que yo desapruebo en alguna medida este la esencia de este guion de Jules Furthman (basado en la historia de John Monk Saunders, The Dock Walloper) así que, por si acaso, dejo claro que me parece una brutal, sincera y atrevida muestra de naturalismo cinematográfico de la que lo único que me choca es el ingrediente esperanzador (me declaro seguidor de la tragedia determinista) que termina por hacer que las resoluciones se sientan repentinas y los arcos de transformación débiles.
Además de ese guion tan sencillo como visceral, esta belleza ofrece un espectáculo repleto de composiciones simbólicas pintado en un blanco y negro rico en matices con unos negros profundamente expresivos (qué buen trabajo de fotografía el que hace aquí Harold Rosson), en el que se recrea uno el ojo como en el striptease de un burdel; con una mezcla de delectación, cargo de conciencia y una pizca de asquillo.
Andrés Vélez Cuervo
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