Original remake de la joya westerniana que rodó el hombre zine.

A pesar de que en la persecución de Sean Connery a un malo parece que regalen puntos extra por derribar viandantes (llegando a trepar una verja para empujar a un buen hombre), la película está exenta de ridiculeces, y mezcla con acierto las drogas, el oeste, las web cams, los curreles y el espacio exterior.

Como en toda película de ciencia ficción, debe juzgarse su parte científica y su parte ficticia, además de los efectos especiales, que es en este género donde juegan su papel más importante.

La primera es sólida: en una nave espacial (anclada junto una mina extrasterrestre) de la que no se puede salir, por el tema del oxígeno, las gravedad y esas movidas, conviven currantes y policías, todos ellos asqueados por la claustrofobia y al borde de la desesperación.
Esto conlleva corrupción en un principio, ley del silencio a continuación, y cobardía finalmente, abriendo las puertas de la heroicidad al prota (y es aquí donde entra en juego la parte de ficción), en una trama de suspense y acción clásica, silenciosa, acertadamente, aunque aderezada con diálogos tajantes, ingeniosos y contundentes.
Sin embargo, el tercer parámetro se ve claramente perjudicado por la década en que fue rodada, los 80, una década de la que aún se desconoce el fenómeno paranormal que imprimía ese colorcillo naranja grisáceo a cada fotograma. Además, esa época era la del spectrum y las máquinas de marcianitos, y cuando recrean los ordenadores del futuro con la pantalla negra y las letras verdes, pues se nos pone cara de penilla. Internet es de los pocos avances que nadie supo anticipar, que yo sepa...

Y para terminar, antes de los créditos, una de las frases más románticas que haya escuchado jamás. Una pequeña genialidad de esas que vienen con forma de bombilla, muy de vez en cuando, y que suponen la mejor manera de cerrar un guión.