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Voto de Jordirozsa:
5
22 de enero de 2022
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo poco que he encontrado para leer sobre “7 Below” (2012), no deja con buena papeleta a la cinta dirigida por Kevin Carraway, de quién sólo he visto figurar tres títulos, y no he conseguido localizar ni el careto en “gugle". En fin, un total desconocido para mí, antes, durante, y después de ver un filme que, sin ser ninguna maravilla, entretiene y cuenta con algunos buenos apuntes.
Con una ominosa introducción, en la que ya se nos pone claramente en antecedentes de cuál será la clave de la trama de la historia, empieza ya con los títulos de crédito yendo directo al grano para que un público diana al que va dirigida no tenga demasiados problemas de devaneo de sesos para establecer conexiones entre el cuento primigenio y todo lo que sucederá a continuación.
Incluso con los tonos de luz amarillenta en un ambiente semioscuro que adereza Harris Charalambous, al cargo de la fotografía, ya se subraya (sólo faltaría el fosforito marcando los subtítulos) un prólogo en el que se explicita todo, en vez de dejar que los elementos de “planting” que irán apareciendo a lo largo del metraje hicieran su trabajo de sugestión; no sea caso que algún espectador se perdiera !! Para que todos puedan poner el piloto automático, entre el “crunch-crunch” de las palomitas y el guarrindongo sorber de los refrescos.
Cabe decir, que, ante esta escena inicial, uno no sabe como ubicarse; si ante una historia de terror, o el drama de una familia multiproblemática con un padre adúltero que pega a su esposa, una abuela dependiente, y un crío con un transtorno de personalidad que se carga a todos con un cuchillo de caza, incluídas sus dos hermanas mayores, que son las que parecen un poco normalitas (bonito para un ejercicio o trabajo de análisis en un curso de trabajo social).
La base temática sobre la que Carraway trabaja, combina un trifásico de historia de fantasmas, un revoltijo aguado de mundología religiosa afroamericana (vudú, santería, maldiciones… ) y unas gotas carajilleras de “road movie”. Sobre este colchón coctelero, se monta el trípode de un set que se manejará entre la carretera de “acceso” de los personajes al escenario principal, las otras dos patas: la casa encantada, objeto de la maldición/pesadilla de los protas, y el bosque (también encantado, no cabe duda), que de manera accesoria hace de extensión, no menos lúgubre, aún a plena luz del dia, hasta donde llegarán los tentáculos del macabro anatema al que quedarán condenados los miembros del elenco.
En estas tres ubicaciones se irá moviendo la cámara, con planos generalmente bastante cerrados, entre los que no encontraremos ninguna panorámica interesante, a parte de la fugaz aérea inicial del coche; el momento de su parada en la gasolinera; los retazos de paisaje del otro lado de la carretera, los mismos que ven los cinco ocupantes (más el conductor), desde las ventanillas del taxi-furgoneta en el que viajan, como si se tratara de un pase diapositivas, una sucesión de fotos que contemplar, para no aburrirse en el que parece que pretende ser un largo trayecto; y el plano de la casa a la llegada de los viajeros rescatados por el extraño “Tío Tom”, guardián de la lóbrega vivienda, pintada de rojo intenso, donde se supone que ocurrieron los ominosos asesinatos de antaño, referidos en el prólogo.
La música entra en el primer momento, desde el plano diegético. Se reproduce una canción de época con la que se ambienta el trágico destino de la familia, parecido a los coros del “Mr. Sandmand, bring me a dream..”, del inicio de Halloween, preludio de la muerte de la hija de los Myers.
En los créditos iniciales, Jake Staley despliega sus efectivos en una composición que incluye, en la partitura orquestal, algunos instrumentos electrónicos que quedan bien integrados en el tema principal. Más adelante, la banda sonora queda totalmente relegada en su función puramente incidental sin destacar, más que en la última escena, en la que su presencia se hará notar de nuevo, pero sin el esplendor del principio. Por encima quedará el recuerdo de los efectos de sonido y visuales con los que se dará vida a sendas tormentas, fondo tanto del preámbulo, como de la sucesión de tensiones, sustos y muertes durante la estancia en la casa de los viajeros rescatados por el raro Jack, cuidador de la maldita villa. Tan usados como necesarios, los efectos de una tormenta son a las películas de terror, como el sofrito en la mayoría de guisos. Los rayos y los truenos, igual que el ajo y la cebolla, no pueden faltar en la base de la cocina del miedo.
A pesar de su sencillez, el argumento está revestido por el guión de elementos poco explicados. Y, aunque al principio ya he comentado que Carraway no se quiere complicar la vida con giros, y parece querer darlo todo bastante mascado, quedan cuestiones sin dilucidar, sobretodo en la resolución de la trama; no acaba de cerrar con claridad ni elegancia, dejándolo como un nudo mal hecho, y con poca sutilidad la sugerencia final, antes de los títulos de crédito finales.
Un aspecto que hace interesante la aparición de los personajes, es la asimilación que podríamos hacer de su presentación en el taxi-furgoneta donde viajan, lo cual nos recuerda a las películas del oeste, en las que sus protagonistas son introducidos viajando en una diligencia; de cada uno, plano a plano, se nos va haciendo un breve prefacio, para darnos unas pinceladas o pistas de sus respectivos caracteres, en lo que es un grupo variopinto de personas cuyos destinos van a confluir y resolverse en la historia que tendrá lugar; un recurso narrativo utilizado en infinidad de ocasiones. Un estilo que se nos hace ya inconscientemente familiar, dado que lo hemos vivido en otras narraciones de la gran pantalla.
En el caso de las diligencias al estar sentados los pasajeros de frente, ello implicaba además una situación de conversaciones entrecruzadas, en las que la interacción inicial entre sí daba más información de cada uno de ellos.
Con una ominosa introducción, en la que ya se nos pone claramente en antecedentes de cuál será la clave de la trama de la historia, empieza ya con los títulos de crédito yendo directo al grano para que un público diana al que va dirigida no tenga demasiados problemas de devaneo de sesos para establecer conexiones entre el cuento primigenio y todo lo que sucederá a continuación.
Incluso con los tonos de luz amarillenta en un ambiente semioscuro que adereza Harris Charalambous, al cargo de la fotografía, ya se subraya (sólo faltaría el fosforito marcando los subtítulos) un prólogo en el que se explicita todo, en vez de dejar que los elementos de “planting” que irán apareciendo a lo largo del metraje hicieran su trabajo de sugestión; no sea caso que algún espectador se perdiera !! Para que todos puedan poner el piloto automático, entre el “crunch-crunch” de las palomitas y el guarrindongo sorber de los refrescos.
Cabe decir, que, ante esta escena inicial, uno no sabe como ubicarse; si ante una historia de terror, o el drama de una familia multiproblemática con un padre adúltero que pega a su esposa, una abuela dependiente, y un crío con un transtorno de personalidad que se carga a todos con un cuchillo de caza, incluídas sus dos hermanas mayores, que son las que parecen un poco normalitas (bonito para un ejercicio o trabajo de análisis en un curso de trabajo social).
La base temática sobre la que Carraway trabaja, combina un trifásico de historia de fantasmas, un revoltijo aguado de mundología religiosa afroamericana (vudú, santería, maldiciones… ) y unas gotas carajilleras de “road movie”. Sobre este colchón coctelero, se monta el trípode de un set que se manejará entre la carretera de “acceso” de los personajes al escenario principal, las otras dos patas: la casa encantada, objeto de la maldición/pesadilla de los protas, y el bosque (también encantado, no cabe duda), que de manera accesoria hace de extensión, no menos lúgubre, aún a plena luz del dia, hasta donde llegarán los tentáculos del macabro anatema al que quedarán condenados los miembros del elenco.
En estas tres ubicaciones se irá moviendo la cámara, con planos generalmente bastante cerrados, entre los que no encontraremos ninguna panorámica interesante, a parte de la fugaz aérea inicial del coche; el momento de su parada en la gasolinera; los retazos de paisaje del otro lado de la carretera, los mismos que ven los cinco ocupantes (más el conductor), desde las ventanillas del taxi-furgoneta en el que viajan, como si se tratara de un pase diapositivas, una sucesión de fotos que contemplar, para no aburrirse en el que parece que pretende ser un largo trayecto; y el plano de la casa a la llegada de los viajeros rescatados por el extraño “Tío Tom”, guardián de la lóbrega vivienda, pintada de rojo intenso, donde se supone que ocurrieron los ominosos asesinatos de antaño, referidos en el prólogo.
La música entra en el primer momento, desde el plano diegético. Se reproduce una canción de época con la que se ambienta el trágico destino de la familia, parecido a los coros del “Mr. Sandmand, bring me a dream..”, del inicio de Halloween, preludio de la muerte de la hija de los Myers.
En los créditos iniciales, Jake Staley despliega sus efectivos en una composición que incluye, en la partitura orquestal, algunos instrumentos electrónicos que quedan bien integrados en el tema principal. Más adelante, la banda sonora queda totalmente relegada en su función puramente incidental sin destacar, más que en la última escena, en la que su presencia se hará notar de nuevo, pero sin el esplendor del principio. Por encima quedará el recuerdo de los efectos de sonido y visuales con los que se dará vida a sendas tormentas, fondo tanto del preámbulo, como de la sucesión de tensiones, sustos y muertes durante la estancia en la casa de los viajeros rescatados por el raro Jack, cuidador de la maldita villa. Tan usados como necesarios, los efectos de una tormenta son a las películas de terror, como el sofrito en la mayoría de guisos. Los rayos y los truenos, igual que el ajo y la cebolla, no pueden faltar en la base de la cocina del miedo.
A pesar de su sencillez, el argumento está revestido por el guión de elementos poco explicados. Y, aunque al principio ya he comentado que Carraway no se quiere complicar la vida con giros, y parece querer darlo todo bastante mascado, quedan cuestiones sin dilucidar, sobretodo en la resolución de la trama; no acaba de cerrar con claridad ni elegancia, dejándolo como un nudo mal hecho, y con poca sutilidad la sugerencia final, antes de los títulos de crédito finales.
Un aspecto que hace interesante la aparición de los personajes, es la asimilación que podríamos hacer de su presentación en el taxi-furgoneta donde viajan, lo cual nos recuerda a las películas del oeste, en las que sus protagonistas son introducidos viajando en una diligencia; de cada uno, plano a plano, se nos va haciendo un breve prefacio, para darnos unas pinceladas o pistas de sus respectivos caracteres, en lo que es un grupo variopinto de personas cuyos destinos van a confluir y resolverse en la historia que tendrá lugar; un recurso narrativo utilizado en infinidad de ocasiones. Un estilo que se nos hace ya inconscientemente familiar, dado que lo hemos vivido en otras narraciones de la gran pantalla.
En el caso de las diligencias al estar sentados los pasajeros de frente, ello implicaba además una situación de conversaciones entrecruzadas, en las que la interacción inicial entre sí daba más información de cada uno de ellos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
En el caso de “7 Below”, de atrás de la furgoneta hacia adelante va revelándonos la naturaleza de cada uno por parejas en los asientos, excepto el doctor, que va sólo y ahí es donde su charla es la única ocasión en la que vemos intervenir al conductor.
A ese fugaz introito también contribuye la parada en la gasolinera, que servirá de percha también a la aparición de Courtney, la empleada del establecimiento que en su regreso a casa se queda tirada en la carretera, y los hermanos Isaac y Adam la traen a refugiarse en la casa, sin saber que será la espoleta o detonante de la catástrofe que les aguarda a todos.
Pero no será hasta después del accidente, provocado por las apariciones en rededor, de las figuras fantasmagóricas de las almas de las víctimas de la centenaria desdicha, con la entrada en escena del misterioso hombretón con pinta medio de sirviente, medio de santurrón (Ving Rhames), en la llegada a la casa y en interacción con esta, que no saldrán las auténticas miserias y miedos de los componentes del reparto, cada uno con sus propias calamidades personales.
El script no hace demasiado para que lo que llevan en sus mochilas resulte relevante, ni fuente de demasiada empatía ni connexión con el espectador, de modo que el interés por ellos no se crea lo suficiente como para establecer procesos de identificación con ellos.
Rhames no resultará brillante, ni mucho menos, a pesar de su facha, con el incondicional puro, muy común, por cierto, entre los que ofician ceremonias de “candomblé”, y que será tanto un distintivo para definir a su personaje, como elemento de “planting”, así como el cuchillo de cazador en el que se fijará Bill McCormik, un personaje que encarna en la película a la mismísima decadencia, hecho a la perfecta medida de un Val Kilmer ya pasado en años, con tendencia a convertirse a lo que él mismo criticó de Marlon Brando, cuando ambos interpretaron la fallida “Isla del Dr.Moreau”, justo tres lustros antes.
El resto del elenco no convence, con unos diálogos que, a la par que escasos, resultan bastante ridículos y sin función alguna en sí mismos, más que adornar lo que la acción por si sola ya cuenta.
Ni la belleza de Matt Barr (que está para comérselo), y de Rebecca da Costa (de curvas irresistibles, más atractiva con la ropa con la que llega a la casa, que con el “vintage” vestido blanco que le proporciona Jack, a modo de vestuario para el “rito” de la maldición), logran levantar el caché que cabría esperar, y termina por deshincharse la factura de actores. Incluso el actuar de Rhames se antoja histriónico forzado y chapucero por momentos.
El guión liga el destino de cada uno de ellos, con la muerte bajo cuchillo de los que de él son víctimas: el doctor, adicto a las pastillas, con el cuello abierto, igual que a la anciana abuela del principio, a la que vemos tomarse una pastilla; Mc.Cormick, todo lo chulete y ligón pasado de que va, muere ahogado en su cobardía y su pequeñez, un perfil par al del adúltero padre de la familia original; ambas sufridas y a la vez amargadas esposas, con el vientre rebanado… para todos ellos hay un vínculo con la víctima original, siendo la Da Costa, la que es empujada por el espíritu del niño asesino a cometer los mismos crímenes, a despachar la faena. En fin, que nos dejan casi sin apuntador, cosa de la que uno termina de convencerse cuando al final, en off, la sufrida Courtney, superviviente al igual que Adam del periplo, irá con el cuchillo con el que cortaba pepinos para la cena (muy freudiano, eso), en pos de él, con intenciones que todos nos podremos imaginar.
En suma, queda un producto más que decente, pero con poco brillo y salero. Convencional, aunque entretenido y logrado, salvando ese poco entusiasmo con el que, en general, se realiza un cuento de temática vista hasta la saciedad.
A ese fugaz introito también contribuye la parada en la gasolinera, que servirá de percha también a la aparición de Courtney, la empleada del establecimiento que en su regreso a casa se queda tirada en la carretera, y los hermanos Isaac y Adam la traen a refugiarse en la casa, sin saber que será la espoleta o detonante de la catástrofe que les aguarda a todos.
Pero no será hasta después del accidente, provocado por las apariciones en rededor, de las figuras fantasmagóricas de las almas de las víctimas de la centenaria desdicha, con la entrada en escena del misterioso hombretón con pinta medio de sirviente, medio de santurrón (Ving Rhames), en la llegada a la casa y en interacción con esta, que no saldrán las auténticas miserias y miedos de los componentes del reparto, cada uno con sus propias calamidades personales.
El script no hace demasiado para que lo que llevan en sus mochilas resulte relevante, ni fuente de demasiada empatía ni connexión con el espectador, de modo que el interés por ellos no se crea lo suficiente como para establecer procesos de identificación con ellos.
Rhames no resultará brillante, ni mucho menos, a pesar de su facha, con el incondicional puro, muy común, por cierto, entre los que ofician ceremonias de “candomblé”, y que será tanto un distintivo para definir a su personaje, como elemento de “planting”, así como el cuchillo de cazador en el que se fijará Bill McCormik, un personaje que encarna en la película a la mismísima decadencia, hecho a la perfecta medida de un Val Kilmer ya pasado en años, con tendencia a convertirse a lo que él mismo criticó de Marlon Brando, cuando ambos interpretaron la fallida “Isla del Dr.Moreau”, justo tres lustros antes.
El resto del elenco no convence, con unos diálogos que, a la par que escasos, resultan bastante ridículos y sin función alguna en sí mismos, más que adornar lo que la acción por si sola ya cuenta.
Ni la belleza de Matt Barr (que está para comérselo), y de Rebecca da Costa (de curvas irresistibles, más atractiva con la ropa con la que llega a la casa, que con el “vintage” vestido blanco que le proporciona Jack, a modo de vestuario para el “rito” de la maldición), logran levantar el caché que cabría esperar, y termina por deshincharse la factura de actores. Incluso el actuar de Rhames se antoja histriónico forzado y chapucero por momentos.
El guión liga el destino de cada uno de ellos, con la muerte bajo cuchillo de los que de él son víctimas: el doctor, adicto a las pastillas, con el cuello abierto, igual que a la anciana abuela del principio, a la que vemos tomarse una pastilla; Mc.Cormick, todo lo chulete y ligón pasado de que va, muere ahogado en su cobardía y su pequeñez, un perfil par al del adúltero padre de la familia original; ambas sufridas y a la vez amargadas esposas, con el vientre rebanado… para todos ellos hay un vínculo con la víctima original, siendo la Da Costa, la que es empujada por el espíritu del niño asesino a cometer los mismos crímenes, a despachar la faena. En fin, que nos dejan casi sin apuntador, cosa de la que uno termina de convencerse cuando al final, en off, la sufrida Courtney, superviviente al igual que Adam del periplo, irá con el cuchillo con el que cortaba pepinos para la cena (muy freudiano, eso), en pos de él, con intenciones que todos nos podremos imaginar.
En suma, queda un producto más que decente, pero con poco brillo y salero. Convencional, aunque entretenido y logrado, salvando ese poco entusiasmo con el que, en general, se realiza un cuento de temática vista hasta la saciedad.