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Voto de el pastor de la polvorosa:
8
Drama Road movie. Jim, un joven vagabundo (Richard Arlen), entra en una posada con la intención de comer y se encuentra con el cadáver del dueño del local. (FILMAFFINITY)
13 de enero de 2019
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
A mediados de 1929 la apuesta de las grandes productoras por la tecnología del sonoro, que tan rentables resultados produjo a la pionera Warner, decretó la muerte prematura del cine mudo; poco después, en octubre, el reloj de la bolsa de Nueva York marcaría el final anticipado de los despreocupados años 20. El año anterior, Beggars of Life fue la primera película con efectos sonoros de la Paramount (aunque las versiones sonoras se han perdido y solo se conservan las mudas que se distribuyeron para los cines no adaptados a la nueva tecnología). La película demuestra que seguir las andanzas de los vagabundos no fue una innovación de la era de la Gran Depresión: el protagonista, Richard Arlen, con esa esencialidad característica del cine mudo, ni siquiera tiene nombre (es “el chico”); poco sabremos de su pasado, y de su presente solo que se dirige a Canadá, a la granja de unos parientes que emigraron y han prometido darle trabajo. Sus pies caminando abren y cierran el prólogo; su destino es moverse permanentemente. Cuando se nos muestra su cara comprendemos que tiene hambre: asomado a la puerta de una casa donde un hombre está sentado de espaldas ante un rotundo “desayuno americano”. Como decía Bresson, el cine sonoro (aunque sea en ciernes) descubre el silencio: en este caso, el silencio dramático del hombre que no responde a las frases del vagabundo.

Ese pequeño suspense dramático se resuelve en un drama mayor, cuando el chico se acerca y descubre que el hombre está muerto: entonces irrumpe Louise Brooks, que explica lo sucedido con imágenes que se superponen al movimiento de sus labios. Beggars of life se vio muy poco hasta su reciente recuperación, pero añade algo de claroscuro al perfil de William Wellman en los primeros años de su carrera, más allá de su fama de director pendenciero y vitalista, amante de la velocidad y de los extras: el prólogo es serio y artificioso, lleno de fundidos encadenados, de composiciones en que el difunto se sitúa entre los dos jóvenes como si los separara, aunque en el fondo los une insensiblemente.

Su unión se afianza en la primera noche que pasan juntos, a su pesar: la cámara penetra mágicamente en el agujero en el heno que el chico abre en un almiar –una inmersión de exotismo comparable a la entrada en el iglú de Nanuk. Incluso las frases para la galería en los intertítulos reflejan a su modo la trascendencia del momento: cualquier frase es ridícula frente a la intimidad del contacto físico, plasmada en imágenes que permiten intuir, sin necesidad de rayos infrarrojos, el calor de los cuerpos. La escena se cierra y el chico mantiene los ojos abiertos: empieza a ver a su compañera de camino como mujer, y no solo como una fuente de complicaciones.

La noche siguiente la pareja se une a una banda de vagabundos cuyo líder provisional, Arkansas Snake (Robert Perry), descubre también que ella es una chica a pesar de sus ropas masculinas, con una mirada fija que podemos imaginar en un personaje de Sade. Luego se une también al grupo Oklahoma Red (Wallace Beery), el otro protagonista, que rivalizará con Snake para adoptar el papel que dejó vacante el padre adoptivo de la joven. Las incursiones de la policía, que busca a la chica por el asesinato de aquel, contribuirán a salvarla de forma momentánea y paradójica; pero la pareja indefensa necesitará de una protección alternativa para escapar tanto de las fuerzas de la ley como de las del caos (que parodian a aquellas, sugiriendo su identidad esencial).

Como en “La carta robada” de Poe, el mejor disfraz será vestirla de mujer; y en una cabaña abandonada, el último de sus refugios siempre provisionales, ante la presencia de otro cadáver reciente (aunque fallecido por causas naturales, no deja de ser como un fantasma del padre asesinado), los jóvenes renovarán su unión en una escena que funciona como una reexposición del prólogo, con mayor variedad y dinamismo.

Si la amenaza sexual a que está continuamente sujeta Louise Brooks anticipa sus personajes en el díptico que rodaría el año siguiente con Pabst (aunque aquí con más carácter y respeto por sí misma, y menos sumisión ingenua al destino), Oklahoma Red es como un esbozo tosco del personaje de John Wayne en El hombre que mató a Liberty Valance; pero la película de Wellman es simple e inocente, con su mezcla de observación de la realidad e idealización sentimental, su movimiento perpetuo que no detiene ninguna prevención por mantenerse en el campo cerrado de lo verosímil.

Reseña publicada en https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com
el pastor de la polvorosa
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