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Voto de Jark Prongo:
7
5,1
38
Drama. Comedia
Tres episodios con la mujer como eje central de sus tramas. El primero de ellos es 'Introducción: La prueba de cámara', y cuenta cómo la princesa Soraya (interpretada por ella misma), evita a los periodistas encerrándose en unos estudios de cine, encontrándose allí con el mismísimo productor Dino De Laurentiis. En el segundo, la mencionada Soraya, es una mujer que se encuentra con varios 'Amantes célebres'. En el último, 'Latin Lover', ... [+]
28 de mayo de 2015
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia de Soraya Esfandiary sólo podría conocer otra semejante si Letizia se separase del pelele para protagonizar alguna producción Globomedia tipo Anoréxicas o Escaladoras. Cierto es que existió Grace Kelly, princesa de Mónaco con ficha relativamente amplia en la IMDB, aunque ella fue primero actriz y ya después sus labores deluxe. La princesa Soraya anduvo casada con el último emperador de Irán siete años durante la década de los cincuenta, se separaron por una serie de movidas rollo correrse él mazo de dentro de su chocho y que a los nueve meses la otra no respondiese con un Shah Jr, trinchó su correspondiente título nobiliario y, ya en los sesenta avanzados hasta su mitad –y aprovechando que mantenía un idilio con el director Franco Indovina, quien se ocupa del último segmento de esta producción- vio cómo se mascullaba la posibilidad de añadir la categoría de actriz a ese parco CV que sólo rezaba ”princesa y community manager”. Una posibilidad auspiciada en que la doña no era una cualquiera y las películas se diseñarían, planificarían y producirían ex profeso para su lucimiento, claro, que no es lo mismo una Sofía Loren o una Claudia Cardinale viniendo del arroyo y teniendo que chuparse más pollas que castings en sus comienzos para abrirse paso que una señora que mira altiva porque el suelo que pisa, aunque sea de casa ajena, es suyo. Acabáramos.
I Tre Volti es una de esas habituales cintas italianas de episodios que tanto abundaron en los cincuenta y sesenta, si bien en vez de estar anclados en la sátira o en la comedia y ser independientes y autoconclusivos –el formato más común en los estudios y también el más celebrado por el público, baste recordar si no las notabilísimas Los Complejos, Monstruos de Hoy y su continuación Los Nuevos Monstruos aka Que Viva Italia- tienen de nexo a la princesa Soraya y el tono es dramático. No exento de guasa, pero en esencia eso, dramático, que sirva para vender las dotes interpretativas de la señorita. Es en el segundo segmento donde esto alcanza su cénit gracias a que quien dirige es Mauro Bolognini, que justo venía de cascarse una paja y la excelente La Corrupción. En planos elegantes de cierta amplitud -rollo cuando filmará películas de época en un futuro- narra la aventura de Soraya con un escritor demasiado pagado de sí mismo (encarnado por Richard Harris, que aquí es todo lo opuesto al rudo jugador que interpretase en la gran El Ingenuo Salvaje, barba de homosexual incluída), aventura con una fecha de caducidad cuasi inmediata porque el marido de Soraya volverá de viaje de negocios en nada. Y además lo hace con la forma, con la corporeidad, con el donaire de todo un José Luis de Vilallonga, marqués de Castelbell, Grande de España y Chiquito de la Calzada. Un hombre que es aristócrata y punk a la vez, un señor que es el único ser humano apto para ocupar la segunda plaza del sidecar de Don Jaime de Mora y Aragón, un role model para otro antisistema incomprendido, don Jaime de Marichalar. En definitiva, un drenabragas absoluto contra el que nada puede hacer un tolai que practica el existencialismo de Olivetti. El elemento disruptor, el choque de clases, aparece cuando a Soraya y el pobre diablo juntaletras se les une una amiga de la primera en la playa para ir a tomar un refrigerio al chiringuito. Una amiga que no entra en plano para unírseles andando o bajando de un autocar, no: llega la tía y aterriza un helicóptero en toda la puta playa para bajarse y decirles ”holi, vamos a tomar algo”, un poco el resumen de lo que viene haciendo la gente con dinero para quedar con sus amistades sin darle importancia al hecho en sí porque su vida es así y ya están acostumbrados a cogerse un jet privado para pasear al perro o ir a por el pan, por mucho que eso nos choque a los demás.
El tercer segmento, el de Franco Indovina, es el que más se aproxima a la comedia en su tono general. Un poco por ser parodia de los dos segmentos que le preceden y un mucho porque el coprotagonismo recae en Alberto Sordi haciendo de latin lover que incluso llega a acreditar ser tal a través de un carnet de colegiado en la materia que le muestra a Soraya por si acaso duda de su validez en el tema. Lo de los excesos de la gente de alta alcurnia aquí se trata con el uso de una piscina donde flotan tablas de quesos, bandejas con combinados y juegos de mesa, otra de esas excentricidades que sólo se le pueden ocurrir a la gente que nace rica –y que además sirve para hacer un chiste visual que consiste en que cuando se pregunta por la cheeseboard la cámara muestra la chessboard. Empero, todo el aparente tono frívolo encierra la tragedia que Sordi descubre al final, el drama de la prostitución masculina, ya que él es un latin lover no por convicción sino por sus circunstancias vitales, que incluyen tener esposa y varias bocas que alimentar. Un episodio que bien pueda ser la inspiración de un drama social disfrazado de comedieta Ozoriana, ya que los puntos en común con esa Playboy En Paro que rodase Tomás Aznar no son pocos.
I Tre Volti es una de esas habituales cintas italianas de episodios que tanto abundaron en los cincuenta y sesenta, si bien en vez de estar anclados en la sátira o en la comedia y ser independientes y autoconclusivos –el formato más común en los estudios y también el más celebrado por el público, baste recordar si no las notabilísimas Los Complejos, Monstruos de Hoy y su continuación Los Nuevos Monstruos aka Que Viva Italia- tienen de nexo a la princesa Soraya y el tono es dramático. No exento de guasa, pero en esencia eso, dramático, que sirva para vender las dotes interpretativas de la señorita. Es en el segundo segmento donde esto alcanza su cénit gracias a que quien dirige es Mauro Bolognini, que justo venía de cascarse una paja y la excelente La Corrupción. En planos elegantes de cierta amplitud -rollo cuando filmará películas de época en un futuro- narra la aventura de Soraya con un escritor demasiado pagado de sí mismo (encarnado por Richard Harris, que aquí es todo lo opuesto al rudo jugador que interpretase en la gran El Ingenuo Salvaje, barba de homosexual incluída), aventura con una fecha de caducidad cuasi inmediata porque el marido de Soraya volverá de viaje de negocios en nada. Y además lo hace con la forma, con la corporeidad, con el donaire de todo un José Luis de Vilallonga, marqués de Castelbell, Grande de España y Chiquito de la Calzada. Un hombre que es aristócrata y punk a la vez, un señor que es el único ser humano apto para ocupar la segunda plaza del sidecar de Don Jaime de Mora y Aragón, un role model para otro antisistema incomprendido, don Jaime de Marichalar. En definitiva, un drenabragas absoluto contra el que nada puede hacer un tolai que practica el existencialismo de Olivetti. El elemento disruptor, el choque de clases, aparece cuando a Soraya y el pobre diablo juntaletras se les une una amiga de la primera en la playa para ir a tomar un refrigerio al chiringuito. Una amiga que no entra en plano para unírseles andando o bajando de un autocar, no: llega la tía y aterriza un helicóptero en toda la puta playa para bajarse y decirles ”holi, vamos a tomar algo”, un poco el resumen de lo que viene haciendo la gente con dinero para quedar con sus amistades sin darle importancia al hecho en sí porque su vida es así y ya están acostumbrados a cogerse un jet privado para pasear al perro o ir a por el pan, por mucho que eso nos choque a los demás.
El tercer segmento, el de Franco Indovina, es el que más se aproxima a la comedia en su tono general. Un poco por ser parodia de los dos segmentos que le preceden y un mucho porque el coprotagonismo recae en Alberto Sordi haciendo de latin lover que incluso llega a acreditar ser tal a través de un carnet de colegiado en la materia que le muestra a Soraya por si acaso duda de su validez en el tema. Lo de los excesos de la gente de alta alcurnia aquí se trata con el uso de una piscina donde flotan tablas de quesos, bandejas con combinados y juegos de mesa, otra de esas excentricidades que sólo se le pueden ocurrir a la gente que nace rica –y que además sirve para hacer un chiste visual que consiste en que cuando se pregunta por la cheeseboard la cámara muestra la chessboard. Empero, todo el aparente tono frívolo encierra la tragedia que Sordi descubre al final, el drama de la prostitución masculina, ya que él es un latin lover no por convicción sino por sus circunstancias vitales, que incluyen tener esposa y varias bocas que alimentar. Un episodio que bien pueda ser la inspiración de un drama social disfrazado de comedieta Ozoriana, ya que los puntos en común con esa Playboy En Paro que rodase Tomás Aznar no son pocos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Y el primero, el que abre, es obra de Antonioni. Del Michelangelo que acababa de hacer El Eclipse y su primera obra en color, El Desierto Rojo. Del Diosazo en su máximo nivel, vaya. Aparentemente es la nada, su segmento lo ves y has de aplaudir con lo que dice Deleuze de él en esta cita de La Imagen-Movimiento: ”Antonioni, hijo de puta, mejor un Lleida-Cáceres que esto.” Lo que no sabe Gilles es que Michelangelo está haciendo lo de siempre mientras sigue experimentando con el uso del color y el lenguaje cinematográfico. La incomunicación sigue estando ahí presente: hay llamadas telefónicas a porrón, hay conversaciones donde todos hablan sin escucharse ninguno a otro, hay un paparazzi que usará fotos de Soraya para transmitir lo que su diario quiera en cuanto se publique a nivel masivo a la gente distorsionando la realidad. Hay, sobre todo, una princesa incomunicada con la gente, que vive ajena a la realidad, que lo tiene todo pero a la vez nada tiene, todo le falta. Otra constante de Antonioni, otra de sus habituales paradojas sobre la existencia humana. Y, aunque se le dé poco más de media hora al hombre –que le basta y sobra para entregar una serie de planos sencillamente monumentales, como por ejemplo las tomas nocturnas con el perímetro de las carreteras trazado por haces de luz y la secuencia en el aparcamiento del hotel al final-, construye uno de sus clásicos misterios –en esta ocasión sobre la propia película, su fin, su naturaleza y los motivos que impulsan a Soraya a hacerla, que pueden ser o bien suyos de cara a obtener el respeto de la plebe por méritos de verdad o bien impulsados por Dino de Laurentiis ejerciendo de maestro de marionetas- que acompañan al espectador por siempre jamás sin poder llegar a una conclusión muy clara. De hecho, ese ensayo con teléfonos, ese ensayo a lo bestia con unos medios del todo exagerados –más en línea con una superproducción en Cinecitta que con el casting a medida para Soraya que es-, con las llamadas telefónicas y la presencia del propio Dino haciendo de sí mismo son una clara inspiración para el Mulholland Drive de David Lynch, al menos en lo tocante a lo metafílmico y a lo que concierne a la película que se quiere filmar dentro del film del estadounidense. Y, justo después de esto, Antonioni hace Blow Up. Cuidado ahí.