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Voto de Ferdydurke:
7
7,8
5.429
Drama
Barrio madrileño de Maravillas. Eloísa es una abnegada esposa y madre eficiente, que vive con su marido, un guardia municipal más autoritario en casa que en la calle y al que a veces se le va la mano. Su hijo es un beato que salió del seminario poco antes de convertirse en sacerdote, y que se pasa la vida estudiando y rezando para expiar los pecados de su familia. Las hijas, dos hermanas, obsesionadas cada una a su manera por la ... [+]
19 de julio de 2015
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desaforado melodrama atrozmente explícito y deliberado. Casi un ejercicio de sadismo perpetrado sobre sus penosas criaturas.
"¿Qué fue de Babe Jane?" a la española (de hecho, se da la extraña casualidad de que las dos novelas, la de Farrell y Zunzunegui, en las que están basadas ambas películas, la de Aldrich y la de Gómez, son del mismo año, 1960; de ahí se podría deducir que se respiraba en el ambiente la saña femenina y el odio fraternal; como rencor legendario fue el que se tuvieron durante décadas las maravillosas hermanas de Havilland, Olivia y Joan -se la conocía por el apellido Fontaine-, increíblemente longevas; Olivia sigue viva, va para los cien; como si la terquedad vital hubiera sido alimentada por el mutuo desprecio e inquina, a ver quién era la guapa que aguantaba más).
Naturalismo psicologista pero exaltado, feroz, distorsionado por pasiones ulcerosas, sarnosas, a pura muerte; con un lenguaje rico, popular, castizo, lleno de términos y expresiones llenas de enjundia, gracia y brutalidad; sucia poesía esencial, de la calle, y de la casa, un arsenal verbal que, lástima, se ha ido perdiendo y que supone un jolgorio escucharlo en estos tiempos tan parcos, romos y mansos.
Una moral asfixiante y reinante que impide a la gente vivir en paz. El trío protagonista se encuentra dominado por el ansia económica y las hermanas, más concretamente, por el yugo/instrumento sexual.
El conflicto principal, la tesis, el asunto visceral, se podría situar en el, según lo que vemos e intuimos, ominoso choque de trenes entre los nuevos tiempos que llegaban (el desarrollismo y el aperturismo franquistas que se estaba produciendo desde finales de los cincuenta con un gran cambio económico y social, con la irrupción del turismo y el relajo de las costumbres, con la llegada, todavía tibia pero emergente, de la clase media al poder y con la incorporación de los signos/símbolos del capitalismo más aplastante -el dinero, aparece hasta un próspero banquero, como gran obsesión, único valor y fin de todo, y su hijo más querido, el coche, la gran vaca sagrada, como máxima aspiración y sinónimo de triunfo, estatus y felicidad-, sin despreciar asuntos tan frívolos como los concursos de belleza u otros tan universales como el fútbol, se ve al Madrid de Di Stéfano, que pronto marcarían buena parte del ocio y el sueño y el horizonte del ciudadano medio) y los viejos que todavía no se querían ir (los resabios de la vieja España, la de las sotanas -el hijo beato casi que se convierte en un bufón, cada vez que abre la boca es ridiculizado y negado-, la autoridad policial -padre al que, pese a su violencia de fantoche y su actitud de redomado zote con honores y medallas, la mujer y la hija le tratan como al pelele interesado que realmente es-, la moral más histérica y pacata -el sexo como virulenta vara de medir, rasero grotesco en su importancia hinchada y su puritanismo cerril-, y el chisme constante -el mundo como una gigantesca corrala de pavorosas comadres; Eloísa se entera del devenir alpujarreño de su marido debido a las inocentes palabras de una buena samaritana que la aborda en medio de la calle). Entre la espada y la pared; de un pasado lleno de miserias y austeridad pacata a un presente-futuro persiguiendo el becerro de oro con la sangre espesa y la mente enajenada. Cruce de caminos y corrimiento de tierras que pilla a los protagonistas sin defensa ni remedio ni criterio, al albur de fuerzas que ni controlan ni entienden; pobres seres devorados por la vida, por el mundo, que sigue, como siempre, hasta que de una vez por todas se acabe.
Pero eso sí, con el fútbol (y las quinielas, por supuesto) y los toros como banderas, innegociables señas de identidad; y, faltaría más, el bar como centro de operaciones, reunión y esparcimiento; con densidad máxima de gañanes en celo, dinero apetecible y lustroso intercambio de humillaciones.
Una película sorprendente por su rabiosa sinceridad y su imponente fuerza narrativa; valiente ejercicio de realismo esperpéntico, un tanto desequilibrado, excesivo y atormentado, pero siempre interesante y curioso. Sirve como documento y como drama.
"¿Qué fue de Babe Jane?" a la española (de hecho, se da la extraña casualidad de que las dos novelas, la de Farrell y Zunzunegui, en las que están basadas ambas películas, la de Aldrich y la de Gómez, son del mismo año, 1960; de ahí se podría deducir que se respiraba en el ambiente la saña femenina y el odio fraternal; como rencor legendario fue el que se tuvieron durante décadas las maravillosas hermanas de Havilland, Olivia y Joan -se la conocía por el apellido Fontaine-, increíblemente longevas; Olivia sigue viva, va para los cien; como si la terquedad vital hubiera sido alimentada por el mutuo desprecio e inquina, a ver quién era la guapa que aguantaba más).
Naturalismo psicologista pero exaltado, feroz, distorsionado por pasiones ulcerosas, sarnosas, a pura muerte; con un lenguaje rico, popular, castizo, lleno de términos y expresiones llenas de enjundia, gracia y brutalidad; sucia poesía esencial, de la calle, y de la casa, un arsenal verbal que, lástima, se ha ido perdiendo y que supone un jolgorio escucharlo en estos tiempos tan parcos, romos y mansos.
Una moral asfixiante y reinante que impide a la gente vivir en paz. El trío protagonista se encuentra dominado por el ansia económica y las hermanas, más concretamente, por el yugo/instrumento sexual.
El conflicto principal, la tesis, el asunto visceral, se podría situar en el, según lo que vemos e intuimos, ominoso choque de trenes entre los nuevos tiempos que llegaban (el desarrollismo y el aperturismo franquistas que se estaba produciendo desde finales de los cincuenta con un gran cambio económico y social, con la irrupción del turismo y el relajo de las costumbres, con la llegada, todavía tibia pero emergente, de la clase media al poder y con la incorporación de los signos/símbolos del capitalismo más aplastante -el dinero, aparece hasta un próspero banquero, como gran obsesión, único valor y fin de todo, y su hijo más querido, el coche, la gran vaca sagrada, como máxima aspiración y sinónimo de triunfo, estatus y felicidad-, sin despreciar asuntos tan frívolos como los concursos de belleza u otros tan universales como el fútbol, se ve al Madrid de Di Stéfano, que pronto marcarían buena parte del ocio y el sueño y el horizonte del ciudadano medio) y los viejos que todavía no se querían ir (los resabios de la vieja España, la de las sotanas -el hijo beato casi que se convierte en un bufón, cada vez que abre la boca es ridiculizado y negado-, la autoridad policial -padre al que, pese a su violencia de fantoche y su actitud de redomado zote con honores y medallas, la mujer y la hija le tratan como al pelele interesado que realmente es-, la moral más histérica y pacata -el sexo como virulenta vara de medir, rasero grotesco en su importancia hinchada y su puritanismo cerril-, y el chisme constante -el mundo como una gigantesca corrala de pavorosas comadres; Eloísa se entera del devenir alpujarreño de su marido debido a las inocentes palabras de una buena samaritana que la aborda en medio de la calle). Entre la espada y la pared; de un pasado lleno de miserias y austeridad pacata a un presente-futuro persiguiendo el becerro de oro con la sangre espesa y la mente enajenada. Cruce de caminos y corrimiento de tierras que pilla a los protagonistas sin defensa ni remedio ni criterio, al albur de fuerzas que ni controlan ni entienden; pobres seres devorados por la vida, por el mundo, que sigue, como siempre, hasta que de una vez por todas se acabe.
Pero eso sí, con el fútbol (y las quinielas, por supuesto) y los toros como banderas, innegociables señas de identidad; y, faltaría más, el bar como centro de operaciones, reunión y esparcimiento; con densidad máxima de gañanes en celo, dinero apetecible y lustroso intercambio de humillaciones.
Una película sorprendente por su rabiosa sinceridad y su imponente fuerza narrativa; valiente ejercicio de realismo esperpéntico, un tanto desequilibrado, excesivo y atormentado, pero siempre interesante y curioso. Sirve como documento y como drama.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
La una, Luisa, se pasa de libérrima (sus padres nunca lo nombran explícitamente, su hermana sí, aunque hacen mil alusiones para comentar que ejerce... sí, justo ese oficio tan conocido, denostado y antiguo), la otra, Eloísa, de escrupulosa; las dos llegan a las manos cada vez que se ven, zarandeadas por un encono blasfemo, pulverizador.
Faustino, Fernán Goméz (demuestra su -buen- talante al otorgarse el papel de un tipo tan despreciable y perdedor; nada que ver con los Redford, Eastwood, Costner y demás directores USA que cuando se dirigen suelen regalarse héroes sin mácula no más), es un desgraciado, en todos los sentidos; cobarde, golfo y un sinfín de gruesas miserias que le acompañan como moscas con el olfato muy afilado.
Juguetes rotos que se chocan entre sí, como títeres descabezados, sonámbulos, suicidas.
Los padres son más llevaderos, la madre sobre todo (el marido es un cafre de cuerpo entero), aunque también tienen lo suyo. La, para mí, mejor escena de la película consiste en la conversación que tienen los dos con el difícil fin de asimilar la nefanda actividad venérea de su hija dentro de la estricta moral familiar y social ("el ten con ten" -que recuerda poderosamente al del clasicazo de nuestras letras, "La Regenta", esa obra maestra apabullante que aludía a tan vidrioso concepto para hacer entender a la pobre Ana cómo debía manejarse, nadar y guardar la ropa, en las procelosas aguas-mareas del amor, el deseo y el interés-, que me permita tener buena relación con mi hija sin menoscabo de mi honor y buen nombre, dice el padre; o, más tarde, que propicie el sano y justo lavado del dinero, ya que lo que importa no es su origen o procedencia, sino el modo en que se emplea, su poderío y capacidad adquisitiva); un diálogo genial, repleto de cinismo, humor y comprensión; una hipocresía tan rotunda y lógica que provoca ternura y da risa.
El retrato de la España de la época es tremendo, con un paisanaje abominable, agresivo y malencarado, salido y reprimido.
La mirada de Fernán Gómez es clara y directa; se ve todo sin disimulos ni medias tintas; hasta recurre al monólogo interior en su afán de mostrar, sin elipsis ni sutilezas, el alma torturada de sus personajes.
El único personaje completamente positivo es el del escritor (seguramente no sea casualidad al provenir de una novela, sería algo así como un álter ego): enamorado, bueno y ascético.
El final es inesperado y salvaje; coherente y muy arriesgado: la hermana más capaz vence a la débil; la perdida a la santa, la cualquiera a la mujer de su casa; ideas maniqueas y groseras que sirven para una, quizás, denuncia, muy moralista y desquiciada, de la situación, en la que la moraleja sería que es mucho mejor, más conveniente ser puta que honrada ya que los valores se han pervertido del todo, por lo tanto, si nos quedamos solo con este aspecto, sería un lamento por lo nuevo, una añoranza de lo perdido, pero hay elementos suficientes para pensar que en realidad lo que se plantea es que no hay salida ni paraísos perdidos, ni buenos ni malos tiempos, solo una especie de fatalismo esencial que tiene más que ver con lo íntimo, con los secretos y las entrañas, con la llamada enloquecida de ciertos atavismos muy primarios y muy oscuros que con cuestiones más vagas o generales. Posiblemente.
Pero al final todos pierden.
Faustino, Fernán Goméz (demuestra su -buen- talante al otorgarse el papel de un tipo tan despreciable y perdedor; nada que ver con los Redford, Eastwood, Costner y demás directores USA que cuando se dirigen suelen regalarse héroes sin mácula no más), es un desgraciado, en todos los sentidos; cobarde, golfo y un sinfín de gruesas miserias que le acompañan como moscas con el olfato muy afilado.
Juguetes rotos que se chocan entre sí, como títeres descabezados, sonámbulos, suicidas.
Los padres son más llevaderos, la madre sobre todo (el marido es un cafre de cuerpo entero), aunque también tienen lo suyo. La, para mí, mejor escena de la película consiste en la conversación que tienen los dos con el difícil fin de asimilar la nefanda actividad venérea de su hija dentro de la estricta moral familiar y social ("el ten con ten" -que recuerda poderosamente al del clasicazo de nuestras letras, "La Regenta", esa obra maestra apabullante que aludía a tan vidrioso concepto para hacer entender a la pobre Ana cómo debía manejarse, nadar y guardar la ropa, en las procelosas aguas-mareas del amor, el deseo y el interés-, que me permita tener buena relación con mi hija sin menoscabo de mi honor y buen nombre, dice el padre; o, más tarde, que propicie el sano y justo lavado del dinero, ya que lo que importa no es su origen o procedencia, sino el modo en que se emplea, su poderío y capacidad adquisitiva); un diálogo genial, repleto de cinismo, humor y comprensión; una hipocresía tan rotunda y lógica que provoca ternura y da risa.
El retrato de la España de la época es tremendo, con un paisanaje abominable, agresivo y malencarado, salido y reprimido.
La mirada de Fernán Gómez es clara y directa; se ve todo sin disimulos ni medias tintas; hasta recurre al monólogo interior en su afán de mostrar, sin elipsis ni sutilezas, el alma torturada de sus personajes.
El único personaje completamente positivo es el del escritor (seguramente no sea casualidad al provenir de una novela, sería algo así como un álter ego): enamorado, bueno y ascético.
El final es inesperado y salvaje; coherente y muy arriesgado: la hermana más capaz vence a la débil; la perdida a la santa, la cualquiera a la mujer de su casa; ideas maniqueas y groseras que sirven para una, quizás, denuncia, muy moralista y desquiciada, de la situación, en la que la moraleja sería que es mucho mejor, más conveniente ser puta que honrada ya que los valores se han pervertido del todo, por lo tanto, si nos quedamos solo con este aspecto, sería un lamento por lo nuevo, una añoranza de lo perdido, pero hay elementos suficientes para pensar que en realidad lo que se plantea es que no hay salida ni paraísos perdidos, ni buenos ni malos tiempos, solo una especie de fatalismo esencial que tiene más que ver con lo íntimo, con los secretos y las entrañas, con la llamada enloquecida de ciertos atavismos muy primarios y muy oscuros que con cuestiones más vagas o generales. Posiblemente.
Pero al final todos pierden.