El gore es un subgénero muy bien definido y con unas intenciones muy sencillas: tripas y sangre. No tiene grandes aspiraciones de trascender, y normalmente no suele hacerlo. Son películas que cumplen su cometido y se olvidan rápidamente, salvo algunas honrosas excepciones en las que un competente director conjuga el el desparrame visceral con sabias dosis de terror o, incluso, humor. Ni sus fans más irredentos negamos el carácter de divertimento brutote y gamberro de este tipo de cine. Es por eso que cuando el típico hispter gafapasta intenta darle al tema un aura de intelectualidad y reflexión, normalmente el resultado es el fracaso más estrepitoso o el ridículo más espantoso. O lo que es peor, un film plúmbeo, cargante e irremediablemente lento, como es el caso de esta película. Tras casi media hora de metraje, sólo hemos podido observar cómo la protagonista del film, una gafapasta con pretensiones de escultora que lleva tropecientos años dándole vueltas a una especie de chupachups de barro, se levanta tras un polvete con el novio brutico, se nos hace una pajilla porque se ve que se ha quedado con ganas y se arregla para ir al trabajo. Sí señor, media hora de chica enseñando el culete, maquillándose y vistiéndose. Luego la cosa parece que se anima. La niña se nos empieza a pudrir. A partir de ahí, se le empieza a ir la pinza cosa mala. Todo intercalado con lo que parecen ser las visiones psicodélicas de los 13Th Elevator hasta las trancas de ácido. En fin, me puedo imaginar al director tirándose el pegote con metáforas y mandangas varias. A mí sólo me ha producido un sopor impresionante.