El afán decorativo de Zeffirelli se despacha a gusto en el mundo verdiano (ya hizo una Traviata -también producida por Tarak Ben Amar-, y a punto estuvo de un Don Carlo frustrado por que el patronato no le dejó rodar en el interior de El Escorial), pero algo menos en el Shakespeariano.

A pesar de su Hamlet con Mel Gibson el terreno de Zeffirelli es el de las ambientaciones lujosas y minuciosas, alambicadas, pero totalmente huecas, aunque vistosas, en su insulsa brillantez.

El Otello de Verdi es mucho más que eso; otros títulos verdianos anteriores tal vez puedan servirse así, pero la penúltima ópera de Verdi es drama antes que nada, acción y pasiones desnudas como las de una pantera enjaulada. Y aquí es donde hace agua Zeffirelli al dedicarse a la vida contemplativa.

Zeffirelli ya había trabajado el Otello en el escenario de la Scala de Milán, con un resultado no muy distinto, aunque al menos en aquella ocasión, musicalmente la calidad interpretativa compensaba la falta de carne escénica, al menos en conjunto: con Kleiber en el foso, Domingo sigue siendo entre histriónico e insuficiente, claro que es fácil ser crítico con el, ya que después de Jon Vickers nadie más ha podido con esta imposible partitura. Katya Ricciarelli, con muy buena imagen, refleja muy bien la fragilidad de Desdémona, pero resulta demasiado ligera en los momentos más dramáticos. Correcto Justino Díaz como Yago y buena prestación de la orquesta dirigida por Maazel (algo crispada en algunos momentos, un poco en la línea de Domingo...).

En fin, un film adecuado para introducirse en el mundo operístico (como otros varios descendientes de Rolf Liebermann), pero para no para tomarlo muy en serio como planteamiento dramático.