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Venezuela Venezuela · Nueva Esparta
Críticas de Sebastian Arena
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Críticas 21
Críticas ordenadas por utilidad
10
24 de enero de 2016
14 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Oscar Wilde, por las circunstancias en las que se vio inmerso ―al ser acusado de «sodomita» por el padre de su amante― o, quizá, simplemente por un arranque poético en el que seguiría persistiendo hasta el final de sus días ―por no cambiar la manera de describir lo mismo―, llegó a confesar que lo que sentía por su querido Bosie no era más que un «amor intelectual», o, más precisamente, como el propio Lord Alfred Douglas diría en uno de sus poemas inspirados en el escritor irlandés-británico, un «amor que no se atreve a decir su nombre». Una elegante y hermosa expresión que se concibió como una perífrasis de algo que se podía haber dicho de otra forma más directa y cruda: «amor homosexual».

«Carol» (2015), basada en una novela de Highsmith ―la propia Blanchett ha estado en la adaptación de otra novela suya: «El talentoso Sr. Ripley», 1999―, retrata justamente un amor homosexual entre dos mujeres. Quizá se podría haber llamado «Mujer contra mujer», pero eso sólo habría sido una referencia algo problemática ―la canción de Mecano del mismo nombre―. El nombre es lo de menos, sin embargo. Y si bien el argumento podría parecer lo suficientemente sencillo como para resumirse en «el amor homosexual entre dos mujeres», lo importante no es ―tal y como expresa una de esas frases que conoce cualquiera y son de autor anónimo― lo que se dice sino cómo se dice, al menos en casos como éste: donde lo que se busca es ahondar en la psicología de los personajes más que enfocarse en hacer una historia emocionante en términos de acción, suspenso, giros inesperados y demás ―de los cuales se ocupa cualquier «thriller» fílmico y literario, cabe decir―. Algo curioso si se tiene en cuenta que las novelas que hicieron famosa a Highsmith fueron precisamente «thrillers» y no dramas como «Carol».

Hay quien cree y promulga, por otro lado, que esta es una época donde se aboga por ser «políticamente correcto» ante todo, y por ello se explica y se justifica la mayor presencia de películas sobre minorías que, por largo tiempo, fueron discriminadas y/u oprimidas. En el caso del feminismo, por ejemplo, la propia «Maleficent» (2014) ―aunque en el contexto de la fantasía― o «Suffragette» (2015) ―basándose o inspirándose en personas que existieron en la realidad efectiva―. En el caso de la homosexualidad o la transexualidad (LGBT, para decirlo sin rodeos), ésta obra y otra como «The Danish Girl» (2015), y eso sin mencionar muchas otras... Esta mayor presencia de historias no contadas con anterioridad, para aquellos que piensan que este fenómeno dentro de la industria es sólo una astuta estrategia de marketing para atraer al público potencial que pertenece a las minorías antiguamente discriminadas, es, por ello mismo, un gesto hipócrita y/o manipulador. O, para decirlo de otra manera, simplemente una «moda». Con ello pretenden desestimar lo que de verdadero y de humano tienen algunas de esas historias ―porque no todas buscan expresar algo común a toda la condición humana―, que no sólo tratan sobre un amor homosexual o las inclinaciones de un transexual, sino que lidian a su vez con aquello de lo que todos hablan, sea para alabarle o despotricarle: el amor. Así: a secas, sin etiquetas. El amor, simple y llanamente.

Decía Heráclito que la armonía o paz verdadera era la lucha de los opuestos, o, también, la guerra misma ―tanto en un sentido literal como metafórico―. Que no podía haber equilibrio alguno si no hubiesen «fuerzas contrapuestas» que quisieran dominar las unas a las otras. Y decía también, en cierta forma, que el mundo se presentaba como una dualidad de opuestos correlativos ―pares en constante y compartida concreción― en continua pugna y relación con los demás. Así, por ejemplo, teniendo en cuenta ya lo que dijera Platón, lo bueno/malo, lo verdadero/falso y lo bello/feo estaban íntimamente relacionados entre sí ―y seguirían así hasta que Kant los separara y diferenciara unos de otros―. De modo, pues, que podría haberse dicho incluso desde la antigüedad, que el amor y el odio son las dos caras (los dos opuestos) de la misma moneda (la unidad subyacente que los engloba). Que, además, el amor se define y se afirma negando al odio y viceversa, pero que, justamente en este estar «juntos pero no revueltos» de su oposición mutua, estaba la clave de algo importante: ambos son necesarios el uno para el otro. Y este amor y comprensión o este odio y rechazo ante el otro conforma el espacio en el que se desenvuelven las relaciones humanas. «El otro es el garante de lo que soy», parafraseando a Sartre. O, dicho de otro manera, «me reconozco en el otro», que me objetiva y me cosifica. Todo esto se muestra en «Carol» (dirigida por Todd Haynes), aunque de manera ciertamente implícita, en las miradas compartidas, en los suspiros y gemidos susurrados, en las afrentas disimuladas o directas, y, en fin, hasta en algunos de los diálogos ―donde se puede obtener un retrato del amor homosexual en la época de los 50―. A ello me refería con que había, detrás de la «historia simple», un trasfondo verdadero y humano, que, además, es filosófico. Efectivamente, como ya se ha dicho, al afirmar algo se niega otra cosa, o, como decía Spinoza, «toda negación es una de-terminación». Y, también se sabe, una palabra sin significado es sólo un término vacío, una mera abstracción. El concepto de alguna palabra, su significado, viene dado por una serie de determinaciones que necesariamente deben corresponder con la realidad efectiva a la que dicha palabra alude, por otro lado... Por ello, en los 50, cuando se rechazaba abierta y consistentemente el «amor que no se atreve a decir su nombre», sólo se le daba de-terminaciones, identidad y, con ello, mayor realidad concreta. Es decir, que se pretendía eludir el problema justamente dándole mayor fuerza.

(Sigo en spoiler...)
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Sebastian Arena
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9
27 de diciembre de 2018
15 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cierta ocasión apodé cariñosamente a uno de mis escritores preferidos llamándolo «misántropo barbudo», un gesto desvergonzado en el cual volví a incurrir una y otra vez, siempre con el mayor respeto y con una gran sonrisa entre labios. Dicho sobrenombre también podría llevarlo dignamente aquél provocador que me ha impresionado desde hace varios años, y sobre el cual llegué a escribir alguna vez. Este hombre, quien se ganó por sus declaraciones el calificativo de «persona non grata», ha dispuesto como principio modelador de sus obras, aquél lema suyo donde expresó lo siguiente: «el cine debe ser una piedra en el zapato». Con ello se refería a que, contrario a la perspectiva usual respecto del séptimo arte, este no debería servir solamente como una mera ilusión preparada con el fin de agradar a la multitud, sino mas bien poner el dedo en la llaga, molestar al espectador al punto de obligarlo a prescindir de toda predecible y precedida indiferencia o insensibilidad frente a la ficción, considerando el «mundo real» como ajeno a lo que el espejo muestra claramente.

El uso de ciertas palabras hasta el momento desparramadas no peca de gratuidad, ni fueron elegidas azarosamente… Hablamos de ilusión, de ficción y de espejo, y lo hacemos dentro del contexto de aquél pensamiento que decía: «nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser. Lo que es sagrado para él no es sino la ilusión, pero aquello que es profano es la verdad […] el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado». Esta disposición de carácter es curiosa: por un lado, como quedó dicho líneas arriba, se pretende que lo expresado o reflejado en las obras de arte muchas veces es extraño a la realidad de «carne y hueso» por todos vivida, y, por el otro, se cree que la única utilidad de la ficción es precisamente alejar a quienes acuden a su claustro de la miseria a su alrededor.

Tampoco ha sido sin fundamento el uso de «ajeno» y «extraño» como sinónimos del «alejamiento» o la frontera infranqueable dispuesta habitualmente entre el arte y lo considerado abstractamente como «real». Pero, sin ahondar en esto, cabe re-calcar que el proyecto de la «persona non grata» llevado a cabo en todas sus obras, haciendo especial énfasis en la más reciente denominada «The House that Jack Built» (2018), es señalar a todos los necios que el arte no es un mero divertimento. Aquello que, en otra época, Platón denigraba de los malos imitadores: limitarse a provocar placer en la multitud en vez de conducirles al Bien, a la Belleza y la Verdad; una y la misma cosa vista de distintos modos. Todo está contenido o implícito, si se quiere, como un germen, en la declaración del protagonista de la historia:

JACK.— el arte es inconmensurablemente más vasto de lo que jamás entenderemos.

Lars Von Trier, el provocador por excelencia de este siglo, a diferencia del mencionado pensador griego, no se contenta con escribir un diálogo sino que lo expresa fílmicamente ―mutatis mutandis―, y, de esta manera, alcanza a un mayor público. Es algo que no le podemos pedir a la antigüedad a riesgo de caer en anacronismos, pues cada autor pertenece de lleno a su tiempo y ninguno puede saltárselo. Pero su propósito es el mismo al fin y al cabo: con su última película ―y con todas las anteriores también― lo que busca es desnudar a la multitud, o, dicho en otros términos, desvelarles de su inocencia hipócrita, desconectarlos de la Matrix, despertarlos a todos de su «sueño dogmático». ¿De qué modo lo hace? Ofreciendo en una historia, es decir, bajo el lenguaje de simulación, una consciencia invertida del mundo y de lo real considerado concretamente. En términos más entendibles: ha puesto un espejo ficticio frente a todos en su total e irónica irreverencia.

El quid de la cuestión es su franqueza cabal, su falta de delicadeza, la ausencia de las «buenas maneras» del manual de Carreño. Carece de los arrullos de una madre o de una amante porque sabe que, ante las cosas auténticamente esenciales, sólo se puede ser radical. Es decir, «atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo». De modo que, bajo la ilusión con la cual raptó a su querido público, no hace sino reflejar el mal, el desastre, el desgarramiento del mundo. Y sin pelos en la lengua expone el síntoma característico de este «estado de cosas»:

JACK.― Odio los diagnósticos que puedes escribir con letras.
VIRGILIO.― Eso no es justo, las letras son claras. Nos cuidan y crean límites entre el bien y el mal, y llevan a la religión.
JACK.― La religión ha arruinado a los seres humanos...

Es necesario hacer la salvedad de que la religión a la que se refiere no es otra que la supersticiosa, que vive de fantasías y llega a morir por ellas. De modo que intenta sacar de la caverna a su público a través de papeles y máscaras instituyendo «un juego y no un juicio» que substituye «el tribunal de la historia» por el «teatro de la historia», para hacerles tomar conciencia del desgarramiento, es decir, de la necesaria consecuencia de los períodos de crisis. Todo esto con el fin de que, como él mismo, se atrevan a cuestionar una realidad general enmohecida.

JACK.― El arte de la ingeniería es, ante todo, la estática. Es decir, que las cosas permanezcan en pie, a pesar de las diversas fuerzas que impacten a los edificios. [...] A menudo digo que el material hace el trabajo.En otras palabras, tiene una especie de voluntad propia. Y al seguirla, el resultado sería de lo más exquisito. [...]
VIRGILIO.― Pero todo eso no tiene ningún interés. Al menos que seas un ingeniero.
JACK.― Soy un ingeniero. Mi madre era de la opinión de que convertirse en ingeniero era la opción más viable desde el punto de vista financiero [...]

(Continúo en la zona de spoiler por falta de espacio...)
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Sebastian Arena
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7
3 de octubre de 2016
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Hijo de hombre, busca y ve
que tu alma libre esté.
[...]
Hijo de hombre
un hombre has llegado a ser».

(Phil Collins)

Al leer a Dostoiévski por segunda vez, teniendo en mis manos Los hermanos Karamazov, entre toda la palabrería de los personajes sólo hubo una frase que se quedó fija en mis recuerdos: «Debes buscar la felicidad en el dolor...». Supongo que para quien prefiere quedarse en lo trivial y en lo superficial, tal consejo sólo puede adjudicarse a alguien que tuviese tendencias masoquistas o a lo sumo conformistas. Sin embargo, no parece adecuado que el sentido o el propósito de tales palabras aleccionadoras sólo sea el de «resígnate ante todo», porque, si ésa hubiera sido la intención, se podría haber dicho de otra forma más cruda y más directa. Es más factible creer que aquello que quiso decir el novelista ruso fuese, simple y llanamente, que la felicidad y el dolor son dos opuestos co-rrelativos. Es decir, que no podrían ser el uno sin el otro, o, dicho de otra manera, que no podríamos apreciar ninguno de ellos sin hacer referencia al otro ―identificamos comúnmente a la felicidad con la ausencia de dolor y viceversa―.

Sobre el amor, por otro lado, repetimos hasta el hartazgo que es ciego, tal y como lo dijo Shakespeare en su primera obra de teatro. De lo que no solemos hablar, sin embargo, es de aquellos pobres desafortunados quienes se entregan sin ser correspondidos. O, mejor dicho, no conversamos seriamente al respecto ―porque es un tema común de bromas, donde se destaca la dichosa expresión «la zona del amigo»―. Quizá suceda así porque quienes se burlan son demasiado cínicos, están resignados a su soledad o, mas bien, sí son correspondidos; cualquiera de esos tres casos son plausibles. El hecho, sin embargo, permanece: quien padece algo que para nosotros es desconocido, sólo sabemos consolarlo con las mismas «palabras maestras» ―expresión que explica y usa Edgar Morin en su Introducción al pensamiento complejo―: «cálmate», «todo va a ir bien», «todo pasa por algo», y un largo etcétera. Lo que expresaba Venegas de esta forma:

«Todos los que no entienden de perder
te dirán “no pasa nada la vida seguirá”,
todos los que no saben de soledad
te dirán “todo se olvida otro ocupa su lugar”
[...]»

Joe, el verdadero protagonista de esta historia ―interpretado por Nick Robinson, quien encabeza esta reseña―, no sólo es uno de esos que se entregan para darse cuenta finalmente que quien les hace suspirar no va a terminar entre sus brazos, sino que, además, tiene un padre ausente y una madre recientemente fallecida. Como si esto no fuera poco, la amistad infantil en la que tanto confiaba en su debido momento le fallaría. Todo esto, sumado a la necesidad de independizarse prematuramente, hace que se refugie en el bosque, lejos del mundanal ruido, de la multitud desenfrenada. Este contacto con la naturaleza permite, por extraño que suene, que aprenda muchas cosas, entre las cuales se distingue justamente aquella de la que ya hablaba Dostoiévski.

De modo que nuestro solitario Joe tuvo que doblegarse ante su dolor, regodearse entre las alcantarillas ―metafóricamente hablando― y abrazar todo aquello que le hacía daño. Algo a lo que apuntaba Hegel cuando usaba el término «Aufhebung» ―conservar y superar―, es decir, no desechar, rechazar o eliminar lo que se considera malo o inútil, sino aceptarlo como un momento del desenvolvimiento de algo, y, además, superarlo ―seguir hacia adelante―. Dicho de otra manera: pensar en retrospectiva (dialécticamente) para comprender el pasado y el presente, pero siempre con un pie en el futuro. Lo que hizo Joe, entonces, fue madurar reconociendo todo aquello que alguna vez fue o que alguna vez sintió, y, aún así, seguir con su vida. Es así que pudo dejar de ser simplemente un adolescente para convertirse en hombre. Nadie podría haberlo hecho mejor...
Sebastian Arena
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8
24 de diciembre de 2017
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre las diversas fantasías románticas en las que me aíslo del mundo y de todos los demás hay una que resalta por ser la más vivaz, la más recurrente y a la que me aferro con más necedad, precisamente porque distintas personas, vivas y muertas, no dejan de decirme que aquello a lo que aspiro es ingenuo e incluso estúpido: sobre-vivir, solo o acompañado, en un bosque o una selva, abstraído de todos los demás.

«¡Maldita robinsonada!», diría un filósofo exaltado, ante el simple planteamiento de la cuestión. Lo que no tienen en cuenta los que descartan desde el comienzo la posible realización de dicha fantasía es la circunstancia desde la cual la he imaginado una y otra vez, como un consuelo desesperado: representar obsesiva y compulsivamente, como un disco rayado, aquello que me preocupa o molesta, involuntaria aunque conscientemente, es decir, sabiendo pero no queriendo hacerlo.

Circunstancia, pues, en la que mi tendencia natural o naturalizada (quién sabe), es permanecer amargado o irritado, ser pesimista ante todo y todos y, aún así, escaparme de mí mismo en cualquier historia, ficticia o no, que afecte mi sensibilidad de tal modo que mi memoria deje de repetir inexorablemente todo aquello que me hace impotente, que me arrastra, que me mata poco a poco.

Nada de esto es mentira y no es exageración alguna, pero basta de seguir por este camino… Decía que mi fantasía predilecta es intentar vivir lejos de la multitud desenfrenada, lejos del mundanal ruido. La naturaleza en su máxima expresión, no como artificio del hombre, sino de sí misma. Intentar co-existir con ella sin cambiarla en demasía, sin abusar de sus frutos a conveniencia propia, respetar el orden y el equilibrio. Y, por otro lado, alejarme de los demás y las preocupaciones que ellos, sabiéndolo o no, queriéndolo o no, me causan a diestra y siniestra, día a día. Responder, entonces, sólo ante mí mismo y ante quien decidiera acompañarme.

En cada despertar asumo que dicha posibilidad tiene pocas razones suficientes para darse, o, como diría un filósofo: un posible no existente o con un grado menor de realidad que el posible composible, que es el que se da efectivamente. Sobre todo porque me estoy esforzando cuanto puedo en no seguir así, es decir, en desechar cualquier imaginación que no tenga fundamento para no ahogarme en un vaso lleno de preocupaciones y molestias sin base. De modo que intento abandonar mi condición a-social, tratando de asumir lo que un pensador describiría diciendo: «nadie es una isla, completo en sí mismo» o «el hombre es el mundo de los hombres», o, mejor aún, «nada más útil al hombre que el hombre».

«La montaña entre nosotros» no presenta como un ideal intentar vivir alejado de todos los demás, cabe aclarar. Pero, mientras me perdía en la naturaleza que muestra y el amor construido en medio de tanto temor y esperanza, no pude evitar recordar mi ingenua y necia fantasía. Quizá porque, como uno de los amantes allí retratados, no dejo de dudar que algo hecho en tan frágiles y extremas condiciones, pudiese prosperar más allá de las mismas. La perspectiva del otro añade algo innegable, sin embargo… Lo que alguien describiría diciendo «todo lo excelso es tan difícil como raro» y que, en un lenguaje vulgar y coloquial, sería lo mismo que decir que «hay que echarle bolas a la vaina» para que llegue a ser, para que se dé, para que no sólo sea un mero posible sino que termine siendo un existente.

El amor, entonces, puede ser posible o imposible entre determinadas personas. Pero, si puede darse, requiere de esfuerzo. No es algo que se da o que se encuentra, es algo que se hace, es una conquista. Tampoco es una cima que se alcanza, se coloniza y se congela en propiedad nuestra. Es un obrar continuo, día a día, un conocerse y comprenderse, una mudanza de sí mismo en la que se cede una y otra vez, superando lo que hace daño, para que ya no lo haga, y conservando lo mejor, lo especial, lo original. El amor, de nuevo, es hacer de lo difícil lo más bello. Pensando, en la medida de lo posible, que el corazón no es solamente un músculo.
Sebastian Arena
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Tinker Bell: Hadas y piratas
Estados Unidos2014
5,4
885
Animación
7
14 de mayo de 2014
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Debo admitir que, aunque mis directores preferidos sean Xavier Dolan, Derek Jarman, Pasolini y Kubrick, una de las pocas sagas de animación que he sabido apreciar en su justa medida, es ésta dedicada a «Campanilla» (Tinker Bell). La primera de todas sigue siendo fresca, entretenida; la segunda, algo más forzada, permanece como una aventura, algo que se puede aplicar a la tercera y a la cuarta. Sin embargo, tiendo a valorar las cuestiones no sólo caso por caso, sino por la suma de sus partes.

Y, con «Campanilla, hadas y piratas» (casi prefiero su título original: «The Pirate Fairy»), la saga ha pasado a ser un producto total, redondo, absoluto. Valoramos en mayor media la importancia de la primera y la segunda historia (la tercera y la cuarta siguen siendo un trasfondo innecesario, pero que sigue allí, de cualquier manera); y podemos ver realmente en contexto el cuándo se dieron las primeras aventuras (el dónde se sabe con suficiente certeza).

Llegado a este punto, me gustaría mencionar algo que siempre me ha preocupado. Desde pequeño, he tenido una continua frustración con el trato que reciben los villanos de las historias infantiles. Dejaba de disfrutar las historias pensando: «(Tal personaje) puede ser bueno(a), lo que pasa es que los protagonistas sólo le discriminan, no le dan una oportunidad, y no se interesan en ayudarle realmente». Así, lamentaba profundamente (como niño que era) el trato dado a Cruella DeVil, a Garfio, Scar y a otros villanos(as) que lo eran, mayormente, por cuestión de las circunstancias y por no recibir el suficiente cariño/respeto/interés de sus co-protagonistas «buenos». Tal necesidad de justicia se calmó notablemente con «Megamente», pero, esto es sólo un dato más. Esta duda creció de adolescente, y le pregunté a una profesora que es filósofa qué pensaba al respecto; en resumidas cuentas dijo que los dibujos animados también se creaban con el afán moral de marcar la línea entre lo bueno y lo malo, y que lo señalaban con tal firmeza con el fin de «educar» a los niños.

En fin, desde el título (hadas y piratas), sentí cierta nostalgia. Recordé inmediatamente a Peter Pan, sobretodo teniendo en cuenta que la protagonista principal de la saga es su eterna compañera... Y, también, pensé repentinamente en Garfio y en los orígenes que le otorgaron al personaje en una serie de televisión algo reciente («Neverland», 2011; con Rhys Ifans). Por un momento, sonreí, con cierta alegría y esperanza.

(Continúo en «spoiler»...)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Sebastian Arena
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