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Voto de Tony Montana:
8
6,7
1.465
Drama
En plena Segunda Guerra Mundial, a las afueras de Londres, el joven Bill Rohan es un inocente niño inglés que vive la guerra como una experiencia apasionante y llena de emociones que ponen fin a la rutina diaria. En unos tiempos tan trágicos como convulsos Bill descubrirá nada menos que el sexo, el amor, la hipocresía y la muerte, mientras los adultos tratan de sobrevivir mientras hablan de patriotismo, esperanza y gloria... Basada en ... [+]
23 de septiembre de 2012
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Boorman es uno de esos cineastas a los que cuesta ceñir a un estilo, un hombre que ha nacido para llevar el calificativo de inclasificable por toda la extensión de su larga obra, un hombre que se ha enfrentado a multitud de retos audiovisuales y que, aún con una tremenda irregularidad en el global de su carrera, nunca ha dejado indiferente a nadie. Y es que, quizás, habría que hablar de él como del hombre cuyo estilo era el no tener un estilo, sino ser cambiante (no en un modo despectivo) y poder elegir de qué forma encarar una nueva producción. Y, como director inclasificable que es, quizás la rareza dentro de su filmografía sea una de las películas más sencillas en apariencia: Esperanza y Gloria, basada en las memorias del propio realizador inglés durante su infancia a través de la Segunda Guerra Mundial. Y, como casi todas sus películas, marcada casi inevitablemente por la irregularidad, porque nos encontramos con una película llena de momentos admirables, pero también con otros fragmentos ciertamente poco llamativos y a los que, quizás, les faltaba un punto de maduración en el guión.
Y es que al hablar de Esperanza y Gloria hay que hacerlo desde dos perspectivas bien diferentes, tal y como se divide la película: enfrentándonos a escenas de costumbrismo, con las actividades de los adultos, quizás la parte menos interesante (aunque no deja de ser necesaria), y aquellas en las que el joven Billy, Alter Ego de Boorman, nos muestra su visión de la guerra como un patio de recreo, con el disfrute de los pequeños detalles aunque también hay que puntualizar que el relato está basado enteramente en el punto de vista de nuestro joven protagonista. ¿Por qué? Porque desde la situación más inocente a la más dramática están intrínsecamente relacionadas, dependiendo única y exclusivamente del mundo casi fantasioso que se ha ideado el pequeño personaje y su grupo de pequeños gamberretes que campan a sus anchas por las desoladas calles del suburbio donde vive la familia. Y es que la película se desliza suavemente de un mundo al otro, con dureza y ternura, intentando introducirnos en la complejidad de la guerra sin olvidar que, en definitiva, estamos presenciando casi una comedia. Un poco lo que intentó, con escasa fortuna, Roberto Benigni en La vida es bella. Por suerte, el realizador de El sastre de Panamá está más afortunado y es infinitamente más sutil que el italiano.
Porque no había otra forma de acercarse a una historia así, donde se toma la guerra casi como un hecho mágico, que la sutileza. Por ejemplo, en una de las escenas más bellas de toda la cinta, la cámara recorre las casas destrozadas en un travelling lateral, mostrando en primer plano cómo los adultos intentan buscar cosas entre los escombros, sus enseres personales y cosas aún utilizables, mientras al fondo del plano, recortados en silueta por el horizonte, un grupo de los amigos de Billy recorren los escombros buscando (y festejando al encontrarlo) su preciado botín de guerra: la metralla, algo así como los cromos de fútbol para los niños, que compiten entre ellos a ver quién tiene más y mejor. Ese contraste es constantemente el que batalla en la cinta, el intento de adentrarnos en un mundo mágico, de aventuras y donde cada hecho es sorprendentemente espectacular, con un intento costumbrista cercano al que nos ha mostrado, aunque con más acierto, Terence Davies en películas como Voces distantes.
Y es que al hablar de Esperanza y Gloria hay que hacerlo desde dos perspectivas bien diferentes, tal y como se divide la película: enfrentándonos a escenas de costumbrismo, con las actividades de los adultos, quizás la parte menos interesante (aunque no deja de ser necesaria), y aquellas en las que el joven Billy, Alter Ego de Boorman, nos muestra su visión de la guerra como un patio de recreo, con el disfrute de los pequeños detalles aunque también hay que puntualizar que el relato está basado enteramente en el punto de vista de nuestro joven protagonista. ¿Por qué? Porque desde la situación más inocente a la más dramática están intrínsecamente relacionadas, dependiendo única y exclusivamente del mundo casi fantasioso que se ha ideado el pequeño personaje y su grupo de pequeños gamberretes que campan a sus anchas por las desoladas calles del suburbio donde vive la familia. Y es que la película se desliza suavemente de un mundo al otro, con dureza y ternura, intentando introducirnos en la complejidad de la guerra sin olvidar que, en definitiva, estamos presenciando casi una comedia. Un poco lo que intentó, con escasa fortuna, Roberto Benigni en La vida es bella. Por suerte, el realizador de El sastre de Panamá está más afortunado y es infinitamente más sutil que el italiano.
Porque no había otra forma de acercarse a una historia así, donde se toma la guerra casi como un hecho mágico, que la sutileza. Por ejemplo, en una de las escenas más bellas de toda la cinta, la cámara recorre las casas destrozadas en un travelling lateral, mostrando en primer plano cómo los adultos intentan buscar cosas entre los escombros, sus enseres personales y cosas aún utilizables, mientras al fondo del plano, recortados en silueta por el horizonte, un grupo de los amigos de Billy recorren los escombros buscando (y festejando al encontrarlo) su preciado botín de guerra: la metralla, algo así como los cromos de fútbol para los niños, que compiten entre ellos a ver quién tiene más y mejor. Ese contraste es constantemente el que batalla en la cinta, el intento de adentrarnos en un mundo mágico, de aventuras y donde cada hecho es sorprendentemente espectacular, con un intento costumbrista cercano al que nos ha mostrado, aunque con más acierto, Terence Davies en películas como Voces distantes.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Porque los adultos de Esperanza y Gloria sirven como contrapunto, como motor para los niños pero, cuando han de servir para que la acción gire en torno a ellos las cosas no terminan por ser todo lo consistentes que deberían: la relación entre los padres de la familia, con una Sarah Miles que no está todo lo bien a los que nos tiene acostumbrados, queda algo desdibujada, demasiado cómica; y la relación de la propia madre con Mac, el mejor amigo de la familia, no va a más, quizás por el miedo de Boorman a ser demasiado oscuro y desesperanzador. Sí es más exitosa la de la hermana mayor de Billy, enamorada de un soldado canadiense destinado a Inglaterra. Quizás por seguir siendo una niña (no deja de tener 15 años, por muy enamorada que esté), el guión da más presencia a su historia de amor y desamor, que sí se puede considerar un fragmento más completo, pero no del todo satisfactorio por no dejar de ser el cliché de la típica historia de amor de película. No obstante, quizás para recalcar ese “tono cliché”, el director nos muestra, exactamente al dejar a la pareja terminando de hacer el amor, a la familia al completo viendo una película de temática similar, donde un soldado debe abandonar a su amada para ir al frente: parece querer decirnos que, aunque sea un tema trillado y peliculero, era verdad.
Otra elección curiosa es el espacio en el que se desarrolla la película. Casi unos No Lugares, alejados del bullicio de la guerra, pero donde ésta también se deja sentir. Porque, al hablar de cine bélico (aunque Esperanza y Gloria no sea estrictamente un “film de guerra”), un director suele plantear movimiento, escenarios cambiantes, para mostrar cómo el horror afecta a todos. Pero Boorman no pretende darnos un muestrario completo de cómo fue la guerra en Inglaterra. Sólo vemos la calle donde viven los protagonistas. En ella, acontecen hechos de variado pelajeque demuestran que la vida sigue adelante como en cualquier otro momento del año. El bullicio, las precauciones, el miedo son mostrados con total calma, sin enaltecerlos ni exagerarlos, con total sobriedad visual.
Y esta sencillez se multiplica en el último tramo de la película: el viaje a casa de los abuelos maternos, donde un conscientemente sobreactuadísimo Ian Bannen se adueña de la función con su personaje machista y cascarrabias. En esta parte, la película transcurre como el río por el que navegan sus protagonistas: tranquila y liviana. Lo que podríamos denominar los pequeños placeres de la vida: las comidas familiares, los momentos de paz junto al río, la tranquilidad alejado del peor conflicto bélico que ha sufrido la humanidad. Pequeñas joyas casi renoirianas. Pero, si bien estas secuencias son altamente disfrutables por el carisma de sus protagonistas, no menos cierto es que hay ciertos momentos excesivamente alargados, como la partida de cricket entre abuelo y nieto, que se extiende sin aportar nada. De aquí hasta el final, todo son imágenes sencillas, pura comedia, que terminan con la explosión simbólica de lo que es toda la película: en el día de la vuelta al colegio tras el verano, éste está en llamas por los bombardeos, mientras una masa enfervorizada de niños pequeños gritan y rompen cosas, histéricos, felices, porque este gran patio de recreo llamado guerra continúa.
Otra elección curiosa es el espacio en el que se desarrolla la película. Casi unos No Lugares, alejados del bullicio de la guerra, pero donde ésta también se deja sentir. Porque, al hablar de cine bélico (aunque Esperanza y Gloria no sea estrictamente un “film de guerra”), un director suele plantear movimiento, escenarios cambiantes, para mostrar cómo el horror afecta a todos. Pero Boorman no pretende darnos un muestrario completo de cómo fue la guerra en Inglaterra. Sólo vemos la calle donde viven los protagonistas. En ella, acontecen hechos de variado pelajeque demuestran que la vida sigue adelante como en cualquier otro momento del año. El bullicio, las precauciones, el miedo son mostrados con total calma, sin enaltecerlos ni exagerarlos, con total sobriedad visual.
Y esta sencillez se multiplica en el último tramo de la película: el viaje a casa de los abuelos maternos, donde un conscientemente sobreactuadísimo Ian Bannen se adueña de la función con su personaje machista y cascarrabias. En esta parte, la película transcurre como el río por el que navegan sus protagonistas: tranquila y liviana. Lo que podríamos denominar los pequeños placeres de la vida: las comidas familiares, los momentos de paz junto al río, la tranquilidad alejado del peor conflicto bélico que ha sufrido la humanidad. Pequeñas joyas casi renoirianas. Pero, si bien estas secuencias son altamente disfrutables por el carisma de sus protagonistas, no menos cierto es que hay ciertos momentos excesivamente alargados, como la partida de cricket entre abuelo y nieto, que se extiende sin aportar nada. De aquí hasta el final, todo son imágenes sencillas, pura comedia, que terminan con la explosión simbólica de lo que es toda la película: en el día de la vuelta al colegio tras el verano, éste está en llamas por los bombardeos, mientras una masa enfervorizada de niños pequeños gritan y rompen cosas, histéricos, felices, porque este gran patio de recreo llamado guerra continúa.