El tono y la estrategia básica de las películas de la serie Andy Hardy apenas difería de todo lo que luego caracterizaría a las series de televisión. Se trataba de amoldar al público a unos personajes que debían mostrar en cada episodio lo esencial de sus características e irse haciendo cada vez más familiares y más queridos (u odiosos). En este caso, el adolescente Andy (Mickey Rooney) cometía en cada episodio un par de inocuas torpezas que su padre, el juez rural Hardy (Lewis Stone), se encargaba de reprender flemática y comprensivamente, exponiendo de paso algunos principios básicos de la idiosincrasia estadounidense. Aquí, por ejemplo, Rooney se queja por no poder disfrutar de más dinero y prestigio social, y su padre, en una gestión ante los juzgados neoyorquinos que realiza con el objetivo de salvar el orfanato del pueblo, le muestra en qué consiste realmente la grandeza del país en que orgullosamente viven: en que el tribunal les trata con la misma consideración que a los que tienen dinero. Lo mejor, sin duda, las canciones de Judy Garland, que son solo dos. Lo demás, solo para arqueólogos del Séptimo Arte.