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Voto de Jordirozsa:
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Terror. Thriller
Quinn, una joven enfermera, descarga una aplicación para el móvil llamada 'Countdown', que puede predecir el momento exacto en el que una persona va a morir. En ese momento descubre que a ella sólo le quedan tres días de vida. Con el tiempo jugando en su contra y tras ser perseguida por una persona desconocida, tratará desesperadamente de burlar al destino antes de que se le agote el tiempo. (FILMAFFINITY)
19 de enero de 2022
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dentro del género del terror, hay dos tópicos que, por muy sobreexplotados que estén (¿cuáles no?), han sido, son y serán, las estrellas de todas las temáticas, por tratarse de insondables, misteriosos… núcleos ideoafectivos de lo que más espanta, de los que derivan, prácticamente, todas las demás manifestaciones míticas y clichés de las historias llamadas “de miedo”: el mal y la muerte; dos conceptos aparentes en diferencia, pero que guardan una relación inextricable, y que constituyen la principal fuente de angustia del ser humano, tanto por su evidente y endémica presencia entre los mortales (valga la redundancia), como por la azarosidad, imprevisión, completa ignorancia (por mucho que se expriman el cerebro en ello científicos, filósofos, religiosos… )… de su multifactorial casuística.
Me explico; de todo aquello que la persona pretende creer ser capaz de controlar, de los efluvios de su rico imaginario, el tema de la muerte y del mal es lo que se antoja menos explicable, razonable/lógico, moralmente aceptable (a pesar de su contínua y machacona presencia, de la que tenemos que dar gracias, sobretodo actualmente, al terrorismo informativo de los medios de comunicación)
Por ello, el rechazo de nuestro Ser consciente ante tal par de fenómenos, uno por absurdo, y el otro por uno de los principales condicionantes que coartan la dignidad y la libertad de nuestra especiae, es algo de lo más natural, primigenio y hasta necesario para preservar nuestra salud mental.
Y más profundamente podríamos andarnos en seguir este análisis fenomenológico, pero ¿es que esta película lo merece? En apariencia, un producto como el de Justin Dec, de contenido hecho de retazos de otras obras, algunas de culto o maestras, sobre el tema del mal y de la muerte, ciclostilado de una variopinta selección de cintas parejas, no serva en él ni tan solo el respeto que se da, incluso a bodrios galáticos, de los que se podrían sacar genuínas e interesantes opiniones.
Para montar su propuesta, y con ello su particular tesis sobre los asuntos o ideas mencionadas (las dos “M”, mal y muerte), el director norteamericnao recurre a un refrito temático, sincrético, tal un mosaico como esos de la época bizantina, en el que podemos identificar, sin tapujos ni vergüenzas (faltaría más), la huella de otras películas como “Destino final” (saga de finales de los noventa y principios del s.XXI), “The ring”… y otras centenares (por no decir miles), que beben del imaginario colectivo sobre maldiciones, y los agentes encargados prontamente de hacerlas cumplir y valer.
Por otro lado, su estilo es de un soez, ordinario o chabacano, que nos reuerda sin remisión a los planteamientos de Santiago Segura, y esa forma tan caricaturesca de ver a la gente, en general, y sus pueriles reacciones ante esos dos monstruos de la moralidad, por un lado, y de la evidencia objetiva, por el otro: somos como los yogures, tenemos fecha de caducidad, y tan seguro como pocas cosas tenemos, es que un día morimos, palmamos, estiramos la pata, decimos “bye, bye…”… ¿cuándo? no lo sabemos ni lo podemos/podremos saber, dado que científica y/o tecnológicamente es imposible fechar eso de “el día y la hora”, por mucho que esté una simpática app que de ello pueda convencer a los idiotizados de la generación acutal. Como mucho, en función de nuestro estado de salud, nuestros hábitos (que no los del monje)… podemos llevar entre nosotros aquello de “consumir preferentemente antes de….”, sobretodo en lo referente a eso del ligar.
Tan terrible nos resulta (mal no queramos reconocerlo) todo lo relacionado con el dejar de existir, el dolor, el sufrimiento, que lo alejamos todo lo que podemos de nuestra realidad consciente, lo apartamos, ponemos distancia entre nosotros y ello… y he aquí que el sarcasmo, la ironía, el humor (si puede ser como el cacao, cuanto más negro mejor), los toques de comedia, la narrativa de la fantasía adolescente… són los instrumentos por excelencia con lo que pretendemos (haciéndonos trampas al solitario, “of course”), empequeñecer aquello que nos agobia, encorsetándolo en el “box” de una película que, lejos de resultar de auténtico terror, esconde un tufo de farsa que canta por soleares.
Y es por esto que la película termina derrumbándose como un castillo de naipes, por lo menos si su realizador, lo que pretendía, era edificar un relato de esos que, al salir de su visionado, uno tuviese que pedir unos calzoncillos limpios. Simplemente ha quedado patente que Justin Dec fue incapaz de aguantar y ponerse a la altura de Richard Dooner (“La Profecía”, 1976), o de William Friedkin (“El Exorcista”, 1973). Aunque sobre la base de unos planteamientos argumentales más trillados que el aceite de un churrero, y con la buenísima percha de los móviles y las “apps”, ideal como reclamo para el público joven y adolescente, se abandona la senda de lo que promete como una envidiable cinta digna de Dino de Laurentis, para derivar en una sátira de panfleto.
De hecho, la saga “Destino Final”, también en su original, por no decir sólo de la interminable retahíla de secuelas que le siguieron (cinco ya son demasiadas), se pierde de un modo similar, al quedar diluído su potencial temático, en el exceso de efectismo de efectos especiales, y de rizados de rizo en el guión.
Desconozco a lo que aspiraban los productores de “Contdown”, pero se perdieron la oportunidad de construir algo con lo que hasta multiplicar mucho más la inversión hecha. Yo personalmente no me habría conformado en sacar 48 millones de mortadelos de 6, especialmente si ahí hay que quitarle tasas, impuestos e intermediarios varios.
La poca ambición de todo el “staff”, desde producción, dirección (pasota total, por lo que se me antoja el resultado), hasta el último del equipo técnico, unida a una presunta intención de sacar máximo partido con un presupuesto más bién exiguo, nos deja con hambre;
Me explico; de todo aquello que la persona pretende creer ser capaz de controlar, de los efluvios de su rico imaginario, el tema de la muerte y del mal es lo que se antoja menos explicable, razonable/lógico, moralmente aceptable (a pesar de su contínua y machacona presencia, de la que tenemos que dar gracias, sobretodo actualmente, al terrorismo informativo de los medios de comunicación)
Por ello, el rechazo de nuestro Ser consciente ante tal par de fenómenos, uno por absurdo, y el otro por uno de los principales condicionantes que coartan la dignidad y la libertad de nuestra especiae, es algo de lo más natural, primigenio y hasta necesario para preservar nuestra salud mental.
Y más profundamente podríamos andarnos en seguir este análisis fenomenológico, pero ¿es que esta película lo merece? En apariencia, un producto como el de Justin Dec, de contenido hecho de retazos de otras obras, algunas de culto o maestras, sobre el tema del mal y de la muerte, ciclostilado de una variopinta selección de cintas parejas, no serva en él ni tan solo el respeto que se da, incluso a bodrios galáticos, de los que se podrían sacar genuínas e interesantes opiniones.
Para montar su propuesta, y con ello su particular tesis sobre los asuntos o ideas mencionadas (las dos “M”, mal y muerte), el director norteamericnao recurre a un refrito temático, sincrético, tal un mosaico como esos de la época bizantina, en el que podemos identificar, sin tapujos ni vergüenzas (faltaría más), la huella de otras películas como “Destino final” (saga de finales de los noventa y principios del s.XXI), “The ring”… y otras centenares (por no decir miles), que beben del imaginario colectivo sobre maldiciones, y los agentes encargados prontamente de hacerlas cumplir y valer.
Por otro lado, su estilo es de un soez, ordinario o chabacano, que nos reuerda sin remisión a los planteamientos de Santiago Segura, y esa forma tan caricaturesca de ver a la gente, en general, y sus pueriles reacciones ante esos dos monstruos de la moralidad, por un lado, y de la evidencia objetiva, por el otro: somos como los yogures, tenemos fecha de caducidad, y tan seguro como pocas cosas tenemos, es que un día morimos, palmamos, estiramos la pata, decimos “bye, bye…”… ¿cuándo? no lo sabemos ni lo podemos/podremos saber, dado que científica y/o tecnológicamente es imposible fechar eso de “el día y la hora”, por mucho que esté una simpática app que de ello pueda convencer a los idiotizados de la generación acutal. Como mucho, en función de nuestro estado de salud, nuestros hábitos (que no los del monje)… podemos llevar entre nosotros aquello de “consumir preferentemente antes de….”, sobretodo en lo referente a eso del ligar.
Tan terrible nos resulta (mal no queramos reconocerlo) todo lo relacionado con el dejar de existir, el dolor, el sufrimiento, que lo alejamos todo lo que podemos de nuestra realidad consciente, lo apartamos, ponemos distancia entre nosotros y ello… y he aquí que el sarcasmo, la ironía, el humor (si puede ser como el cacao, cuanto más negro mejor), los toques de comedia, la narrativa de la fantasía adolescente… són los instrumentos por excelencia con lo que pretendemos (haciéndonos trampas al solitario, “of course”), empequeñecer aquello que nos agobia, encorsetándolo en el “box” de una película que, lejos de resultar de auténtico terror, esconde un tufo de farsa que canta por soleares.
Y es por esto que la película termina derrumbándose como un castillo de naipes, por lo menos si su realizador, lo que pretendía, era edificar un relato de esos que, al salir de su visionado, uno tuviese que pedir unos calzoncillos limpios. Simplemente ha quedado patente que Justin Dec fue incapaz de aguantar y ponerse a la altura de Richard Dooner (“La Profecía”, 1976), o de William Friedkin (“El Exorcista”, 1973). Aunque sobre la base de unos planteamientos argumentales más trillados que el aceite de un churrero, y con la buenísima percha de los móviles y las “apps”, ideal como reclamo para el público joven y adolescente, se abandona la senda de lo que promete como una envidiable cinta digna de Dino de Laurentis, para derivar en una sátira de panfleto.
De hecho, la saga “Destino Final”, también en su original, por no decir sólo de la interminable retahíla de secuelas que le siguieron (cinco ya son demasiadas), se pierde de un modo similar, al quedar diluído su potencial temático, en el exceso de efectismo de efectos especiales, y de rizados de rizo en el guión.
Desconozco a lo que aspiraban los productores de “Contdown”, pero se perdieron la oportunidad de construir algo con lo que hasta multiplicar mucho más la inversión hecha. Yo personalmente no me habría conformado en sacar 48 millones de mortadelos de 6, especialmente si ahí hay que quitarle tasas, impuestos e intermediarios varios.
La poca ambición de todo el “staff”, desde producción, dirección (pasota total, por lo que se me antoja el resultado), hasta el último del equipo técnico, unida a una presunta intención de sacar máximo partido con un presupuesto más bién exiguo, nos deja con hambre;
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
todo el empuje del despegue se va a tierra justo antes de pillar el punto de no retorno, y la decepción de quedarse en un paseo a ras de pista cuando habríamos podido volar muy alto, está servida.
Todo el aparato técnico: fotografía (Maxime Alexandre), efectos visuales, sonoros y especiales (Jeremy Hays Johnathan Kombrinck), banda sonora (Danny Bensi; Saunder Jurriaans)… , no aporta nada significativo. El trabajo de set, iluminación, cámara, partitura y demás, apenas sirve al cometido de elaborar un vestido conjunto “smart casual”, de lo más convencional, lo justo para eso, vestir mínimamente el producto, y no dejarlo en pelotas ante las frustradas expectativas del público.
A fin de cuentas, una obra en la que se invirtió demasiado para marcarse el tanto que en su día John Carpenter con “Halloween” (1978), o las de la saga de “Paranormal Activity”, y demasiado poco para lograr el “status quo” de una película de terror de referencia, y además lo suficiente taquillera, no sólo para llenar las cajas de recaudación, sinó para que el boca a boca trajera a más espectadores en masa a verla, como otro referente del terror.
Así pues, si nos conformamos con ese discretillo rol de opera catilinaria, podremos rescatar de “Countdiown” un cierto don de entretenimiento y de burla socarrona; pero para ello hay que ser muy condescendientes, ya que la confusión de objetivo en su mensaje resulta notoria, visto su andar a lo largo del arco del desarrollo de la trama.
El guión, firmado por el propio Dec, en vez de deshilvanar el ciclo argumental de una manera clara y bien expuesta, cada vez se enreda más en unos nudos que a duras penas quedan bien despachados.
Los actores hacen bién su trabajo, pero más rendimiento de sus actuaciones, decentes más en lo profesional que en lo artístico, imposible sacar dado el jardín en el que les plantaron. El pulso de Elisabeth Lail para mantener el tipo al frente del resto del elenco es irregular, con un ramalazo de histerismo “tenuto” que le resta credibilidad en los “sustos”. Sus comparsas, Evan (Dillon Lane, al que habitualmente vemos aparecer greñudo a más no poder, y que curiosamente aquí va con el pelo muy corto, mucho más atractivo) y Matt (apuesto morenazo), le acompañarán, el primero para quedarse a mitad de camino, y el otro hasta al final, sin aportar mucho más que ser ambos pingües tajadas en las que se cebará la maldición (feo se cargaran a la prota o a alguien de su familia cercana).
De forma tardía, los que elevan el tono ambiental y corrigen el ritmo narrativo, adecentando (cosa irónica) la película, y marcando definitivamente el cariz a lo “lampooner”, son los dos donaires de turno: el hacker (John Bishop) y el cura, el Padre John (P.J. Byrne), cuya descarada presencia ya revela (aunque desentona para los que esperan otra cosa), sin lugar a dudas, la clase de chiste a la que acabará de reducirse todo. Cabe decir que, puestos a echar el giro humorístico al asunto (como una guitarra en un entierro, diría mi madre en paz descanse), mejor haber cogido a Santiago Segura y a Andrés Pajares respectivamente para estos papeles (o viceversa), con los que ese cambio de tono habría realmente valido la pena.
Justin Dec no tiene un pelo de tonto (valga la redundancia), i al darse cuenta de que esta ópera prima suya le viene más grande que los zapatos de un elefante, da marcha atrás (que no cuenta atrás), se arredra. Renuncia a hacernos un buen caldo, para que nos conformemos con una taza de “sopinstant”. A él podrá servirle, pero no se si al público le cunde la tamaña diferencia de calidad: de Guatemala, a “Guate…” peor. Esperemos que no le dé por hacer fotocopias, para sacar ahora un infinito rosario de insufribles secuelas.
Es una pieza que cumple la misión de entretener (por lo menos), y mantener un mínimo climax atencional en la audiencia. Pero nada más. Si sigo oyendo a hablar de “Countdown”, me quedo con la canción de “Europe”, de 1986.
Todo el aparato técnico: fotografía (Maxime Alexandre), efectos visuales, sonoros y especiales (Jeremy Hays Johnathan Kombrinck), banda sonora (Danny Bensi; Saunder Jurriaans)… , no aporta nada significativo. El trabajo de set, iluminación, cámara, partitura y demás, apenas sirve al cometido de elaborar un vestido conjunto “smart casual”, de lo más convencional, lo justo para eso, vestir mínimamente el producto, y no dejarlo en pelotas ante las frustradas expectativas del público.
A fin de cuentas, una obra en la que se invirtió demasiado para marcarse el tanto que en su día John Carpenter con “Halloween” (1978), o las de la saga de “Paranormal Activity”, y demasiado poco para lograr el “status quo” de una película de terror de referencia, y además lo suficiente taquillera, no sólo para llenar las cajas de recaudación, sinó para que el boca a boca trajera a más espectadores en masa a verla, como otro referente del terror.
Así pues, si nos conformamos con ese discretillo rol de opera catilinaria, podremos rescatar de “Countdiown” un cierto don de entretenimiento y de burla socarrona; pero para ello hay que ser muy condescendientes, ya que la confusión de objetivo en su mensaje resulta notoria, visto su andar a lo largo del arco del desarrollo de la trama.
El guión, firmado por el propio Dec, en vez de deshilvanar el ciclo argumental de una manera clara y bien expuesta, cada vez se enreda más en unos nudos que a duras penas quedan bien despachados.
Los actores hacen bién su trabajo, pero más rendimiento de sus actuaciones, decentes más en lo profesional que en lo artístico, imposible sacar dado el jardín en el que les plantaron. El pulso de Elisabeth Lail para mantener el tipo al frente del resto del elenco es irregular, con un ramalazo de histerismo “tenuto” que le resta credibilidad en los “sustos”. Sus comparsas, Evan (Dillon Lane, al que habitualmente vemos aparecer greñudo a más no poder, y que curiosamente aquí va con el pelo muy corto, mucho más atractivo) y Matt (apuesto morenazo), le acompañarán, el primero para quedarse a mitad de camino, y el otro hasta al final, sin aportar mucho más que ser ambos pingües tajadas en las que se cebará la maldición (feo se cargaran a la prota o a alguien de su familia cercana).
De forma tardía, los que elevan el tono ambiental y corrigen el ritmo narrativo, adecentando (cosa irónica) la película, y marcando definitivamente el cariz a lo “lampooner”, son los dos donaires de turno: el hacker (John Bishop) y el cura, el Padre John (P.J. Byrne), cuya descarada presencia ya revela (aunque desentona para los que esperan otra cosa), sin lugar a dudas, la clase de chiste a la que acabará de reducirse todo. Cabe decir que, puestos a echar el giro humorístico al asunto (como una guitarra en un entierro, diría mi madre en paz descanse), mejor haber cogido a Santiago Segura y a Andrés Pajares respectivamente para estos papeles (o viceversa), con los que ese cambio de tono habría realmente valido la pena.
Justin Dec no tiene un pelo de tonto (valga la redundancia), i al darse cuenta de que esta ópera prima suya le viene más grande que los zapatos de un elefante, da marcha atrás (que no cuenta atrás), se arredra. Renuncia a hacernos un buen caldo, para que nos conformemos con una taza de “sopinstant”. A él podrá servirle, pero no se si al público le cunde la tamaña diferencia de calidad: de Guatemala, a “Guate…” peor. Esperemos que no le dé por hacer fotocopias, para sacar ahora un infinito rosario de insufribles secuelas.
Es una pieza que cumple la misión de entretener (por lo menos), y mantener un mínimo climax atencional en la audiencia. Pero nada más. Si sigo oyendo a hablar de “Countdown”, me quedo con la canción de “Europe”, de 1986.