Media votos
7,6
Votos
3.897
Críticas
180
Listas
20
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Contacto
- Sus redes sociales
-
Compartir su perfil
Voto de Jordirozsa:
6
5,1
1.013
Terror
Adam y Clare se mudan a una zona rural con su hijo recién nacido. Enseguida empiezan a recibir advertencias sobre los malos espíritus que pueblan el área, pero la joven familia prefiere disfrutar la belleza de los bosques. (FILMAFFINITY)
18 de enero de 2022
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
El que una naturaleza cabreada (en el caso de “The Hallow” un frondoso bosque irlandés) decida vengarse de los agravios infligidos por el especímen humano, después de ser violada en lo más profundo de su esencia, no sin antes presentar batalla a los intrusos que osan adentrarse en ella y perturbar su paz, es un tópico argumental que, sin pedirlo, me trajo a la mente al personaje de Tomme (Charley Boorman), cuando le cuenta a su padre (Powers Boothe) lo que hace la naturaleza cuando le tocan las narices, en “La Selva Esmeralda” (1985), de John Boorman. Al igual que en la cinta que nos ocupa, hallamos un nítido paralelismo entre la Selva Amazónica que le roba el bebé a un ingeniero y la frondosa y oscura arboleda que intentará arrebatarles a Adam (Joseph Mawle) y a Clare (Bojana Novakovic), su sufrido neonato.
Si en una son los indios indígenas, en esta son unos diabólicos seres, cuya naturaleza se halla en el doble filo de la visión folklórica de los lugareños, y la explicación científica que el protagonista encontrará, al relacionar el extraño hongo que descubre en el tronco de uno de los árboles que marca, con los monstruos que no dejarán de acosarles.
A este motiv arquetípico, presente en el corpus mitológico de muchas culturas y religiones que se remontan a la prehistoria, se refiere ese carácter tan despiadado del sacrificio que “exige” la mater natura, como precio a cambio de los dones que prodiga.
Por no decir los “castigos” que se reserva para aquellos que osan lastimarla (este sería el significado de la pringosa sustancia negra que contiene al peligroso microorganismo).
En este sentido, hallamos también una interesante referencia de lo expiatorio a través de la horrenda experiencia de mutaciones fisiológicas en “La Granja Maldita” (1987), donde se usa al igual esa doble lectura de la justificación científica (agua contaminada) del mal provocado, y el origen de éste en el pecado (el adulterio).
Así, fuese deliberadamente o no, Corin Hardy trabaja sobre una premisa a la que vemos también asomar la coleta en el subyacente discurso de este ecologismo de cariz ideológico (más que basado en el rigor biológico), que los mandatarios saben instrumentalizar, no porque crean en ello, sinó porque ven en una más de esas líneas de pensamiento único que se pretende imponer en pro de la corrección política, un buen fajo de votos entre los adeptos de estos lobbies.
El realizador no reparará en sacar tajada de ese cándido buenismo de los fans del “buen rollo”, que en el primer acto despachará con unos porretes de los padres algo “neo hippies”, que con crío y perro se van tan felices a meterse en la boca del lobo. Vaya que si en ello hay una intencionalidad sarcástica, a Hardy se le debe una “ola” como Dios manda.
Asegurándose también el tiro como cofirmante del guión, no pierde el tiempo, y después de echar una pulla en el primer acto, y que recogerá en el último tramo del metraje, especialmente con el guiño final durante los títulos de crédito, sume al espectador en un no parar que, más que "in crescendo", nos eleva a un grado de tensión que mantendrá constante, sin dejar por compasión unos segundos de mínimo sosiego.
La malsana ingenuidad que envuelve los idílicos primeros minutos, y que está narrada casi rozando la burla, es enseguida quebrada por un rápido ascenso al estado de angustia, cuya primera y lúgubre manifestación es la actitud con la que los lugareños reciben a los recién llegados; cliché, por otra parte, usado un sinfín de veces en todas esas películas en las que el/la/los/las protagonistas del periplo de turno, andan hacia el centro de sus pesadillas bajo esa silenciosa mirada, entre curiosa y amenazante, de unos locales de los que no se intuye claramente si actúan de cobardes espectadores o, incluso, de cómplices de la acechante maldad del paraje.
No falta, pues, tampoco, ese rol de mal agüero que en películas maestras de referencia toma forma simbólica de cuervo, gato negro, u otro bicho de ese color (como el caso del rotweiler).
Ese ambiente premonitorio pone un punto de partida en el delirio del espectador, que pronto verá acelerado el ritmo narrativo, a tenor de los movimientos de cámara, la invasión de un escenario en penumbra o a oscuras que mantendrá casi fuera de juego a las horas diurnas, y la aparición de los monstruos del bosque, cuya manifestación visual, más sugerida en el inicio del desarrollo, y progresivamente hasta ser descaradamente explícita en el último tramo hasta el desenlace, donde Hardy se permite algo de casquería para ayudar a que todo caiga en cascada, y ofrecer una salida al embrollo: tanto al guión, como a los protagonistas, hacia aquél sol naciente redentor en su denodada carrera para escapar y librarse de la terrible zozobra.
En todo este tiempo, parece que no podremos dejar de contener el aliento. Y hasta en momentos, Martijn van Broekhuizen, director de fotografía, se permitirá provocarnos descargas extra de adrenalina, como en la sucesion intercalada de planos de Adam intentando poner en marcha el motor del generador, luchando contra los efectos visibles de la infección, para devolver la luz a la casa, a la par que el globo del ojo de Clare, quien intenta contener a uno de los monstruos en la buhardilla, está a punto de ser penetrado por el aguijado apéndice del ser atacante.
Desconozco por completo si Corin Hardy conoce la obra de Luís Buñuel; pero en esta secuencia vi la escena del ojo de “El Perro Andaluz” (1929). ¿Un homenaje referencial, o una simple coincidencia? Y cabría añadir que el mismísimo Dalí quedaria asombrado con la facha de los duendes malignos que acosan a esta familia.
La partitura compuesta para orquesta, de James Gosling, y disponible en el “espotifai”, no es para lanzar cohetes, pero cumple dignamente con su cometido: su cándido y ténue carácter del principio, va acorde con la calma e il·lusión que brilla en los rostros de Adam y Clare, en su viaje en barco hacia su nuevo destino
Si en una son los indios indígenas, en esta son unos diabólicos seres, cuya naturaleza se halla en el doble filo de la visión folklórica de los lugareños, y la explicación científica que el protagonista encontrará, al relacionar el extraño hongo que descubre en el tronco de uno de los árboles que marca, con los monstruos que no dejarán de acosarles.
A este motiv arquetípico, presente en el corpus mitológico de muchas culturas y religiones que se remontan a la prehistoria, se refiere ese carácter tan despiadado del sacrificio que “exige” la mater natura, como precio a cambio de los dones que prodiga.
Por no decir los “castigos” que se reserva para aquellos que osan lastimarla (este sería el significado de la pringosa sustancia negra que contiene al peligroso microorganismo).
En este sentido, hallamos también una interesante referencia de lo expiatorio a través de la horrenda experiencia de mutaciones fisiológicas en “La Granja Maldita” (1987), donde se usa al igual esa doble lectura de la justificación científica (agua contaminada) del mal provocado, y el origen de éste en el pecado (el adulterio).
Así, fuese deliberadamente o no, Corin Hardy trabaja sobre una premisa a la que vemos también asomar la coleta en el subyacente discurso de este ecologismo de cariz ideológico (más que basado en el rigor biológico), que los mandatarios saben instrumentalizar, no porque crean en ello, sinó porque ven en una más de esas líneas de pensamiento único que se pretende imponer en pro de la corrección política, un buen fajo de votos entre los adeptos de estos lobbies.
El realizador no reparará en sacar tajada de ese cándido buenismo de los fans del “buen rollo”, que en el primer acto despachará con unos porretes de los padres algo “neo hippies”, que con crío y perro se van tan felices a meterse en la boca del lobo. Vaya que si en ello hay una intencionalidad sarcástica, a Hardy se le debe una “ola” como Dios manda.
Asegurándose también el tiro como cofirmante del guión, no pierde el tiempo, y después de echar una pulla en el primer acto, y que recogerá en el último tramo del metraje, especialmente con el guiño final durante los títulos de crédito, sume al espectador en un no parar que, más que "in crescendo", nos eleva a un grado de tensión que mantendrá constante, sin dejar por compasión unos segundos de mínimo sosiego.
La malsana ingenuidad que envuelve los idílicos primeros minutos, y que está narrada casi rozando la burla, es enseguida quebrada por un rápido ascenso al estado de angustia, cuya primera y lúgubre manifestación es la actitud con la que los lugareños reciben a los recién llegados; cliché, por otra parte, usado un sinfín de veces en todas esas películas en las que el/la/los/las protagonistas del periplo de turno, andan hacia el centro de sus pesadillas bajo esa silenciosa mirada, entre curiosa y amenazante, de unos locales de los que no se intuye claramente si actúan de cobardes espectadores o, incluso, de cómplices de la acechante maldad del paraje.
No falta, pues, tampoco, ese rol de mal agüero que en películas maestras de referencia toma forma simbólica de cuervo, gato negro, u otro bicho de ese color (como el caso del rotweiler).
Ese ambiente premonitorio pone un punto de partida en el delirio del espectador, que pronto verá acelerado el ritmo narrativo, a tenor de los movimientos de cámara, la invasión de un escenario en penumbra o a oscuras que mantendrá casi fuera de juego a las horas diurnas, y la aparición de los monstruos del bosque, cuya manifestación visual, más sugerida en el inicio del desarrollo, y progresivamente hasta ser descaradamente explícita en el último tramo hasta el desenlace, donde Hardy se permite algo de casquería para ayudar a que todo caiga en cascada, y ofrecer una salida al embrollo: tanto al guión, como a los protagonistas, hacia aquél sol naciente redentor en su denodada carrera para escapar y librarse de la terrible zozobra.
En todo este tiempo, parece que no podremos dejar de contener el aliento. Y hasta en momentos, Martijn van Broekhuizen, director de fotografía, se permitirá provocarnos descargas extra de adrenalina, como en la sucesion intercalada de planos de Adam intentando poner en marcha el motor del generador, luchando contra los efectos visibles de la infección, para devolver la luz a la casa, a la par que el globo del ojo de Clare, quien intenta contener a uno de los monstruos en la buhardilla, está a punto de ser penetrado por el aguijado apéndice del ser atacante.
Desconozco por completo si Corin Hardy conoce la obra de Luís Buñuel; pero en esta secuencia vi la escena del ojo de “El Perro Andaluz” (1929). ¿Un homenaje referencial, o una simple coincidencia? Y cabría añadir que el mismísimo Dalí quedaria asombrado con la facha de los duendes malignos que acosan a esta familia.
La partitura compuesta para orquesta, de James Gosling, y disponible en el “espotifai”, no es para lanzar cohetes, pero cumple dignamente con su cometido: su cándido y ténue carácter del principio, va acorde con la calma e il·lusión que brilla en los rostros de Adam y Clare, en su viaje en barco hacia su nuevo destino
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Sin sospechar lo que les deparará la estancia en el viejo molino al que se mudan. Esa paz que transmite (poco duradera), combinada con un tema de esperanza y alivio, es el que envuelve la escena final, floreciendo suavemente en su tema, como la luz del sol que poco a poco va filtrándose entre las penumbras del bosque, disipándolas como acaba el cuerpo del falso bebé que los monstruos habían puesto al alcance de Clare para quedarse con el suyo.
Entre medio, los metales y los sinuosos motivos del resto del grupo instrumental, si bién no caen en el aporreo ensordecedor en los puntos álgidos, dan contenido en los momentos en que, a pesar de que parece que no pasa nada, nos inducen a la horrible sensación de miedo e inseguridad, a modo de preámbulo antes de que se desate el pánico.
En general, todo el apartado técnico está bién resuelto. Aunque si los tonos fríos de las escenas diurnas del inicio de la película (que contrastan con la calidez de la incipiente luz solar del final), y el buen manejo del set en la nocturnidad, marca un estilo cuidado, este aire más personal queda algo ciscado con los efectos especiales con los que se crea y exhibe a los fastidiosos duendes, cuya presencia podría haber quedado perfectamente reservada en el plano de lo sugerido (o semi sugerido).
El hecho de que a resultas del ataque de uno de ellos, Adam quede infectado y se vaya transformando su cuerpo en algo horrible, esa progresiva mutación en sus carnes podría constituir un trazo perfectamente suficiente para inspirar o insinuar, y dejar que el resto lo construyera la imaginación de cada uno. Si uno ha visto ya al “alien” ese, al “depredador” o a los ”gremlins”, u otros bichos de sinfín de factorías difícilmente se impresionará con estos seres, a pesar que en el “crew” haya un equipo de diecinueve personas al cargo de ellos; asquerosetes si son, pero poco más.
Los personajes de Adam y Clare están decentemente caracterizados y bién interpretados, a pesar de un cariz un tanto pánfilo al principio. Más allá de lo que actúan habría resultado postizo, y el producto final de su faena es de un realismo bien trabajado. Hasta el sufrido bebé parece ganarse el sueldo con todo el meneo que se le da, y de especial eficacia son los papeles secundario, por no decir que casi fugaces, de Michael McElhatton y Michael Smiley, en su rol de “oráculos”; con sus intervenciones sugieren el estremecedor mundo de secretos que enciende la llama del terror, y lo va alimentando durante todo el film. En sus apariciones es donde se concentra prácticamente el principal grueso de los diálogos, poco presentes en el decurso de la historia, y casi inexistentes desde mitad del desarrollo de la trama.
“The Hallow” viene a reunir el arquetípico mundo de los mitos y leyendas ancestrales célticos, de los que Irlanda desciende (ya desde antres conocida por los romanos como Hibernia), con un subliminal mensaje de denuncia, con el que se parece querer hacer una apologética de la conservación de la riqueza natural de nuestro planeta, no sólo en lo estrictamente objetivo, respecto a lo cual habría puntos a discutir. Bueno es que nos preocupemos por nuestro medio ambiente; no por llegar a destruirlo, sino por nosotros, como seres humanos, que a un estornudo de la Tierra podemos irnos todos al carajo (prueba de ello es la infinidad de seres microscópicos que nos pueden extinguir, o por lo menos dejarnos a un tercio de habitantes).
También es importante el sentido metafórico o alegórico de la misiva, en el sentido de que, como humanos, debemos debatirnos en ese tan difícil y frágil equilibrio de creernos los “administradores” o “gestores” del Edén, sin caer en la trampa del afán de dominio destructivo, y la realidad de que somos parte inherente, inextricable de la belleza y lo salvaje de este medio que nos vio nacer. Renegar de él, como se insinua que hagamos desde el descarnado individualismo, hedonismo, libertinaje… de nuestros tiempos, es renunciar a nosotros mismos.
Entre medio, los metales y los sinuosos motivos del resto del grupo instrumental, si bién no caen en el aporreo ensordecedor en los puntos álgidos, dan contenido en los momentos en que, a pesar de que parece que no pasa nada, nos inducen a la horrible sensación de miedo e inseguridad, a modo de preámbulo antes de que se desate el pánico.
En general, todo el apartado técnico está bién resuelto. Aunque si los tonos fríos de las escenas diurnas del inicio de la película (que contrastan con la calidez de la incipiente luz solar del final), y el buen manejo del set en la nocturnidad, marca un estilo cuidado, este aire más personal queda algo ciscado con los efectos especiales con los que se crea y exhibe a los fastidiosos duendes, cuya presencia podría haber quedado perfectamente reservada en el plano de lo sugerido (o semi sugerido).
El hecho de que a resultas del ataque de uno de ellos, Adam quede infectado y se vaya transformando su cuerpo en algo horrible, esa progresiva mutación en sus carnes podría constituir un trazo perfectamente suficiente para inspirar o insinuar, y dejar que el resto lo construyera la imaginación de cada uno. Si uno ha visto ya al “alien” ese, al “depredador” o a los ”gremlins”, u otros bichos de sinfín de factorías difícilmente se impresionará con estos seres, a pesar que en el “crew” haya un equipo de diecinueve personas al cargo de ellos; asquerosetes si son, pero poco más.
Los personajes de Adam y Clare están decentemente caracterizados y bién interpretados, a pesar de un cariz un tanto pánfilo al principio. Más allá de lo que actúan habría resultado postizo, y el producto final de su faena es de un realismo bien trabajado. Hasta el sufrido bebé parece ganarse el sueldo con todo el meneo que se le da, y de especial eficacia son los papeles secundario, por no decir que casi fugaces, de Michael McElhatton y Michael Smiley, en su rol de “oráculos”; con sus intervenciones sugieren el estremecedor mundo de secretos que enciende la llama del terror, y lo va alimentando durante todo el film. En sus apariciones es donde se concentra prácticamente el principal grueso de los diálogos, poco presentes en el decurso de la historia, y casi inexistentes desde mitad del desarrollo de la trama.
“The Hallow” viene a reunir el arquetípico mundo de los mitos y leyendas ancestrales célticos, de los que Irlanda desciende (ya desde antres conocida por los romanos como Hibernia), con un subliminal mensaje de denuncia, con el que se parece querer hacer una apologética de la conservación de la riqueza natural de nuestro planeta, no sólo en lo estrictamente objetivo, respecto a lo cual habría puntos a discutir. Bueno es que nos preocupemos por nuestro medio ambiente; no por llegar a destruirlo, sino por nosotros, como seres humanos, que a un estornudo de la Tierra podemos irnos todos al carajo (prueba de ello es la infinidad de seres microscópicos que nos pueden extinguir, o por lo menos dejarnos a un tercio de habitantes).
También es importante el sentido metafórico o alegórico de la misiva, en el sentido de que, como humanos, debemos debatirnos en ese tan difícil y frágil equilibrio de creernos los “administradores” o “gestores” del Edén, sin caer en la trampa del afán de dominio destructivo, y la realidad de que somos parte inherente, inextricable de la belleza y lo salvaje de este medio que nos vio nacer. Renegar de él, como se insinua que hagamos desde el descarnado individualismo, hedonismo, libertinaje… de nuestros tiempos, es renunciar a nosotros mismos.