Ambientada en la fría y nevada Minnesota, la película entra derechamente en ese subgénero que podríamos clasificar como “películas para la vida”. Ya saben, situaciones cotidianas aderezadas con lazos fuertes, enfermedades, amores, desencuentros, amistad y todas esas minucias que decoran nuestra existencia.
Duncan Shorter es un joven de 25 años que vive una vida normal. Sale con sus amigos, tiene trabajos esporádicos y le presta el departamento a su hermano para que duerma con su amante.
Pero ha llegado la hora de sentar cabeza y además, acompañar a sus abuelos en la “recta final”. Lo que sucede es que el padre de Duncan murió cuando el era muy joven y su referente paterno directo fue siempre su abuelo, quien ahora sufre de un Parkinson en estado avanzado y solo quiere dejar de vivir.
Allí Duncan jugara el papel de hijo-nieto-amigo con su abuelo y de compañero-confidente con su abuela, quien debe lidiar con la enfermedad de su marido y otras cosas tan o más cotidianas.
La vida es normal y sin mayores sobresaltos, hasta que Duncan conoce a Kate, la enfermera de su padre.
Kate podría haber sido solo una más en su vida, pero su espíritu libre y forma de vivir, terminan capturando a Duncan, quien se enamora perdidamente de ella.
La pareja recién formada deberá lidiar con la muerte de Ronald (abuelo de Duncan) y la inminente partida de ella a la soleada California.
La forma normal y pausada de la película la hacen plausible. La narración, personajes normales y situaciones cotidianas la enmarcan dentro del género “de vida” que antes mencionaba. Como nace el romance entre Duncan y Kate, como su abuelo fomenta la relación al ver contento a su nieto, ya saben, van construyendo algo que a todos nos gusta e identifica.
Al final, no piensen que están frente a una cinta lacrimógena, sino frente a un cuento sencillo y directo, con una pequeña moraleja que pueden aplicar o no, dependiendo si están en una situación similar o no.
Una banda sonora hermosa me ha acabado de satisfacer de la visión del drama.