Branagh parece haber hecho una película para un público que ya hubiera visto la película original, o tuvieran muy presente la historia y sobre todo sus detalles. Uno tiene la constante sensación de que la historia le importa lo justo y que pretende dar, sobre todo al personaje principal, una nuevo peso en la trama.

Lo curioso es que él mismo se adjudica ese personaje tan importante desaprovechando una pléyade de estrellas que conforman su lujoso reparto. Estrellas que, tal y como hacía el original allá por el año 1974, tienen mucho más pasado que futuro, pero que sacan partido a su presente para meterse en estos proyectos que les exigen más bien poco. Se echa de menos más desarrollo en alguno de ellos, pero esto suele ocurrir en estos casos, mayor cantidad no significa mayor calidad, y se diluyen en la trama.

Culpa de que se diluyan tiene también, y bastante, el propio argumento, mal desarrollado y sensiblemente caótico. El guion es tan fiel al original como cabía esperar, pero la manera que tiene de explicar cada paso de Poirot es liosa y no facilita su seguimiento. Cada personaje es presentado en su inicio como haría cualquier película que quisiera presentar sospechosos, pero sin frescura. De hecho ese es uno de los lastres de la película: su necesidad imperiosa de mantener el misterio, de ser enigmática a cada paso hasta convertirse en algo distante por momentos.

Y es que a pesar de que las comparaciones con su original son inevitables y que como suele pasar se centran en los aspectos más débiles del remake, esta versión de 2017 tiene un elemento que mejora y que además es determinante en su desarrollo. El Poirot de Branagh es minucioso y detallista, y tiene además mucha personalidad. Por supuesto influye en el nivel de una película que resulta ser un digno remake rodado con mucho oficio, el mismo oficio que derrocha Poirot.