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Voto de Hartmann:
8
7,1
4.718
Drama
El Marqués de Coustine, un diplomático francés del siglo XVIII con una relación de amor/odio hacia Rusia se encuentra en un viaje en el tiempo en el Palacio de Invierno de San Petersburgo -desde los tiempos de Pedro el Grande hasta nuestros días. Con él, un invisible realizador ruso (en off), que está confuso sobre la posición de Rusia en Europa. (FILMAFFINITY)
12 de septiembre de 2007
117 de 124 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una apuesta tan extremadamente arriesgada como la que supone "El arca rusa" no puede dejar indiferente a nadie y por fuerza provoca reacciones en su mayoría extremas (y conste que ambos extremos tienen sus buenas razones). Ante una obra así resulta difícil mantenerse en un término medio.
Plantear un repaso a la historia de Rusia en algo más de hora y media suena a provocación, añadir que se va a hacer en un sólo plano suena a arrogancia, rematar con que el plano va a recorrer docenas de salas de un museo pobladas por más de ochocientos extras... eso ya suena a demencia.
Efectivamente, esta locura de Sokurov tiene en sus mayores virtudes su mayor defecto. Decir que es técnicamente perfecta es quedarse corto: es absolutamente impresionante. En comparación, "La soga", del genial Hitchkock, queda como un entremés. Uno se queda atrapado por la belleza de sus imágenes, pendiente de la siguiente pirueta de su director, sabiendo que cada minuto que pasa, que cada habitación que recorre, incrementa paulatinamente la dificultad de este más difícil todavía, en un crescendo que ahuyenta cualquier atisbo de hastío (conocemos el desenlace, por supuesto: si el plano hubiera fallado la cinta no hubiera llegado a estrenarse). Y al final, tras la multitudinaria escena del vals y la despedida de los asistentes, uno sólo puede descubrirse, ante Sokurov y ante el Hermitage.
Pero semejante apuesta tiene un alto precio: encorsetada por su planteamiento formal, la obra tiene como único hilo conductor el diálogo entre su protagonista y el diplomático europeo que le acompaña en un fantasmal deambular. El trayecto marca un ritmo, pero el argumento aparece borroso, apoyado además en un discurso irregular y de escasa coherencia que se ve lastrado por algún tiempo muerto en el paso de un salón al siguiente. El que la narración no siga un orden cronológico no pone las cosas más fáciles, y es evidente que Sokurov pensó en su público, pero no en el occidental. Seamos francos, el español medio es hijo del Tío Sam y sabe perfectamente qué le pasó a Custer en Little Big Horn, quiénes son The Doors o a qué jugaba Michael Jordan. Hablemos de Glinka o Pedro el Grande y ya tendremos el despiste garantizado y una trama hermética. A pesar de todo ello, suscribo las tesis defendidas por el cineasta ruso (v. spoiler), pero no se puede por menos que lamentar que no haya mayor unidad y claridad en la exposición; si la hubiera tenido, entonces sí, “El arca rusa” hubiera sido la película más destacable del último lustro, no un hermoso pseudo-documental, y ahí arriba lucirían diez estrellas.
En resumen, si es un entusiasta del cine convencional o del de palomitas, huya ya mismo. Si le entusiasman el arte clásico y barroco, o la historia de Rusia, o el cine experimental, o simplemente la demencia, (a mí las dos primeras cosas sí, las otras rara vez), entonces adelante, cruce el umbral del museo y disfrute del tesoro estético que supone este fascinante viaje.
Plantear un repaso a la historia de Rusia en algo más de hora y media suena a provocación, añadir que se va a hacer en un sólo plano suena a arrogancia, rematar con que el plano va a recorrer docenas de salas de un museo pobladas por más de ochocientos extras... eso ya suena a demencia.
Efectivamente, esta locura de Sokurov tiene en sus mayores virtudes su mayor defecto. Decir que es técnicamente perfecta es quedarse corto: es absolutamente impresionante. En comparación, "La soga", del genial Hitchkock, queda como un entremés. Uno se queda atrapado por la belleza de sus imágenes, pendiente de la siguiente pirueta de su director, sabiendo que cada minuto que pasa, que cada habitación que recorre, incrementa paulatinamente la dificultad de este más difícil todavía, en un crescendo que ahuyenta cualquier atisbo de hastío (conocemos el desenlace, por supuesto: si el plano hubiera fallado la cinta no hubiera llegado a estrenarse). Y al final, tras la multitudinaria escena del vals y la despedida de los asistentes, uno sólo puede descubrirse, ante Sokurov y ante el Hermitage.
Pero semejante apuesta tiene un alto precio: encorsetada por su planteamiento formal, la obra tiene como único hilo conductor el diálogo entre su protagonista y el diplomático europeo que le acompaña en un fantasmal deambular. El trayecto marca un ritmo, pero el argumento aparece borroso, apoyado además en un discurso irregular y de escasa coherencia que se ve lastrado por algún tiempo muerto en el paso de un salón al siguiente. El que la narración no siga un orden cronológico no pone las cosas más fáciles, y es evidente que Sokurov pensó en su público, pero no en el occidental. Seamos francos, el español medio es hijo del Tío Sam y sabe perfectamente qué le pasó a Custer en Little Big Horn, quiénes son The Doors o a qué jugaba Michael Jordan. Hablemos de Glinka o Pedro el Grande y ya tendremos el despiste garantizado y una trama hermética. A pesar de todo ello, suscribo las tesis defendidas por el cineasta ruso (v. spoiler), pero no se puede por menos que lamentar que no haya mayor unidad y claridad en la exposición; si la hubiera tenido, entonces sí, “El arca rusa” hubiera sido la película más destacable del último lustro, no un hermoso pseudo-documental, y ahí arriba lucirían diez estrellas.
En resumen, si es un entusiasta del cine convencional o del de palomitas, huya ya mismo. Si le entusiasman el arte clásico y barroco, o la historia de Rusia, o el cine experimental, o simplemente la demencia, (a mí las dos primeras cosas sí, las otras rara vez), entonces adelante, cruce el umbral del museo y disfrute del tesoro estético que supone este fascinante viaje.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
En cuanto al sustrato del discurso, y aunque lo pueda parecer, no hay en absoluto nostalgia de los zares en Sokurov, o mejor dicho, su nostalgia no supone una apología: la despedida final del diplomático lo deja bien claro. “El arca rusa” explora la relación de fascinación y amor/odio que Europa ha ejercido sobre buena parte de la historia de Rusia, y la prueba es que en el repaso destacan los zares “europeizadores” sobre los demás (Pedro el Grande, Catalina, los Romanov-Oldenburg…) El zarismo, a partir del siglo XVIII, fue un intento de crear una isla de occidentalización en medio de un mar de miseria, mar que quedó excluido de los frutos de ese empeño y que acabaría por vengarse del agravio con la revolución de 1917; no en vano la acción transcurre en San Petersburgo, edificada según los modelos occidentales… sobre un pantano. Pero también la ciudad donde con más fuerza prendió la revolución.
Nadie se extrañe de que el periodo soviético apenas aparezca en el repaso más que por la referencia a los ataúdes: la URSS sustituyó a Rusia y emprendió un camino divergente del europeo; el intento nazi de devolverla al “buen camino” (el nuestro, ¡faltaría más!) le costó a San Petersburgo, entonces Leningrado, una batalla de cerco de 900 días saldada con un millón de muertos, como nos recuerda el protagonista.
La condescendencia del diplomático se entiende, es más realidad que caricatura: los occidentales siempre hemos tenido con Rusia una relación puramente paternalista y/o depredadora. Así lo demostraron los teutones, los ejércitos napoleónicos, los nazis o los tiburones que, aglutinados en torno a un títere golpista y alcoholizado como Yeltsin, “occidentalizaron” el país por la vía de mantener todos los defectos del sistema soviético y arrojar por la borda sus virtudes (que también las hubo).
Con antecedentes semejantes, no extraña que Sokurov despida su cinta con un adiós a la aristocracia zarista que sale del museo y al entristecido diplomático europeo que, sacudiendo la cabeza, se niega a avanzar hacia el incierto futuro y prefiere seguir soñando con viejas glorias: Rusia debe seguir otro camino, el suyo propio, al margen de una Europa cansada, caduca y desengañada de sus propios ideales. ¿Arrogancia de parte del ruso? Lógico: han tenido a los mejores maestros en ese arte.
Pero también hay que reconocer que la despedida se produce con cierta gratitud por un legado no siempre sombrío, con un deje de nostalgia por los momentos de luz, por todo lo bueno que queda tras la puerta que se cierra.
Entre otras cosas, por el bellísimo Hermitage.
Nadie se extrañe de que el periodo soviético apenas aparezca en el repaso más que por la referencia a los ataúdes: la URSS sustituyó a Rusia y emprendió un camino divergente del europeo; el intento nazi de devolverla al “buen camino” (el nuestro, ¡faltaría más!) le costó a San Petersburgo, entonces Leningrado, una batalla de cerco de 900 días saldada con un millón de muertos, como nos recuerda el protagonista.
La condescendencia del diplomático se entiende, es más realidad que caricatura: los occidentales siempre hemos tenido con Rusia una relación puramente paternalista y/o depredadora. Así lo demostraron los teutones, los ejércitos napoleónicos, los nazis o los tiburones que, aglutinados en torno a un títere golpista y alcoholizado como Yeltsin, “occidentalizaron” el país por la vía de mantener todos los defectos del sistema soviético y arrojar por la borda sus virtudes (que también las hubo).
Con antecedentes semejantes, no extraña que Sokurov despida su cinta con un adiós a la aristocracia zarista que sale del museo y al entristecido diplomático europeo que, sacudiendo la cabeza, se niega a avanzar hacia el incierto futuro y prefiere seguir soñando con viejas glorias: Rusia debe seguir otro camino, el suyo propio, al margen de una Europa cansada, caduca y desengañada de sus propios ideales. ¿Arrogancia de parte del ruso? Lógico: han tenido a los mejores maestros en ese arte.
Pero también hay que reconocer que la despedida se produce con cierta gratitud por un legado no siempre sombrío, con un deje de nostalgia por los momentos de luz, por todo lo bueno que queda tras la puerta que se cierra.
Entre otras cosas, por el bellísimo Hermitage.