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Voto de Talibán:
7
6,5
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Drama
Richard, un broker de Wall Street, tiene que soportar que su esposa Edith despilfarre el dinero en caprichos. A tal efecto, Edith llega a emplear dinero de un fondo benéfico para invertir en bolsa por su cuenta, con pésimos resultados. Para restituir ese dinero acude a pedir un préstamo a un oriental de dudosa ética. (FILMAFFINITY)
30 de octubre de 2012
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es desdeñable nunca apreciar una obra dentro del contexto en que se hizo, pero convengo que no todo el mundo es aficionado a la arqueología. Por eso el origen de mi crítica está en que “La Marca de fuego” posee esa y también otras virtudes que no por ser analizables en función del momento en que se hizo la película dejan de ser atemporales.
Quizás en estas películas haya que extirpar lo que no es cine de lo que es cine. Así, la composición de la protagonista Fannie Ward –no así la de Sessue Hayakawa, aspecto básico del éxito de esta película- apenas se sale de la gestualidad primaria de la prehistoria cinematográfica. Casi pueden oírse las instrucciones del director gritadas a pie de cámara:
“¡Recuerde a su marido!”
Y la protagonista alza los ojos en beatífica expresión evocadora.
“¡Recuerde que está herida y que le duele mucho!”
Y la protagonista de repente se retuerce de dolor, la mano en su espalda.
“¡Ahora muestre su rechazo al malvado!”
Y la protagonista compone una expresión de asco con un gran gesto de su brazo.
Etcétera; era 1915 y esto aún tardaría en pasar a la historia, aunque “La marca de fuego contribuyó bastante a ello, por motivos a los que luego me referiré.
La puesta en escena aún tiene ese carácter fuertemente frontal heredado del teatro, con los actores realizando escorzos antinaturales para no perder la cara ante la cámara, aspecto que ya nunca abandonaría del todo a DeMille en su prolífica carrera, y que paradójicamente acabaría convirtiendo en una virtud.
Sin embargo, “La marca de fuego” ofrece una trabazón de espacios y tiempos bastante avanzada para 1915, posiblemente sólo al alcance de Griffith. Eso se nota, por ejemplo, en el apreciable aprovechamiento del fondo de plano, seguramente por motivos de funcionalidad narrativa, pero en cualquier caso bastante llamativo. Se ve cómo en primer plano una pareja charla y al fondo, otra sale a la terraza. Cuando la conversación principal termina su finalidad narrativa, DeMille encadena con la conversación exterior. Hay una tendencia muy marcada no exactamente a sugerir profundidad espacial, sino a superar la rigidez del decorado como simple ornamento plano y utilitario.
Quizás en estas películas haya que extirpar lo que no es cine de lo que es cine. Así, la composición de la protagonista Fannie Ward –no así la de Sessue Hayakawa, aspecto básico del éxito de esta película- apenas se sale de la gestualidad primaria de la prehistoria cinematográfica. Casi pueden oírse las instrucciones del director gritadas a pie de cámara:
“¡Recuerde a su marido!”
Y la protagonista alza los ojos en beatífica expresión evocadora.
“¡Recuerde que está herida y que le duele mucho!”
Y la protagonista de repente se retuerce de dolor, la mano en su espalda.
“¡Ahora muestre su rechazo al malvado!”
Y la protagonista compone una expresión de asco con un gran gesto de su brazo.
Etcétera; era 1915 y esto aún tardaría en pasar a la historia, aunque “La marca de fuego contribuyó bastante a ello, por motivos a los que luego me referiré.
La puesta en escena aún tiene ese carácter fuertemente frontal heredado del teatro, con los actores realizando escorzos antinaturales para no perder la cara ante la cámara, aspecto que ya nunca abandonaría del todo a DeMille en su prolífica carrera, y que paradójicamente acabaría convirtiendo en una virtud.
Sin embargo, “La marca de fuego” ofrece una trabazón de espacios y tiempos bastante avanzada para 1915, posiblemente sólo al alcance de Griffith. Eso se nota, por ejemplo, en el apreciable aprovechamiento del fondo de plano, seguramente por motivos de funcionalidad narrativa, pero en cualquier caso bastante llamativo. Se ve cómo en primer plano una pareja charla y al fondo, otra sale a la terraza. Cuando la conversación principal termina su finalidad narrativa, DeMille encadena con la conversación exterior. Hay una tendencia muy marcada no exactamente a sugerir profundidad espacial, sino a superar la rigidez del decorado como simple ornamento plano y utilitario.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Es imposible no referirse a la utilización dramática de la iluminación. El uso selectivo de luces y sombras se da aquí antes de la influencia del expresionismo alemán en el cine americano; antes, de hecho, de que existiese el expresionismo. Es un aspecto realmente destacable, incluso para los estándares más modernos –no digo los de la iluminación fotográfica de hoy en día, enferma de realismo y huérfana desde hace muchos años de sentido dramático-, que por momentos resulta brillante: así en la escena de la proposición sexual, de un dramatismo exacerbado, el chantaje de Arakau (un birmano que fue un japonés llamado Tori hasta que la embajada de Japón presentó una protesta) a la esposa es relacionado con la conversación del marido con el inversor arruinado mediante la sorprendente impresión de los perfiles de los dos hombres a través de la puerta de papel de arroz…, en el mismo plano que recoge al oriental y su víctima. Un fino juego de sombras chinescas que por sí solo se bastaría para desmentir la fama de realizador tosco y pesado que arrastra DeMille.
Y hay que hablar, desde luego, del deslumbrante personaje de Arakau, moviéndose con energía a ambos lados de la línea de la sombra. Sessue Hayakawa lo interpreta de una manera mucho más sobria que sus adversarios; sus cualidades gestuales eran menos vistosas que las de la celebrada Fannie Ward o incluso que las de Jack Dean, pero su intensidad dramática era mucho más cinematográfica. Esto es imposible saberlo para un director de actores hasta que no lo ve a través de una cámara.
Con esta película, DeMille fijó para siempre la figura del malvado como uno de los ejes esenciales de la función. Es una aportación absolutamente capital. “La marca de fuego” enseña que el villano no es sólo la presencia negativa que resalta las virtudes del protagonista; debe tener una sustancia cualitativa singular y única, de la misma forma que la sombra no sólo existe para que se vean los objetos que están iluminados: la oscuridad es un cuerpo con entidad propia.
Y hay que hablar, desde luego, del deslumbrante personaje de Arakau, moviéndose con energía a ambos lados de la línea de la sombra. Sessue Hayakawa lo interpreta de una manera mucho más sobria que sus adversarios; sus cualidades gestuales eran menos vistosas que las de la celebrada Fannie Ward o incluso que las de Jack Dean, pero su intensidad dramática era mucho más cinematográfica. Esto es imposible saberlo para un director de actores hasta que no lo ve a través de una cámara.
Con esta película, DeMille fijó para siempre la figura del malvado como uno de los ejes esenciales de la función. Es una aportación absolutamente capital. “La marca de fuego” enseña que el villano no es sólo la presencia negativa que resalta las virtudes del protagonista; debe tener una sustancia cualitativa singular y única, de la misma forma que la sombra no sólo existe para que se vean los objetos que están iluminados: la oscuridad es un cuerpo con entidad propia.