Continuación de las aventuras de Van Helsing después de lo acontecido en Drácula (1958, Terence Fisher). En esta ocasión tenemos al barón Meinster un vampiro completamente diferente del que interpretara Lee en aquella. En este caso David Peel interpreta a un vampiro con aspecto inofensivo bajo el cuál se esconde una gran perversión.
Esta película es una pequeña joya del cine de terror, pero aviso, no apta para todos aquellos que busquen emociones fuertes, sustos o profusión de sangre. Este film, por el contrario, se basa en la sutilidad y la insinuación.
La clave de la película son las sombras, Fisher nos somete a un ejercicio visual inundando la pantalla de colores, nos sumerge en un cuento de hadas plagado de luces y sombras, y la evidente profusión de sombras, de la que hace gala, explica su polémico final. Más artístico que narrativo.
El film conjuga de manera magistral el terror, el suspense y unos toques de humor en el momento justo, como suele ser habitual en su director.
Entre los hallazgos de la película está la aparición de los vampiros, nunca en otra película se han visto unas apariciones mejores.