Esta película para llegarla a entender completamente, hay que entender a su director, Takashi Miike, bastante difícil, ya que es un personaje bastante peculiar, que con el paso de los años ha hecho más patente sus ideales cinematográficos, ganándose con ello un club de adeptos.

La película yo la catalogaría que está dentro de “Mundo Miike”, un mundo en el que tienen cabida sus fans, amantes y el mismo, por supuesto, ya que para los que no lo conocen la película se les puede atragantar un poco.

En ella se pueden observar las máximas características de este director, como son los símbolos, plagada casi en su totalidad, desde los personajes, los colores e incluso los objetos cobran un sentido, casi siempre metafórico, luego tenemos la violencia, otro de sus máximos exponentes, utiliza la sangre en ciertas escenas como si fuera el maná de la vida, y todo ello bien rodeado del impacto audiovisual, para que el espectador no dude de lo que esta pasando, y en el fondo le llegue los sentimientos del protagonista.

Otro tema recurrente en su obra, es la homosexualidad masculina, visible en la película, aunque sin llegar a los extremos masoquistas, también podemos observar que le encanta los efectos especiales, amante diría yo, ya que hay veces que lo que la naturaleza o el entorno no le puede dar, el le encanta plasmarlo como auténtico.

Para la película, el guión es lo de menos para Miike, lo importante es lo que plasma y lo que lo rodea, como si fuera un pintor surrealista con su obra, pero en movimiento y en constante cambio, de ahí mi baja valoración, porque es el Miike que menos me gusta, ya que para símbolos y experimentos están las pinacotecas y no el cine.

Lo dicho, como no seas amante, te vas a encontrar con una película difícil de tragar, aunque si te has tomado un par de copas antes de verla, igual la ves de otra forma diferente a como la ve el resto del mundo, porque eso es Miike, placer visual, defenestra erudición.