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Voto de Charles:
8
6,0
8.698
Intriga. Thriller. Drama
En su apartamento de urbanización prototipo de Los Angeles, Sam (Andrew Garfield) anda por la vida muerto de aburrimiento. Ningún aliciente hasta ese día en que descubre a una nueva vecina sexy, deslumbrante, inquietante, misteriosa y, de repente, desaparecida. Y aún hay mayores rarezas esperando a Sam, porque por el barrio anda suelto un asesino de perros...
16 de noviembre de 2018
185 de 222 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Alguna vez lo has pensado, verdad?
Tuviste la sensación de que esa película, ese libro, esa canción, querían hablarte expresamente a ti, cual mensaje lanzado en botella, en un idioma que olvidaste al empezar a pagar el alquiler y preocuparte por ser aquello que llaman un adulto responsable. Era algo incierto, instintivo, que no alcanzabas a comprender pero te hacía sentir “conectado” a algo más grande.
Con el paso del tiempo, de los amigos, de las relaciones, de los trabajos, de las oportunidades, de las mañanas, de las quedadas programadas, te olvidaste. Pero seguiste conservando esos tesoros en tu cueva, por si alguna vez te volvías loco y te daba por partir en busca de respuestas.
‘Lo que Esconde Silver Lake’ es una exploración de esa sensación tan familiar, proveniente de la angustia “millennial” al haber nacido cuando todo está inventado, junto a la indolencia vital sobre un panorama sobrecargado de estímulos autodestructivos.
Sam navega esa sensación constantemente, siendo uno de tantos en la vasta ciudad de Los Ángeles, pero ya desde el inicio se advierte cuál es su problema para llevar una vida normal: está maldito con el don de fijarse en esas cosas que para otros pasarían desapercibidas. Para toda la fila esperando su latte macchiato matutino, el estridente graffiti del cristal es una minucia, si acaso una oportunidad para ver cómo se bambolea el escote de la encargada, pero para Sam es otra pista más.
Un indicio de que algo está pasando en la ciudad, de que alguien se mueve por la noche cuando nadie mira, de que el misterio se ahonda y susurra ser revelado. El misterio grandioso, ese que nos hará descubrir los “por qué”, los “para qué” y si formamos parte de algo.
En su casa, vemos que se ha estado preparando para ese momento: pósters cuidadosamente enmarcados de grandiosos clásicos ocupan las paredes, revistas y fotografías se amontonan en las esquinas, ídolos de juventud e industria miran desde las paredes.
David Robert Mitchell cuenta acerca de una generación adormecida (o varias), cómoda en su propia costra metareferencial, hablando de tal o cual ídolo con la idea de que eso le conformará una identidad, que se sienta a hablar de sus sueños espoleada por toneladas de “obras maestras”, pero deja para mañana el ponerse a conseguirlos: para qué, si puedo mencionar de mil formas distintas cada día lo mucho que me gustaría ser Kurt Cobain.
Entonces llega el “para qué” de Sam, o la musa prohibida, esa que desde siempre ha inspirado o movido a la acción: Sarah, su nueva vecina, viene rompiendo el encantador edén de la vecina hippie con su música pop chicle, convirtiendo la piscina en un espacio incierto y seductor, como si nunca ninguna mujer en la historia hubiese llevado un bikini blanco y pamela a juego.
De repente Sam encuentra una nueva obsesión lejos de las sustentadas en televisiones o reproductores de música, tal vez porque se antoja una estrella de cine trasplantada a la realidad (el parecido a Marilyn Monroe no es casualidad), y se esfuerza por provocar un encuentro “accidental” con galletas de perro, finalmente llegando hasta el lado más privado de sus gustos y su intimidad… para, de la noche a la mañana, perder toda pista de que alguna vez esa chica desafiaba la plomiza rutina con el blanco de su bikini asomando entre las rendijas de su persiana.
Lo que sucede a partir de entonces, la investigación del misterio en un Los Ángeles al borde del surrealismo, es pistas que llevan a casualidades que llevan a fortuitos descubrimientos que llevan a submundos donde la belleza es una meta, el arte la puta a su servicio y el placer solo es válido si a la mañana siguiente estamos a esto de no amanecer para contarlo e instagramearlo.
Mitchell usa y abusa, superpone piezas de un puzzle que a lo mejor no termina de encajar, pero muestra fielmente cómo hemos ido parasitando poco a poco cualquier rastro de brillantez pasada, y la servimos en preciosísimos platos de exposición donde el más tonto es el que todavía no te ha invitado a su exposición/recital/concierto/meeting para el café.
Lo fascinante ya no es el misterio, y pasa a ser cuán más profunda puede llegar la madriguera del conejo.
Sam se patea la infinita extensión de Los Ángeles, letras de glamouroso Hollywood siempre al fondo como mala película de los años 20 (con finísima banda sonora a juego), y nunca parece estar más cerca de Sarah, sino dándose cuenta de que en esta ciudad, en este mundo, no hay nada tan bueno como para ser encontrado de casualidad.
Todo es una regurgitación forzosa de una fotocopia cuqui (porque la dulce Janet Gaynor pese a las reposiciones sigue muerta) o la triste realización de que guardas revistas de Nintendo Power del año cachipúm porque eres un nostálgico encantador/patético según el momento, y los videojuegos de Super Mario te dijeron que algún día tendrías que ir a buscar tu princesa a otro castillo.
Las canciones de rebeldía estaban escritas y comercializadas antes de ser tus himnos, y por eso las viejas películas en blanco y negro tienen una pureza inigualable, rodadas en tiempos donde todo lo que merece la pena todavía era felizmente accidental. Tal cual como las galletas saladas con zumo que consume Sarah, mencionando “es uno de esos sabores inusuales aún por descubrir”…
El trauma de Sam, de haberlo, es descubrir que la belleza ya no existe, aunque la persiga y busque.
Actualmente no hay manera de conocerla de verdad, ni manera de conservarla por mucho que te digan, ni manera de atesorarla por mucho que insistas en guardar hasta la última mierda que te toca en los cereales.
Quizá por eso los misterios han dejado de tener la gracia que tenían antes, y los dejamos estar para no acabar llegando a la más absoluta nada que adornan.
Pero qué bello sigue siendo descubrir a tu manera, de vez en cuando, un sabor inusual que no habías visto u oído ya. Eso, cuesta darse cuenta, sigue siendo lo que te reconcilia con el mundo cuando este te ha decepcionado.
Tuviste la sensación de que esa película, ese libro, esa canción, querían hablarte expresamente a ti, cual mensaje lanzado en botella, en un idioma que olvidaste al empezar a pagar el alquiler y preocuparte por ser aquello que llaman un adulto responsable. Era algo incierto, instintivo, que no alcanzabas a comprender pero te hacía sentir “conectado” a algo más grande.
Con el paso del tiempo, de los amigos, de las relaciones, de los trabajos, de las oportunidades, de las mañanas, de las quedadas programadas, te olvidaste. Pero seguiste conservando esos tesoros en tu cueva, por si alguna vez te volvías loco y te daba por partir en busca de respuestas.
‘Lo que Esconde Silver Lake’ es una exploración de esa sensación tan familiar, proveniente de la angustia “millennial” al haber nacido cuando todo está inventado, junto a la indolencia vital sobre un panorama sobrecargado de estímulos autodestructivos.
Sam navega esa sensación constantemente, siendo uno de tantos en la vasta ciudad de Los Ángeles, pero ya desde el inicio se advierte cuál es su problema para llevar una vida normal: está maldito con el don de fijarse en esas cosas que para otros pasarían desapercibidas. Para toda la fila esperando su latte macchiato matutino, el estridente graffiti del cristal es una minucia, si acaso una oportunidad para ver cómo se bambolea el escote de la encargada, pero para Sam es otra pista más.
Un indicio de que algo está pasando en la ciudad, de que alguien se mueve por la noche cuando nadie mira, de que el misterio se ahonda y susurra ser revelado. El misterio grandioso, ese que nos hará descubrir los “por qué”, los “para qué” y si formamos parte de algo.
En su casa, vemos que se ha estado preparando para ese momento: pósters cuidadosamente enmarcados de grandiosos clásicos ocupan las paredes, revistas y fotografías se amontonan en las esquinas, ídolos de juventud e industria miran desde las paredes.
David Robert Mitchell cuenta acerca de una generación adormecida (o varias), cómoda en su propia costra metareferencial, hablando de tal o cual ídolo con la idea de que eso le conformará una identidad, que se sienta a hablar de sus sueños espoleada por toneladas de “obras maestras”, pero deja para mañana el ponerse a conseguirlos: para qué, si puedo mencionar de mil formas distintas cada día lo mucho que me gustaría ser Kurt Cobain.
Entonces llega el “para qué” de Sam, o la musa prohibida, esa que desde siempre ha inspirado o movido a la acción: Sarah, su nueva vecina, viene rompiendo el encantador edén de la vecina hippie con su música pop chicle, convirtiendo la piscina en un espacio incierto y seductor, como si nunca ninguna mujer en la historia hubiese llevado un bikini blanco y pamela a juego.
De repente Sam encuentra una nueva obsesión lejos de las sustentadas en televisiones o reproductores de música, tal vez porque se antoja una estrella de cine trasplantada a la realidad (el parecido a Marilyn Monroe no es casualidad), y se esfuerza por provocar un encuentro “accidental” con galletas de perro, finalmente llegando hasta el lado más privado de sus gustos y su intimidad… para, de la noche a la mañana, perder toda pista de que alguna vez esa chica desafiaba la plomiza rutina con el blanco de su bikini asomando entre las rendijas de su persiana.
Lo que sucede a partir de entonces, la investigación del misterio en un Los Ángeles al borde del surrealismo, es pistas que llevan a casualidades que llevan a fortuitos descubrimientos que llevan a submundos donde la belleza es una meta, el arte la puta a su servicio y el placer solo es válido si a la mañana siguiente estamos a esto de no amanecer para contarlo e instagramearlo.
Mitchell usa y abusa, superpone piezas de un puzzle que a lo mejor no termina de encajar, pero muestra fielmente cómo hemos ido parasitando poco a poco cualquier rastro de brillantez pasada, y la servimos en preciosísimos platos de exposición donde el más tonto es el que todavía no te ha invitado a su exposición/recital/concierto/meeting para el café.
Lo fascinante ya no es el misterio, y pasa a ser cuán más profunda puede llegar la madriguera del conejo.
Sam se patea la infinita extensión de Los Ángeles, letras de glamouroso Hollywood siempre al fondo como mala película de los años 20 (con finísima banda sonora a juego), y nunca parece estar más cerca de Sarah, sino dándose cuenta de que en esta ciudad, en este mundo, no hay nada tan bueno como para ser encontrado de casualidad.
Todo es una regurgitación forzosa de una fotocopia cuqui (porque la dulce Janet Gaynor pese a las reposiciones sigue muerta) o la triste realización de que guardas revistas de Nintendo Power del año cachipúm porque eres un nostálgico encantador/patético según el momento, y los videojuegos de Super Mario te dijeron que algún día tendrías que ir a buscar tu princesa a otro castillo.
Las canciones de rebeldía estaban escritas y comercializadas antes de ser tus himnos, y por eso las viejas películas en blanco y negro tienen una pureza inigualable, rodadas en tiempos donde todo lo que merece la pena todavía era felizmente accidental. Tal cual como las galletas saladas con zumo que consume Sarah, mencionando “es uno de esos sabores inusuales aún por descubrir”…
El trauma de Sam, de haberlo, es descubrir que la belleza ya no existe, aunque la persiga y busque.
Actualmente no hay manera de conocerla de verdad, ni manera de conservarla por mucho que te digan, ni manera de atesorarla por mucho que insistas en guardar hasta la última mierda que te toca en los cereales.
Quizá por eso los misterios han dejado de tener la gracia que tenían antes, y los dejamos estar para no acabar llegando a la más absoluta nada que adornan.
Pero qué bello sigue siendo descubrir a tu manera, de vez en cuando, un sabor inusual que no habías visto u oído ya. Eso, cuesta darse cuenta, sigue siendo lo que te reconcilia con el mundo cuando este te ha decepcionado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Tan sobrada va esta película de imágenes y conceptos locos que cuesta hablar de ella sin contar de qué va en realidad.
Sobre todo es la odisea de un tipo, a sus 33 años, por seguir creyendo en todos los referentes que ha mamado, y hacer las paces con el hecho de que todo lo que él piensa que importa... en realidad no importa demasiado.
Es algo de lo que no es capaz de darse cuenta, por mucho que se pase los cinco días buscando a Sarah en eventos insustanciales, hasta que llega a esa mansión recluida, cual mítico castillo en la cima de la montaña, donde un diabólico vejete cabrón (excelente su número pisoteando nuestra nostalgia con teclas de piano) le descubre que todas sus “canciones especiales” no se crearon al abrigo del amor, la verdad y toda esa mierda, sino con la simple intención de hacer dinero para comprar un día más en este planeta.
Una revelación tan horrible que matarle a guitarrazos era lo mínimo que se podía hacer, por mí y por todos mis compañeros de generación hijoputa, que nos creímos que tu codicia eran sueños de verdad.
Sin embargo, lo que han intentado decirle palabras calmadas a Sam pronto se graba en su mente gracias a una imagen icónica, la única manera en la que él ha entendido el mundo: la hija del millonario desaparecido muere bajo el lago Silver, como en su portada del Playboy que le ha dado sus mejores pajas, y por fin comprende con horror cómo la belleza también ha muerto, porque detrás de ella siempre existirán intereses ocultos.
Las canciones ya no suenan tan bien porque sabemos que guardan un mensaje, y hasta todos los cuerpos desnudos que salen guardan una cualidad anti-erótica que no incita genuino deseo, sino posesión o desinterés.
Si hasta Sarah copia a Marilyn Monroe saliendo de la piscina en aquella película perdida antes de su muerte, 'Something's Got to Give', como único rastro de alguna belleza idealizada que nunca se llegó a ver, porque Sam sueña con una situación que le remita a la idea inalcanzable que tiene de ella (haciéndose la promesa de que si la encuentra eso podría suceder).
Al final hasta suena coherente el razonamiento de aquella comuna viviendo en un valle invisible al satélite, preparándose para ser enterrados en el búnker de la montaña para siempre, “como los faraones del Antiguo Egipto, para ser desenterrados en el futuro”: ¿qué vas a esperar hoy que te den ahí fuera? ¿más pensión de jubilación, dos semanas de vacaciones?
Para tener eso, pues mejor enterrarse en cemento impenetrable con mujeres bellas, disfrutando hasta que llegue la hora, y así poder alejarse de estos tiempos locos que no sobrevivirán a dichas tumbas.
Aunque la despedida de Sarah por videopantalla sepa a agridulce aceptación de la realidad por parte de ella y de Sam, aunque su tono deje entrever que eso era lo mejor a lo que podía aspirar pero ha cambiado verdadero disfrute por la eternidad (quiero pensar).
Ahí dentro nadie sabe si tendrá galletas saladas con zumo.
Mientras, fuera, Sam todavía puede tomarse ese sabor inusual, viendo una bonita película de Janet Gaynor que no le incita a resolver un misterio, pues habla directamente a su resolución interior: “¡estoy feliz!... no imaginaba que dolería tanto.”
La felicidad también puede ser saber que algo era imposible, y disfrutar de las cosas buenas que has dejado de lado mientras tanto.
La última escena tiene a Sam mirando su antiguo apartamento desde el balcón de su vecina hippie, descamisado mientras fuma contemplativamente un cigarrillo: puro cine negro, al que no se ha dejado de rendir homenaje en ningún momento.
Aquel apartamento lleno de cosas era su crisálida, y el loro aquel repetía algo que no significaba en realidad nada.
Al comprenderlo, otro Sam toma el lugar del antiguo, uno que se pregunta por qué se complicó tanto la vida cuando podía estar a gusto a la vuelta de su esquina.
Sobre todo es la odisea de un tipo, a sus 33 años, por seguir creyendo en todos los referentes que ha mamado, y hacer las paces con el hecho de que todo lo que él piensa que importa... en realidad no importa demasiado.
Es algo de lo que no es capaz de darse cuenta, por mucho que se pase los cinco días buscando a Sarah en eventos insustanciales, hasta que llega a esa mansión recluida, cual mítico castillo en la cima de la montaña, donde un diabólico vejete cabrón (excelente su número pisoteando nuestra nostalgia con teclas de piano) le descubre que todas sus “canciones especiales” no se crearon al abrigo del amor, la verdad y toda esa mierda, sino con la simple intención de hacer dinero para comprar un día más en este planeta.
Una revelación tan horrible que matarle a guitarrazos era lo mínimo que se podía hacer, por mí y por todos mis compañeros de generación hijoputa, que nos creímos que tu codicia eran sueños de verdad.
Sin embargo, lo que han intentado decirle palabras calmadas a Sam pronto se graba en su mente gracias a una imagen icónica, la única manera en la que él ha entendido el mundo: la hija del millonario desaparecido muere bajo el lago Silver, como en su portada del Playboy que le ha dado sus mejores pajas, y por fin comprende con horror cómo la belleza también ha muerto, porque detrás de ella siempre existirán intereses ocultos.
Las canciones ya no suenan tan bien porque sabemos que guardan un mensaje, y hasta todos los cuerpos desnudos que salen guardan una cualidad anti-erótica que no incita genuino deseo, sino posesión o desinterés.
Si hasta Sarah copia a Marilyn Monroe saliendo de la piscina en aquella película perdida antes de su muerte, 'Something's Got to Give', como único rastro de alguna belleza idealizada que nunca se llegó a ver, porque Sam sueña con una situación que le remita a la idea inalcanzable que tiene de ella (haciéndose la promesa de que si la encuentra eso podría suceder).
Al final hasta suena coherente el razonamiento de aquella comuna viviendo en un valle invisible al satélite, preparándose para ser enterrados en el búnker de la montaña para siempre, “como los faraones del Antiguo Egipto, para ser desenterrados en el futuro”: ¿qué vas a esperar hoy que te den ahí fuera? ¿más pensión de jubilación, dos semanas de vacaciones?
Para tener eso, pues mejor enterrarse en cemento impenetrable con mujeres bellas, disfrutando hasta que llegue la hora, y así poder alejarse de estos tiempos locos que no sobrevivirán a dichas tumbas.
Aunque la despedida de Sarah por videopantalla sepa a agridulce aceptación de la realidad por parte de ella y de Sam, aunque su tono deje entrever que eso era lo mejor a lo que podía aspirar pero ha cambiado verdadero disfrute por la eternidad (quiero pensar).
Ahí dentro nadie sabe si tendrá galletas saladas con zumo.
Mientras, fuera, Sam todavía puede tomarse ese sabor inusual, viendo una bonita película de Janet Gaynor que no le incita a resolver un misterio, pues habla directamente a su resolución interior: “¡estoy feliz!... no imaginaba que dolería tanto.”
La felicidad también puede ser saber que algo era imposible, y disfrutar de las cosas buenas que has dejado de lado mientras tanto.
La última escena tiene a Sam mirando su antiguo apartamento desde el balcón de su vecina hippie, descamisado mientras fuma contemplativamente un cigarrillo: puro cine negro, al que no se ha dejado de rendir homenaje en ningún momento.
Aquel apartamento lleno de cosas era su crisálida, y el loro aquel repetía algo que no significaba en realidad nada.
Al comprenderlo, otro Sam toma el lugar del antiguo, uno que se pregunta por qué se complicó tanto la vida cuando podía estar a gusto a la vuelta de su esquina.